Dialogar: ¿De qué, con quién y para qué?
En la época en la que ETA nos asesinaba, se invocaba el diálogo con los terroristas a modo de chantaje inaceptable en el que no pocos cayeron. Lo invocaban quienes pretendían engañarnos... y los más despistados de la clase, tontos útiles incluidos. Aclaro que no es mi pretensión comparar a los independentistas catalanes con los terroristas sino comparar el uso tramposo de un determinado vocablo en distintas circunstancias, vocablo cuya práctica, por lo demás, es indispensable en cualquier democracia. El asunto es que el diálogo tiene sus límites y cuando no los tiene o se utiliza de manera cínica y tramposa, no es diálogo sino chantaje.
Los partidos políticos favorables a la independencia decidieron rechazar todo diálogo con los principales partidos políticos españoles para, a la vista de su insuficiente apoyo electoral (para, por ejemplo, reformar la Constitución Española), optar por la vía de la ruptura, la vulneración de la legalidad vigente, la imposición de sus ideas políticas y la política de los hechos consumados. En ese tránsito vulneraron múltiples derechos ciudadanos, razón por la cual algunos políticos son hoy no presos políticos, sino políticos presos.
De momento no han logrado sus objetivos, aunque, por ahora, ya han dejado una sociedad catalana fraccionada y, además, siguen políticamente vivitos y coleando. Tras rechazar el diálogo democrático que reconoce al adversario político, las competencias que a uno le limitan y el Estado de Derecho, insisten ahora (llevan insistiendo un tiempo) en que ellos solo quieren dialogar con quien piensa distinto. En el fondo, lo que nos ofrecen no es diálogo sino chantaje, y no pretenden otra cosa que imponer sus objetivos a la mayoría de la sociedad española.
El diálogo de verdad es el que se practica fundamentalmente, aunque no solo, en los parlamentos. Es, como decía arriba, el que reconoce al adversario político, las fuerzas limitadas con las que uno cuenta y la propia democracia. Cuando lo que se pretende es que se le dé a uno la razón obviando incluso el ordenamiento jurídico, no es diálogo sino chantaje. Los independentistas catalanes quieren ahora dialogar... sobre cómo cedemos todos a sus pretensiones: si descaradamente, por la puerta de atrás o disimuladamente. Los independentistas pretenden que aceptemos sus postulados (sus mentiras mil veces repetidas) y asumamos al menos parte de ellos, como si rechazarlos de plano en el ámbito de ese supuesto diálogo no fuera perfectamente democrático. Además, pretenden un diálogo privilegiado, de igual a igual y bilateral, como si fuera lo mismo el Gobierno de España que un gobierno autonómico. Eso tampoco es diálogo.
El problema no es tanto que el gobierno actual se encuentre en clara minoría (no lo olvidemos, el PP ya lo estaba en cuanto Ciudadanos le retiró públicamente su apoyo justo antes de la moción de censura) sino, sobre todo, sus dudas y su falta de proyecto político para España. O, mejor dicho, su falta de proyecto unitario e igualitario para España, porque de federalismo asimétrico, trato privilegiado, nación de naciones y otros disparates van sobrados. Y su falta de contundencia argumental frente a los que pretenden romper España, justo lo que debería caracterizar a una izquierda realmente progresista hoy inexistente en el Congreso de los Diputados.
Yo mismo dialogué cuanto pude con los nacionalistas en el Parlamento Vasco en el ámbito de las competencias que nos correspondían y, casi siempre (a veces lograba apoyos suficientes para ganarles votaciones y debates), tuve que aceptar nuestros limitados resultados electorales, cosa que hice sin el menor problema. Aquello era diálogo democrático. Lo que los independentistas catalanes pretenden no es dialogar sino imponernos sus propuestas políticas y sus objetivos.
En este caso, lo democrático y decente es decirles que no se va a negociar con ellos sino en el marco constitucional que todos debemos respetar, del mismo modo que se negocia con cualquier partido político mayoritario o minoritario. Y, mientras tanto, cumplir y hacer cumplir la ley. E incluso cambiarla... pero no para aproximarla a sus deseos sino a los intereses de la mayoría. Y es que no hay nada más decente (ni más saludable) que oponerse a los objetivos de cualquier nacionalista.