Di a mi hija en adopción y es la mejor decisión que he tomado en mi vida
En octubre de 2012, el día que nació mi hija, encendí varias velas y le susurré mi amor al oído. La acerqué a mi cuerpo y traté de memorizar su olor corporal. La miré a los ojos. Recé con toda la fuerza que me quedaba para que algún día pudiéramos hablar de todo esto. Ese día, según me imaginé, podría hablarle de sus maravillosos padres, de mis padres y de Ray, el hombre al que había amado y que había fallecido hacía solo dos años.
Me encontré con la mujer que se iba a convertir en la madre de mi hija en el certamen de poesía Women of the World Poetry Slam en 2012 en Denver. Cuando me contó entre lágrimas que su marido y ella habían iniciado el proceso de adopción, yo ya tenía clara mi respuesta. La decisión me resultó sencilla, se me ocurrió con una claridad que no he vuelto a sentir desde entonces.
La primera persona a la que llamé cuando tomé la decisión fue al padre biológico del bebé, un amigo mío del instituto que me había ayudado a procesar la idea de que podía ser algo más que una viuda. En esa conversación imposible, me dijo todo lo que necesitaba saber sobre las expectativas que tenía para nuestra relación si me quedaba al bebé. No podría estar tan atento como a mí me gustaría. No tendría dinero extra con el que ayudar. Él y yo nunca estaríamos juntos. Sería tarea mía y solo mía y, aunque él echaría de menos estar con su hija, confiaba en que yo elegiría la mejor opción para ambos.
Les conté todo esto a mis amigos, los potenciales padres adoptivos, y nos pasamos el resto de la semana en Denver planificando todo. ¿Sabría el bebé quiénes son sus padres biológicos? ¿En qué religión la educarían? ¿Eran partidarios de dar azotes para regañar? ¿Cómo la educarían? ¿Cómo la llamarían? Todo lo que se me ocurrió y, cuando me quedé sin preguntas, llamé a mi madre.
Mi madre no quería que diera a mi hija en adopción y hasta se ofreció a hacerse cargo del bebé y criarla ella misma. Yo sabía que solo quería asegurarse de que hacía lo posible por mantener unida a la familia, pero le expliqué que esta adopción no se trataba solo de mí y de mis traumas. La mujer que se convertiría en la madre adoptiva, Clara, iba a conseguir algo que llevaba tiempo deseando. Aunque la conversación que mantuve con mi madre no terminó del mejor modo, sí me dio la claridad que necesitaba sobre lo mucho que deseaba que se llevara a cabo esta adopción.
Solo porque yo no fuera a criar a este bebé no significaba que me fuera a perder la ocasión de disfrutar de este embarazo, darle amor al bebé o alegrarme por sus padres. Anunciamos la adopción a nuestros amigos en común por Facebook a comienzos de abril. Un par de meses después, me mudé de Texas a Chicago para vivir con Clara y su marido, Brian, mientras se preparaban para la llegada del bebé. Juntos reímos, lloramos y descubrimos lo terrible que puede llegar a ser la gente cuando no comprende algo.
Aunque la mayoría de la gente se alegraba por los nuevos papás, algunos empezaron a acosar a Clara. Intentaron convencerla de que yo estaba loca por querer dar a mi bebé en adopción y que mi hija también lo estaría. A los otros amigos de Clara y Brian les preocupaba que me estuviera aprovechando de ellos y que no tuviera ninguna intención de entregarles al bebé. Incluso llegaron a decir que yo me había acostado con Brian y que este bebé quizás era suyo.
La mayoría de la gente piensa en la adopción como algo positivo, pero rara vez se tiene en buena consideración a los padres biológicos. Se da por hecho que si están dispuestos a dar a su hijo en adopción les falta empatía, salud mental o alguna otra cualidad importante.
Años después, me alegra habernos apoyado mutuamente en los meses previos al nacimiento del bebé. Pude ayudar a montar el cuarto del bebé, conocer a sus familiares y sentarme todos los días con la mujer que cuidaría de mi hija como si fuera suya. Así conseguí una nueva vida para empezar con mi propio proceso de recuperación.
La decisión de dar a mi hija en adopción fue sencilla. Fue la mejor decisión que he tomado en mi vida, y eso es lo que más le cuesta entender a la gente. Algunas personas dicen que tomé esa decisión a causa de mi duelo y comprendo por qué piensan eso.
A la mayoría de la gente le cuesta entender que yo o cualquier otra mujer no queramos ser madres. Sin embargo, yo sabía desde hacía muchos años que no quería serlo, que no tenía ninguna intención de tener hijos jamás. Me lo llegué a plantear con mi prometido, pero incluso entonces sabía que iría contra mis pensamientos.
La idea de cuidar de una vida tan joven era abrumadora mental y emocionalmente. La responsabilidad de ser padres va mucho más allá de dar de comer y vestir a los hijos. Como padre, te conviertes en una guía moral para un futuro miembro de la sociedad estableciendo expectativas y normas según las que vivirá. Cada una de tus acciones e inacciones influye en el desarrollo de su carácter. Determina la clase de vida que tendrá, a quién amará o qué carrera profesional tendrá. Es una decisión importante. La decisión de tener hijos jamás debería tomarse a la ligera, y yo llevo la mayor parte de mi vida adulta sabiendo que no quería asumir esa responsabilidad.
A las mujeres que quieren tener hijos y no son capaces de concebir, mi decisión de dar en adopción a mi hija puede sentarles como un bofetón en la cara. A los hombres, como al padre de mi hijo, les puede hacer sentir indefensos. A padres como los míos, que me tuvieron cuando eran mucho más jóvenes que yo cuando me quedé embarazada, puedo resultarles egoísta. ¿Por qué iba a querer yo que alguien se sintiera así? No era mi intención hacerle daño a nadie, pero sabía que si me quedaba a este bebé no serían ellos quienes sufrirían, sino mi bebé.
Tras la muerte repentina de mi prometido Ray en 2010, me quedé destrozada. Acabé más de un mes en los calabozos del condado debido a unos antiguos gastos judiciales por hacer una compra en el súper con un cheque sin fondos. Empecé un máster cuatro meses después de su funeral. Llegaba tarde a clase, me dormía en el aula y me pasaba las noches apostando al póker en un bar de la zona llamado Bum's Billiards. Me mudé a una habitación de 200 dólares de una casa que no tardé en descubrir que tenía ratas en los conductos de ventilación. La vida que había planeado con él (ser profesora en Dallas, comprarnos nuestra primera casa juntos, formar una familia...) se había esfumado.
Mi depresión mutiló mi capacidad de hacer cualquier cosa. Me costaba levantarme de la cama, por no mencionar conocer a nuevas personas o ir a alguna parte. Me quedé estupefacta cuando fui a urgencias por unos dolores de tripa un año y medio después del funeral de Ray y me enteré de que estaba embarazada de otro hombre. Aunque sabía que no era suyo, en mi corazón era la niñita que Ray siempre había deseado y no le di.
Una parte de mí sabía que algún día me recuperaría de la muerte de Ray, pero que jamás querría la responsabilidad de criar a un hijo. Antes del bebé y de Ray, había sido artista y poeta, y mis sueños, aunque no estaban del todo definidos por entonces, no incluían la maternidad. Temía la idea de volver a casa después de un duro día en un trabajo que no me gustara (pero que me pagara las facturas) y cuidar a una niña que seguramente sería como yo y que notaría el arrepentimiento en el rostro de su madre y lo sentiría en su cuerpo.
Desciendo de un enorme linaje de mujeres negras "fuertes" y tenía claro que podía criar a una niña si tenía que hacerlo, pero ¿de verdad tenía que hacerlo? ¿Estaría mi hija más sana, más feliz y más cuidada conmigo o con otras personas que estuvieran más preparadas para asumir la responsabilidad, que no se estuvieran desmoronando y que desearan fervientemente algo que yo podía darles?
Veo a la niña llena de energía cada vez que consigo ahorrar algo de dinero para visitarla e intento mantenerme atenta pero tranquila, tal y como me imagino que sería una "tita" con su "sobrina" favorita. Veo cómo la arropan Clara y Brian. Escucho desde el pasillo cómo le cuentan un cuento. Aunque sé lo difícil que puede ser en ocasiones para ellos, es maravilloso ser testigo de cómo funciona una familia que siempre estuvo destinada a serlo.
En muchos sentidos, dar a luz a esta niña pequeña me salvó a mí, me trajo de vuelta del duelo de haber perdido a mi prometido. Finalmente fui capaz de recomponerme tras el parto. Encontré un trabajo como teleoperadora durante unos años antes de irme y comenzar mi propia empresa de entretenimiento. Terminé el máster y mi primer libro de poesías se va a publicar este año. Incluso pienso que quizás esté preparada para enamorarme de nuevo pronto.
El bebé y sus padres me han dado esperanza. Me hacen recordar que incluso en mis peores momentos no debo limitarme y dejar de hacer cosas maravillosas. Espero que la pequeña C. lo comprenda pase lo que pase.
Y espero que el día que por fin podamos hablar de ello, si es que quiere hablar de ello, sepa que no tomé mi decisión por duelo, sino por amor.
Este post fue publicado originalmente en el 'HuffPost' Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.