¿Despertar de la pesadilla?
Si Biden gana las elecciones pero no aborda de forma decidida las causas de la desigualdad económica y racial, lo que Trump representa no habrá sido derrotado.
Si el próximo 3 de noviembre Donald Trump pierde las elecciones presidenciales, muchos estadounidenses tendrán la sensación de que, por fin, despiertan de una pesadilla. Esta es la estrategia discursiva que su oponente, Joe Biden, está siguiendo: presentar el mandato de Trump como un mal sueño, una etapa oscura y en parte incomprensible que, en realidad, es una anomalía dentro del “correcto” devenir de la democracia estadounidense.
Sin duda, los últimos cuatro años serán una etapa “inolvidable” para buena parte del pueblo norteamericano. No solo no se han abordado cuestiones como el racismo estructural del país, sino que en gran medida han sido reforzadas por el presidente. La lucha contra los medios de comunicación y el uso de la mentira como herramienta “legítima” para hacer política también han marcado esta era trumpiana. Y en general, la desvinculación de cualquier principio ético o moral de su acción política.
Estas dinámicas han adquirido aún más gravedad durante la gestión del coronavirus. Donald Trump se ha erigido en el campeón de la negación de la epidemia. El presidente ha oscilado entre las denuncias conspiranoicas del “virus chino” (siempre bien suministradas para no resultar demasiado extravagantes, pero sí lo suficientemente útiles para alimentar a una base social ansiosa por negar lo que escuchan en los medios convencionales) y el heroísmo individual y colectivo, negando la necesidad de tomar medidas estructurales frente a la COVID (como un sistema sanitario público y accesible para todo el mundo).
Resulta bastante kármico que haya contraído la enfermedad, pero también bastante espantoso que, mientras recibe una atención médica que la inmensa mayoría de la población no podría pagar, les diga que no tengan miedo al virus. En cualquier caso, parece que su estrategia no está siendo efectiva: a principios de año tenía unas buenas expectativas de ganar las elecciones, pero a tres semanas de las votaciones, Joe Biden lo adelanta en los sondeos.
Parece que todo lo anterior a la pandemia pertenece a un pasado remoto, pero hace solo 10 meses, Trump podía reivindicar unas muy buenas cifras macroeconómicas. El desempleo en Estados Unidos se mantenía en niveles de hace 50 años (3,5%) y el crecimiento del PIB era superior al de las principales economías del mundo occidental (2,5% de media entre 2017 y 2019). Sin embargo, estas cifras tienen una cara B de la que el magnate no se hace cargo: la destrucción de los ya de por sí escasos sistemas de protección social, la negación del cambio climático y una desigualdad económica y social en aumento.
Pero la campaña de Trump no se basaba solo en cuestiones económicas. Su discurso, y sus cuatro años de mandato, han consistido en alimentar un nacionalismo blanco que le permita excluir de la idea de ciudadanía a amplias capas de la población: los migrantes, que según él había que encarcelar en la frontera; o los estadounidenses de origen afroamericano o hispano, presentados como peligrosos delincuentes. La pandemia ha arruinado la economía, así que lo único que queda de su estrategia es exacerbar al máximo ese nacionalismo y los elementos que lo producen: el miedo, la mentira y el odio a todo lo extraño (ya sean los progresistas, las mujeres, las personas migrantes o cualquier persona no blanca que reivindique su derecho a vivir una vida libre de violencias). El punto ahora es crítico: la violencia nacionalista blanca es real y es, probablemente, incontrolable en algunos territorios, algo que amenaza la continuidad democrática si Trump pierde.
Y a pesar de todo... es un error describir su mandato como una pesadilla dirigida por un loco megalómano. Donald Trump tiene el pleno apoyo del Partido Republicano, una de las patas políticas del establishment estadounidense. Y tiene antecedentes que se remontan muy atrás: el Tea Party es un precedente directo del actual presidente estadounidense, y lo es también Samuel P. Huntington, que a principios del siglo XXI señalaba que el mayor peligro para la nación estadounidense es la invasión latina (en su libro ¿Quiénes somos? Los desafíos a la identidad nacional estadounidense, 2004). El nacionalismo blanco no lo ha inventado Donald Trump, y aunque no revalide su cargo, continuará dominando buena parte de la política interna de Estados Unidos.
La pelota está en el tejado del Partido Democráta. Aunque Biden se haga con la presidencia en noviembre, la “pesadilla” no habrá terminado. Para atajar la violencia y el nacionalismo blanco deberá asumir que el país necesita cambios estructurales que empiezan por acabar con una economía que sume en la precariedad y en la inseguridad a la mayoría de la población. El racismo no es una cuestión simbólica, tiene un componente material que hace que las personas que antes mueren, que más enferman y que más posibilidades tienen de acabar en la cárcel sean afroamericanas.
En los últimos años, miles de estadounidenses han salido a la calle para defender esta idea, que gana peso dentro del propio Partido Demócrata a través de figuras emergentes como Alexandria Ocasio-Cortez. Si Biden y la élite demócrata no abordan directamente las causas de esta desigualdad (incluso “irritando” a buena parte de quienes respaldan y financian su candidatura), lo que Donald Trump representa no habrá sido derrotado.