Descolgar la cultura
Una película eliminada de las programaciones, como un cuadro, una escultura o una instalación guardados en cajones resultan tan inútiles como una partitura que no se toca o un libro que no se lee.
El 8 de junio, en Los Angeles Times se solicitaba que se eliminara de HBO Max Lo que el viento se llevó (dir. Victor Fleming, George Cukor y Sam Wood, 1939). Al día siguiente, la plataforma en streaming accedía a la petición, firmada por John Ridley –guionista, por cierto, de 12 años de esclavitud (dir. Steve McQueen, 2013)–. El motivo: la estereotipación racista y la idealización de la esclavitud presentes en el film, según el autor. El contexto: las graves protestas y reivindicaciones tras la muerte en los Estados Unidos del músico George Floyd (negro) a manos de un policía (blanco). Al parecer, según aclaraba un portavoz de HBO Max en The Hollywood Reporter, Lo que el viento se llevó regresará al catálogo, aunque convenientemente explicada. Es decir, el pernicioso viento del presentismo –juzgar el pasado según los cánones del presente– no se la llevará, ni tampoco será censurada, pero sí se ofrecerá tutelada; al respecto, escribe en su muro de Facebook Elba Lazo: «El cielo está en(tutela)do. ¿Quién lo desen(tutela)rá? El desen(tutela)dor que lo desen(tutele), buen desen(tutela)dor será».
La pregunta-trabalenguas tiene enjundia: por un lado, ningún producto cultural o artístico se puede reducir a un cliché mediante juicio sumarísimo; por el otro, ningún espectador debe ser llevado de la mano –por benevolente, firme y paternalista que sea quien sujeta–. ¿Se imaginan leer la novela Lolita (Vladimir Nabokov, 1955) entre advertencias sobre pedofilia? ¿O avisar que la ópera de Wagner que están a punto de escuchar le gustaba a Hitler? Y no, no mezclamos churras con merinas, porque una cosa son los valores que se puedan encontrar en la obra y otra lo que se le pueda sobreponer con el tiempo; de ello trata la narración Pierre Menard, autor del Quijote, de Jorge Luis Borges, publicada, por cierto, el mismo 1939 que se estrena nuestra película de marras. Por eso, ante Lo que el viento se llevó, como ante cualquier obra del cine, la literatura o el arte, deberíamos ser capaces de enfrentarnos a tres tiempos, que pueden ser diferentes o iguales. En el ejemplo de la discordia, los tres son distintos: el tiempo en el que se sitúa la ficción –la Guerra de Secesión estadounidense en el siglo XIX, que habrá de abolir la esclavitud de personajes como Mammy (Hattie McDaniel)–, el tiempo en el que es realizada la película –los años 30 del siglo XX, cuando los Estados Unidos tienen que salir de la Gran Depresión cual Scarlett O’Hara (Vivien Leigh) jurando, rábano en mano, que nunca más volverá a pasar hambre–, y nuestro tiempo –hay que ser consciente desde donde se está mirando, porque, como recuerda Pacôme Thiellement, «las grandes películas del cine son aquellas que han obligado al espectador a mirar en el interior de sí mismo»–.
No es este el único caso reciente de película o serie barrida por contravenir corrientes de pensamiento o, sencillamente, por no ser políticamente correctas. Tampoco se libran de tal fenómeno las obras de arte. En noviembre de 2019, la pintura El mercado de las aves (copia del estudio de Frans Snyders, h. 1648-1621) fue descolgada del comedor del Hughes Hall de la Universidad de Cambridge a causa de las protestas de los usuarios que no comen carne, porque les resultaba ofensiva. Así, el propietario, el Fitzwilliam Museum, optó por llevarse la obra y todos sus animales muertos donde pudiera herir menos sensibilidades. Una universidad –adalid del avance del conocimiento– y un museo –constructor de canon e identidades colectivas– quitando de en medio un cuadro porque incita a pensar: aplauso lento.
Lo ocurrido con Lo que el viento se llevó o con la pintura flamenca barroca conservada en Cambridge, como tantas muestras cada vez más frecuentes, ponen de manifiesto una inquietante realidad: cedemos ante la rapidez y la inmediatez de la prohibición –léase ocultación, censura, etc.– en vez de apostar por la cultura –léase espíritu crítico–, un proceso quizá más lento y más costoso, pero infinitamente más efectivo. Insistimos, es cuestión de saber qué miramos, por qué lo que miramos es como es, y si hay diferencias entre los que hicieron lo que miramos y nosotros. Para conseguirlo, hacen falta –en este orden– respeto, curiosidad y educación. Adam D. Weinberg, el director del Museo Whitney de Arte Estadounidense, en un mensaje publicado a raíz de la inaceptable muerte de George Floyd y tantos otros hombres y mujeres a causa de la terrible lacra del racismo, tiene claro su posicionamiento: «En los próximos meses, en el Whitney reexaminaremos nuestras exposiciones y programas para asegurar que siguen abordando el arte y las experiencias de la gente de color, especialmente el de las comunidades negras». En las antípodas de HBO Max, que opta por esconder lo que pudiera suscitar el debate o envolverlo en los algodones del mensaje precocinado y anestésico, el Whitney se decide por una apuesta ética que pasa por mostrar más, pero de lo que falta: así, será el público el que, facultado de inteligencia, sensibilidad y descernimiento, podrá sacar sus propias conclusiones.
«Con su mirada», se saludan los habitantes de unos Estados Unidos sumidos bajo el control de un gobierno tiránico, fanático y patriarcal en la distopía televisiva El cuento de la criada (creada por Bruce Miller en 2017 a partir de la novela homónima de Margaret Atwood). ¿A qué mirada se refiere esa expresión? A la de Dios, claro, pero también a la de la vigilante normalidad impuesta, homogeneizadora y aniquiladora de toda libertad individual. Menuda paradoja que el canal que hace posible la serie sea HBO: dentro de la ficción, previene sobre el peligro de comprometer el libre albedrío y la mirada propia, y fuera de ella –al menos en su vertiente como HBO Max–, se alinea con una mirada teledirigida, light, inofensiva. La cultura y el arte son espacios de diálogo, de aprendizaje y desde donde luchar contra las injusticias, pero solo si sus contenidos están al alcance. Una película eliminada de las programaciones, como un cuadro, una escultura o una instalación guardados en cajones en un almacén resultan tan inútiles como una partitura que no se toca o un libro que no se lee. La libertad se construye desde el debate y sin vendas en los ojos.