Cuando la mediocridad se apodera de la política
El que asciende actualmente es porque está bien situado, es fiel al líder de turno y ha sabido tejerse una trama de complicidades en su círculo de partido.
En los últimos dos años, los catalanes se han acostumbrado a cenar (o a desayunar) con el despropósito de turno del Govern de la Generalitat: el último ha sido la gestión de la rave de fin de año de Llinars del Vallès y su utilización como dardo entre ambos socios. Uno más, que se suma a la larga lista de descalabros recientes protagonizados por los gobernantes de Junts y de ERC: las ayudas a los autónomos, las filtraciones interesadas que ponen en riesgo la política contra el Covid, el anuncio de medidas que se corrigen al cabo de pocas horas o incluso el tanteo para poner entredicho las elecciones del 14-F por motivos puramente partidistas. El desastre gubernamental es de tal calado, que ha llegado un momento en que la opinión pública poco se inmuta ante el nuevo episodio protagonizado por cualquiera de los consellers de ambas fuerzas.
La legislatura ya finiquitada ha pasado a la historia como la del Govern con menos logros en autogobierno y también con el menor número de medidas destinadas a mejorar la calidad de la vida de los catalanes. Han conseguido incluso superar al segundo tripartit, lo cual tiene su mérito. Pero, tanto o más grave que la pésima gestión, ha sido la utilización partidista de las instituciones y la renuncia al marco legislativo actual, por limitado que sea. Un cúmulo de hechos que han situado la Generalitat de Catalunya –con todo el peso simbólico que tiene más allá de su función como administración– ante un desprestigio insólito. Nunca desde la recuperación del autogobierno la institución nacional de los catalanes había tenido un nivel de reconocimiento social y representación ciudadana tan bajo como el de estos últimos años.
Las causas de tal descalabro son conocidas y evidentes: la pugna entre las dos principales formaciones del independentismo por neutralizarse mutuamente ha situado sus prioridades en un plano diferente al que corresponde a cualquier gobierno. Nada es casual cuando la prioridad deja de ser la gobernación para ser el puro ejercicio del poder con fines partidistas. Y todo ello es posible, porque el escenario en el que se mueve la política catalana hoy en día –y de una manera significativa el independentismo– es el de la mediocridad hasta límites extremos.
Cabe analizar simplemente el perfil medio de los parlamentarios que han acabado la reciente legislatura para constatar el triste nivel que caracteriza el actual escenario. En los años en que Catalunya era un ejemplo –reconocido o escondido–, en el Parlament se sentaban diputados con una trayectoria profesional o social digna de reconocimiento. Y si en ocasiones el gobernante podía llegar a flaquear en sus capacidades o actitudes, siempre tenía el sólido recurso de algún asesor o director general con capacidad avalada. La fotografía actual, en cambio, ofrece un bajo nivel en el hemiciclo, pero también –lo que es más preocupante aún– entre los cargos eventuales a los que se les debería de suponer un aval profesional y trayectoria sectorial.
La política catalana ha sustituido la meritocracia por el activismo. El que asciende actualmente es porque está bien situado, es fiel al líder de turno y ha sabido tejerse una trama de complicidades en su círculo de partido. No importa si no ha demostrado competencias profesionales, si desconoce el ámbito sectorial al que se debe dedicar en tareas de gobierno y si ni tan sólo tiene la formación que debería exigirse a cualquier cargo, también los considerados de confianza. Lo crucial simplemente es ser un soldado en un ejército sin estadistas.
Esta mediocridad es la que reina en la política catalana y es la causante del pésimo balance que han dejado los gobiernos de Carles Puigdemont y Quim Torra (y nada hace prever que pueda cambiar a corto plazo: un buen ejemplo será comprobar las listas electorales del 14-F para constatar la falta de profesionales que optan por incorporarse a un partido). Pero lo más grave de todo es que el desprestigio que hoy en día sufre la Generalitat como institución no logrará reponerse en el plazo de una legislatura, ni en el hipotético caso que, por fin, fuera de cuatro años. La herida va para largo, porque ni hay médicos, ni los que están saben de medicina.