Cuando la bandera es solo un trapo
Trump la ha vaciado de sentido. Ni comprende ni comparte lo que representa. La ha convertido en un trapo y la ha usado como un clínex.
EEUUBB de América (o sea, Estados Unidos Bananeros de América). Esta fue la primera idea que tuve para titular e iniciar este ‘post’ (que yo sigo llamando articulo, columna o comentario) en aquel entorno esperpéntico de las vísperas electorales y del mismo primer martes después del primer lunes de noviembre, es decir, el pasado día 3, con la diarrea mental vía Twitter y ruedas de prensa furiosas y descolocadas con sabor a los hermanos Marx, y a sus “y dos huevos duros” del asirocado crónico ‘Mentiroso en Jefe’.
25.000 trolas confirmadas en cuatro años, mientras se envolvía como una vedette de cabaré en la bandera de las barras y las estrellas y a la vez resucitaba el clima de la guerra civil. Ni el famoso barón de Munchausen de la ficción.
El nombramiento en plena campaña electoral de la nueva jueza republicana del Tribunal Supremo, mientras el ‘Gran Dedo Tieso Americano’ anunciaba que no preveía perder las elecciones, y que si las perdía era porque los demócratas hacían trampas, y si las hacían, que de todas formas las harían, lo denunciaría... lo dice todo. Descubría el juego sucio, y alardeaba de ello.
La ‘América Grande de Nuevo’, la ‘América Primero’, era la de los tahúres del Missisipi, la de la conquista de la mitad de México, la de las ‘guerras indias’ con un genocidio organizado de los pueblos nativos cuyos supervivientes fueron desterrados forzosos a los primeros gulags de la historia moderna. Era la América del apartheid. Del KKK. La América del Colt y el Winchester. La América de los explotadores y charlatanes vendedores de crecepelos. La América que se miraba el ombligo mientras los pícaros se enriquecían vendiendo acciones falsas, robando a sus propios bancos o explotando a los chinos en el ferrocarril.
Pero a las pocas horas me fue quedando claro que esta visión había que partirla por dos y pico. Que más de la mitad de los estadounidenses se estaban despertando y estaban votando masivamente por correo. Un frente anticiclónico y antitrúmpico fue detectado por las encuestas, aunque éstas se pasaron de optimistas porcentuales.
Con los primeros datos firmes y con las proyecciones más solventes, así como con la reacción de la mayor parte de las televisiones, incluida la amiga y cómplice Fox marcando distancias del fantoche enrabietado, y con las primeras aunque tímidas deserciones republicanas de la teoría de la ‘conspiración del pucherazo’, recuperé –un poco– la ilusión. La confianza en la democracia, que también aprende de sus errores.
En el nervioso zapeo entre noticia y noticia, un anuncio en Energy de la serie Marvel: Los hombres de S.H.I.E.L.D.: “Tenemos músculos, ahora nos faltan cerebros”, me dijo allí dentro, en las profundidades de mi esperanza, que las cosas iban a cambiar… seguramente. Se alejó el EEUUBB de América. Joe Biden quiere recuperar desde la moderación y la sensatez el “alma” perdida. Quiere “sanar” las heridas. Reconciliar a las dos Américas, como los españoles de las dos Españas nos reconciliamos en la Transición, aunque siempre haya nostálgicos del plomo y del palo y tente tieso.
El populismo, como el extremismo, duerme pero no descansa, ¿o a la inversa?. Las primeras palabras del ‘abuelo’ Joe como presidente electo, cuando pasó la barrera de los 270 delegados, que luego siguieron subiendo, fue que gobernaría para todos los americanos sin distinción. No habría ni demócratas ni republicanos. Fue la primera enmienda a la totalidad del trumpismo.
Y hablando de enmiendas… Los padres fundadores de la gran democracia americana eran, cada uno, de su padre y su madre. Viejos adversarios unidos ante un enemigo común, pero cómplices en la lucha contra la opresión colonial. Adams y Jefferson, por ejemplo. Y tantos otros.
La elaboración de la Declaración de Independencia y de la Constitución fue un trabajo de relojero (antiguo) muy laborioso. No podían ni faltar ni sobrar piezas. Hubo que vencer muchas suspicacias de las 13 colonias, con distintas historias y relatos, con sus intereses, muchas veces contrapuestos, sus egos y vanidades, y llegar a un texto común, en el que todos perdieron y a la vez todos ganaron. Pero ab urbe condita –‘desde la fundación de la ciudad’, historia de Roma escrita por Tito Livio, aunque aquí lo empleo para referirme a la fundación de EEUU– se han mantenido muchos de los primeros forcejeos: la pugna entre poder central y los poderes territoriales, la cuestión racista, la religión –que tanto preocupaba a Jefferson, no por la existencia o no de Dios o un ser supremo, sino por sus intermediarios–; el enorme poder de la prensa panfletaria, al servicio, y a veces manufacturera, de bandos y banderías…
También había algunos partidarios de sustituir a la monarquía inglesa por una nueva monarquía americana, y en este sentido tentaron incluso al presidente Washington, que acusaba los primeros síntomas de la ancianidad. Una vez aprobada la Constitución –tras muchas negociaciones bilaterales o conjuntas, la mayoría a puerta cerrada– casi enseguida comienzan sus reformas por adición mediante la figura de las enmiendas. Así fue forjándose la nación en principio blanca, mientras desaparecían las naciones nativas, que en el mejor de los casos fueron conservadas en ‘reservas’ .
La forja tuvo sus altibajos, pero sobre todo un dramático paréntesis: la guerra civil tras un episodio antecesor del ‘derecho de autodeterminación’ por los estados esclavistas del sur, aunque una forma más ‘blanda’ de esclavitud formal con un pionero ‘apartheid’ se mantuvo hasta los mandatos de Kennedy y Johnson. Pero como la hierba mala nunca muere –y en eso tengo buena experiencia ganada en los desbrozos en los montes y prados gallegos– el fenómeno Trump ha demostrado que el racismo no ha muerto, que es algo aún subyacente, que estaba esperando a un ‘caudillo’ sin complejos y, como suele ser habitual, rufián, tramposo, ignorante y comediante.
Este tiburón de los negocios, sin escrúpulos y con fama de tozudo defraudador de Hacienda, pulsó la tecla de los impulsos primarios de muchos estadounidenses: el derecho a usar armas, incluso las más sofisticadas y letales de uso militar, amparándose en la Segunda Enmienda, a la que el Tribunal Supremo, en concordancia con la nostalgia del Far West y de la búsqueda del oro, y la poderosa e influyente Asociación Nacional del Rifle, uno de los grandes donantes de congresistas, senadores y del Partido Republicano, interpretan con el mismo dogmatismo inmóvil que los ultra-ortodoxos judíos interpretan la Torá, los dogmáticos católicos interpretan la Biblia y los integristas islámicos interpretan el Corán, a fin y al cabo, cuentos de las mil y una (millones) de noches…
No se ha tenido en cuenta, porque al lobby feroz del negocio de armas no le interesa, ni a muchos políticos perder sus donaciones, que la Segunda Enmienda, parte de la llamada Carta de Derechos, ha perdido sentido desde que fue aprobada el 15 de diciembre de 1791, ocho años después de terminar la guerra de la independencia. Dice: “Siendo necesaria una milicia bien organizada para la seguridad de un Estado libre, el derecho del pueblo a poseer y portar armas no será infringido”.
Pero esa ‘milicia’ se convirtió en poco tiempo en un poderoso ejército bajo la comandancia suprema del presidente, a la vez que tanto la república como los estados de la Unión iban montando la arquitectura policial y de inteligencia. Es, con perdón por la comparación, como los milagros de Jesucristo, que actualmente buena parte son realizados por la Seguridad Social o por los avances de la química.
Poco a poco, el espíritu nacional americano, e pluribus unum (de muchos, uno) incluido en el Gran Sello, fue extendiéndose y desde los más humildes ciudadanos hasta los más encumbrados líderes de la aristocracia política, agrícola, financiera, académica e industrial fueron compartiendo e interiorizando los valores constitucionales. En casi todas las casas permanece izada una bandera federal, la de las barras y las estrellas, a veces acompañada por la estatal. Trump la ha vaciado de sentido. Ni comprende ni comparte lo que representa. La ha convertido en un trapo y la ha usado como un clínex.
Jefferson ya había advertido sobre esos peligros. Pero en sus escritos hay una frase que quizás venga ahora a colación: “Con un poco de paciencia, veremos terminarse el reino de las brujas, sus hechizos se disolverán, y la gente recuperará su verdadera motivación: devolver al Gobierno sus verdaderos principios”.
Por eso Joe Biden ha ganado.