Cuando Europa fue solidaria
Entre los días 1 y 10 de agosto las embarcaciones Open Arms, Ocean Viking y SOS Mediterranée rescataron a 245 personas, 57 de ellos menores. Este hecho vuelve a cuestionar el papel de la Unión Europea en la crisis migratoria. Incapaces de cumplir el acuerdo del 22 de septiembre de 2015, por el que se comprometían a recibir 120.000 refugiados, los estados miembro siguen tomando decisiones cortoplacistas. Mientras, en alta mar, se pierden vidas. ¿Es habitual que nos comportemos así o existen precedentes de solidaridad? Para responder a esta pregunta debemos retrotraernos a la Guerra Fría.
La muerte de Stalin en 1953 abrió un periodo de apertura que se tradujo en el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética. No obstante, algunos países del Pacto de Varsovia pasaron de la reforma a la ruptura. Hungría fue el caso más extremo, pues sus autoridades intentaron abandonar el bloque socialista. Las esperanzas de cambio terminaron cuando los tanques del Ejército Rojo irrumpieron en Budapest en noviembre de 1956. Tras duros combates callejeros y la consabida represión, que incluso alcanzó al presidente Imre Nagy, miles de personas cruzaron la frontera. Ese mismo mes ACNUR registró la presencia de 115.181 refugiados de origen húngaro en Austria, a los que debemos sumar otros 56.800 llegados entre diciembre de 1956 y enero de 1957.
También la Cruz Roja Internacional fue decisiva en dicho proceso, que contó con la generosidad de diversos países europeos. Reino Unido, Francia, Alemania, Suiza e Irlanda acogieron a decenas de miles refugiados. La leyenda del fútbol español Ferenc Puskas fue uno de ellos. El compromiso solidario se extendió al otro lado del Atlántico, sumando las voluntades de Estados Unidos, Canada, Chile y Paraguay entre otros. Una vez superada la crisis política, las nuevas autoridades de Hungría facilitaron el regreso voluntario de los exiliados, pero solo el 9% se acogió a esta medida.
Debemos tener en cuenta la situación del continente en aquellos días. La Segunda Guerra Mundial había finalizado hacía 11 años, las ayudas del Plan Marshall inyectaron 13.300 millones de dólares a partir de 1948, y el Tratado constitutivo de la Comunidad Europea del Carbón y el Acero había sido firmado en 1951. Ese mismo año se aprobaba en Ginebra la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados, que no entró en vigor hasta 1954. Todas las instituciones políticas y económicas que conocemos en la actualidad estaban en pañales y, sin embargo, fueron capaces de dar respuesta a quienes más lo necesitaban. ¿Cómo pudo ocurrir?
En primer lugar debemos alejarnos de cualquier criterio economicista, ya que los refugiados nunca llevan consigo grandes fortunas. Por otro lado las divisas del mundo socialista carecían de valor en Occidente, así que tratar de utilizarlas como salvoconducto hubiera sido inútil. La capacitación profesional de los huidos podría haber despertado cierto interés, pero no se trataba de ninguna fuga de cerebros. La política fue, sin duda, el factor decisivo.
Entre 1945 y 1948 la relación entre las dos superpotencias se había deteriorado, entrando en una competencia sin cuartel que no cesó hasta 1989. El efecto llamada de la propaganda occidental se basaba en un estilo de vida seductor y acomodado, que provocó numerosas deserciones durante la Guerra Fría. En esa lucha ideológica la disidencia del pueblo húngaro, o el polaco en la década de 1980, supuso un golpe moral. Acoger a los refugiados desmentía el relato solidario que ofrecía el bloque soviético, e identificaba su modelo con el de una prisión. A ello debemos unir el condicionante psicológico, todavía más importante. En 1946 Winston Churchill describió el Telón de Acero como una barrera que dividía pueblos y territorios hermanados. En virtud de este razonamiento aquellos miles de húngaros eran tan europeos como nosotros, siendo merecedores de toda nuestra ayuda.
Más de sesenta años después Europa cuenta con un sólido engranaje institucional. Tratados como el de Amsterdam, Niza y Lisboa han clarificado la situación de los migrantes en la UE. Sin embargo, cuantas más herramientas tenemos a nuestro alcance menos capaces somos de usarlas. ¿Cómo es posible? Los cálculos económicos juegan en contra de quienes cruzan el Mediterráneo, no solo se trata de individuos sin fortuna personal sino que es difícil encontrar perfiles cualificados entre ellos. Quizás los sirios hayan sido la gran excepción, aunque generalizar es siempre arriesgado. Tampoco existe ningún interés estratégico que nos impulse a recibir a los africanos y/o próximo-orientales que llegan cada año. Ni sus países de origen son relevantes ni su sistema sociopolítico rivaliza con el nuestro.
Por último, y quizás más importante, está la falta de empatía con los refugiados. En ellos identificamos muchas diferencias: lugar de origen, color de piel, idioma, cultura, credo... Al no reconocerlos como iguales, nuestra capacidad de acogida se reduce prácticamente a cero. Esos mismos elementos están siendo retorcidos para condicionar tanto la opinión pública como las agendas de nuestros gobiernos.
Los barcos de las ONG no van a resolver estas contradicciones. Solo un esfuerzo compartido y al más alto nivel podrá encontrar una solución definitiva. Aunque muchas personas se han quedado por el camino, incluyendo las víctimas del pasado 25 de julio, me permito recordar las siguientes palabras de Martin Luther King: “Siempre es el momento apropiado para hacer lo que es correcto”.