Confinadas con su maltratador: "He tenido que volver a ser su esclava hasta que esto acabe"
La cuarentena para las víctimas de violencia de género se convierte en un doble castigo
Deborah tarda un rato en contestar. “No podemos hablar, le tengo aquí al lado”, ha escrito por Whatsapp hace unos minutos. Insiste en que su verdadero nombre no salga a la luz. Tiene miedo. Está, como muchas otras mujeres estos días, confinada en casa junto a su maltratador. El simple hecho de hacer una llamada o mandar un mensaje en el momento equivocado puede ponerle en peligro. Por eso escribe a escondidas, sólo cuando es plenamente consciente de que no la van a ver.
Un miedo compartido por todas las mujeres que sufren maltrato: miedo constante a denunciar y a no tener dónde ir después, a soportar los violentos enfados de las personas con las que conviven, al sufrimiento de los pequeños de la casa, a la atadura de la dependencia económica. Terror a la violencia física y psicológica. A ser asesinadas.
Al pánico del día a día, se añaden estas semanas la tensión de convivir con su maltratador por la cuarentena provocada por el coronavirus. Por eso algunas, como Deborah, se han adaptado a ese infierno. Su única preocupación es salir sanas y salvas del confinamiento.
“La primera semana de encierro con él fue terrible”, recuerda Deborah en un mensaje. “Llevábamos sin hablarnos desde el 25 de enero y, al vernos encerrados juntos, ha ido a peor”. No sólo teme por ella, sino también por su hija: ”Él entraba y salía de casa y pasaba todos los días fuera tres horas sin hacer caso de las recomendaciones del Gobierno, poniéndonos a mi hija y a mí en riesgo por el posible contagio. Estábamos asustadas”. A pesar de que ella está enferma, el hombre con el que vive compraba comida sólo para él y la escondía, lo que llevó a Deborah a planear una forma de convivir “en paz” el mes que, teóricamente, tenía por delante.
Al borde de la desesperación, llegó a la conclusión de que tenía que “tener una estrategia”: “Si esto se alargaba, íbamos a estallar”. Deborah contaba su situación a un grupo de amigas por Whatsapp y una de ellas alertó a la Policía a los pocos días de decretarse el estado de alarma: “Cuando vinieron los agentes él se acojonó, pero también fue un riesgo para nosotras porque podría haberla liado más”.
Dependencia económica
Su principal problema, cuenta, es la dependencia económica. Si no, ya se habría ido, mucho antes de la pandemia, de la casa que es, sobre todo, su cárcel .“Más de una vez he tenido la fuerza y las ganas de irme, he visto el momento... Y el problema era la economía”, reconoce. Se ha rendido para sobrevivir: “He tenido que volver a hablarle y ser su sumisa y su esclava hasta que podamos salir de aquí, así podemos tener una convivencia medianamente tranquila”.
Él es funcionario y “sabe” que Deborah le necesita por su dinero: “Para comer y la medicación, porque tengo problemas de tensión alta, de columna y hemorragias vaginales”. “Me castiga con eso”, lamenta. De hecho, ha tenido que ir al banco de alimentos alguna vez que él le ha castigado sin comer, además de tener que pedir ropa y zapatos mientras ”él se compra de todo”.
Así que se puso manos a la obra para ser como el maltratador quiere que sea: “Le hice la cena una noche y le ofrecí desayuno, pero no quería, así una y otra vez hasta que he conseguido que estemos más tranquilos”. Ella sabe que se trata solo de una vía de escape: “Así estamos, yo siendo muy buena para él, pero para mí es muy humillante y denigrante”, cuenta. A pesar de que lo relata como una estrategia de supervivencia, está “muy enfadada” consigo misma: “Es una situación que te hace volver a pasar cosas que te prometiste no dejar pasar”.
Se está humillando “como muchas otras mujeres estarán haciendo” para tener un mes “tranquilo”. Pero teme que, ahora que estaba consiguiendo salir de ese infierno, vuelva el sentimiento de dependencia, “que me enganche a él otra vez, creer de nuevo que esto tiene solución, que pueden cambiar y puede haber una reconciliación”. Por eso se recuerda continuamente a ella misma que los maltratadores “son seres narcisistas, machistas y psicópatas que jamás cambiarán”.
Pasar 24 horas con una persona a la que “has amado” y te ha hecho tanto daño, confinada, con la tensión añadida de una pandemia mundial y de estar enferma, puede hacer a cualquiera dejar de ver con claridad. Y Deborah no quiere volver atrás, no quiere volver al “enganche”: “Porque lo que nos hace estar con ellos, además de la economía y el miedo es la dependencia y lo peor de los narcisistas es que nosotras nos los creemos”. No quiere “ni besos, ni abrazos ni sexo”, aunque él “lo intenta sutilmente”. Se siente “fuerte” y tiene en mente “dar un paso adelante” cuando termine la cuarentena y pedir asesoramiento a alguna abogada, además de conseguir trabajo para poder construir su propia vida. No pierde más tiempo: “No pido mucho, yo solo quiero vivir día a día, poder comprarme medicinas, compresas...”. Son las ocho de la tarde y, mientras España aplaude, Deborah se despide. No quiere que él le pille hablando por el móvil.
Los hijos, acostumbrados a la violencia
“Miedo”, “tensión” y “sumisión” son tres palabras que describen el confinamiento de estas mujeres, algunas veces con niños menores en la vivienda. Es el caso de Lucía, que cuenta —también por mensajes— que está viviendo un “doble castigo”. Al temor y la incertidumbre que le produce el coronavirus y tener una hermana enferma, se une la soledad y la tristeza de no poder disfrutar de su hijo de 7 años viviendo en la misma casa. Su maltratador sólo le deja ver al niño “cinco segundos al día”.
“Utiliza a mi hijo como herramienta para hacerme daño”, cuenta. Por eso ella, para que su hijo esté “tranquilo” y le afecte lo menos posible esta situación, intenta “estar encerrada” en su habitación. Esto no sólo afecta a Lucía, sino también al crío: “Sabe que no puede verme y lo asume, ya lo ve normal aunque no sepa por qué está pasando”.
El padre es el que elige el momento en el que el niño y la madre pueden estar juntos. “Mi hijo entra a darme un beso a la habitación y, cuando me ve, me recuerda los días que quedan para estar conmigo”, teclea Lucía desde ese cuarto en el que permanece encerrada a la espera del beso diario. “Si soy yo la que va donde están ellos, el padre cierra la puerta o se lo lleva a otra habitación que pueda cerrar”.
“En esta situación, no me queda otra que seguir sus normas”, señala. Sabe que el Gobierno ha lanzado una campaña para mujeres maltratadas, pero no usa estas herramientas por tratarse de un caso psicológico: “Como no hay riesgo físico lo dejan en segundo plano”. Al menos, se refugia en la terapia: “Estoy a base de pastillas y hablo mucho con mi psicóloga, ojalá algún día el maltrato psicológico se valore de verdad”.
“Mi casa es como una jaula”
En otra casa de algún lugar de España vive Claudia, de 19 años, con su madre Rosa, de 48, otra hermana y su padre. La joven tiene claro que, “cuando acabe todo esto”, tomará medidas y llamará al 016. Por ella y por su madre. Las dos sufren maltrato. “Ha sido muy raro desde que estamos encerradas porque tiene días en los que, o todo está normal, o se pone a pegar voces, a amenazarnos o a levantarnos la mano”.
El confinamiento se convierte en una pesadilla: “Mi casa es como una jaula todo el tiempo, no sabes qué es lo siguiente que puede pasar”. Antes, al menos, cuando empezaba el maltrato, podían salir a la calle y “despejarse y respirar”. Ahora tienen que vivirlo encerradas: “A veces hay peleas muy fuertes y llega a las manos”.
Como ellas, son muchas las mujeres que no tienen salida y cuyas vidas han pasado —aún más— a un segundo plano. Sus problemas queda en la intimidad del hogar.
Claudia, Lucía y Deborah están en contacto con otras mujeres que las ayudan y las apoyan de la Fundación Ana Bella, en funcionamiento a pesar del estado de alarma. Aseguran estar “desbordadas” de trabajo estos días, “contestando mensajes de mujeres encerradas hasta las 12 de la noche” y “asesorándolas”. Por eso piden ayuda y visibilidad. Porque la violencia de género y el machismo no entienden de cuarentenas.