Coces en el alma
Si el Señor es mi pastor,
entonces ¿quién es mi perro?
(David González)
Por Viridiana, y desde primera hora de la mañana, se mueve un ángel sin más alas que la bayeta con la que limpia nuestra torpeza y la sonrisa que contradice nuestra miseria. Se llama Violeta y es una de las pocas personas que "secretamente, sostienen el universo". Ante ella, el cinismo y el odio se desarman.
Cabizbaja, ojerosa y esquiva si se le interpelaba por la razón de su tristeza, andaba Violeta trapeando la pasada semana. Por más que le pregunté qué le angustiaba, no obtuve otra respuesta que un desvaído mohín mientras se encogía de hombros.
Respiré aliviado cuando hace tres días se presentó vestida de nuevo con la luz de su sonrisa. Y en un raro paréntesis, ella trabaja más que yo, se avino a contarme las razones de su zozobra:
-Es que lo escuché en la radio, ¿sabe? (aclararé que Violeta se intoxica a diario con los predicadores que vomitan en las ondas, a los que yo, a veces, escucho como número cómico), y no podía dormir de puro temor: En Ecuador –y se santigüó- ha parido una mula y eso, jefe, es la señal del Juicio Final. Pero recién anoche -suspiró- escuché al pastor diciendo que podíamos estar tranquilos, que, aunque el fin está cerca, aún no va a llegar.
Malicié que ese armisticio, que ella consideraba una bendición, condenaba a otros a seguir pagando sus deudas (cuando Cándido, mi contable, llegado el fatídico día de la Declaración de la Renta, me preguntó: "¿A la Iglesia le pongo la x?" "¿Contra quién juega?", apuntillé).
Por cariño a ella, zanjé la cuestión del Armagedón con una palmada y continué espumando el jugo de carne que había visto el amanecer sostenido por el fuego manso.
Preferí ocultar la furia que me incendia las tripas cuando veo a la mejor gente que conozco, entregados con alegría a su trabajo y a los suyos, tan ávidos de la felicidad ajena como de la propia, caer en manos de esa superstición antigua, o charlatanería organizada, que llamamos religión.
Insaciable lamprea que se alimenta de la ignorancia y el miedo, que nos impone un destino que no hemos elegido, haciéndonos reos y esclavos por el mero delito de nacer.
Recuerdo el espanto que, en un otoño de mi niñez, le produjo a mi abuela Herminia encontrar, en nuestra rala viña, dos vides en las que la blancura de sus uvas destacaba sobre el manto de la garnacha, como una cana en una melena joven. Tan sólo el Maligno, según ella, podía ser el responsable de aquel aviso de desdichas (la creencia prefiere pensar en maldiciones antes que en abejas y polen).
La solución, la única posible en un mundo de ignorancia, era bendecir las plantas poseídas con el ramo de olivo que ella guardaba desde Semana Santa. Y, mientras mi abuela, arrodillada, desgranaba un rosario, me mandó por el ajado ramo, no sin avisarme de que cada hoja que cayera al suelo debía ser despedida con un padrenuestro.
Mi niñez comprendió que un pisotón sin detener la marcha era oración suficiente. Y , aunque no se lo dije, mejor exorcismo hubiera sido arrancar los albinos frutos y merendarlos a la sombra, acompañados por un trozo de queso.
Mayor indignación me supone rememorar el frío de ciertos domingos de plomo que pasé encaramado en la atalaya de vértigo de un alcornoque. Vigía de nueve años escrutando la vereda, culebra de polvo por la que podían aparecer la siniestra sombra del cura o los acharolados tricornios.
Mi abuelo Alejo, viudo y con una piara de hijos, araba desde el alba hasta la anochecida, arriesgándose a la multa con que se penaba la osadía de no respetar el día del Señor; multa que nos hubiera arrancado lo poco que nos sustentaba.
Ahí estuve yo, aterido enero, con dos cantos rodados en las faltriqueras, que nunca necesité golpear porque los civiles y el cura nos dieron tregua. Aclararé que si, en mala hora, hubieran aparecido, y tras la sonora contraseña, mi abuelo, con celeridad, habría desuncido su yunta para simular que pastaban las mulas.
(Él, resignado, me había entregado las piedras tras comprobar, meneando la cabeza, que mi silbido no me llegaba a las albarcas)
Y, aunque comparto con el clásico que "el olvido es la única venganza y el único perdón", yo no lo he olvidado.
Para las religiones, maquino, no somos más que mulas, cargadas con un serón de culpas, nacidos para la sumisión y la servidumbre.
Desdichado animal eternamente yermo, por más que se haya dado algún caso de fertilidad que la ciencia podrá explicar.
Quitando hierro, conté a Violeta este chiste rural que ya era viejo cuando yo era joven, y ella bajó la radio infectada de aleluyas para que yo escuchara sus risas:
Los hijos del asfalto quizás ignoren que, en las aldeas, era común que los animales de labranza llegaran a sus pesebres atravesando cocederos y rincones aún más íntimos de las casas (a mí, el almizclado olor del estiércol no me desagrada).
El chaval, más corto que una uva, fue enviado a dar el pésame a un velatorio de compromiso: una mula había coceado a la suegra del alcalde en la cocina.
Bien sabía su padre que el mozo, flaco también de entendederas, no era ducho en esos trances; así que, escueto, le encargó que tan sólo dijera al edil "le acompaño en el sentimiento".
-¿Le acompaño dónde, padre?
-Olvídalo, jodío bolo. Has salido a tu madre. Tú –recalcó- entras con aplomo, te pones en la cola del duelo y repites lo que oigas al de delante.
Al rato, sofocado y con madroños en las mejillas, volvió el chaval.
-Me lía usted, padre. Me puse detrás del tío Aquilino y lo que dijo fue: "Bernardo, véndeme la mula".
Blasfemia era que cualquiera levantara la cerviz y mirara un poco más allá de lo que los arreos y las anteojeras le permitían.
Blasfemia fueron el conocimiento, la belleza, el sexo, la bendita ciencia y la bendita poesía. La alegría, en suma.
Lo dijo Octavio Paz, durante un coloquio en Madrid, cuando recabaron su opinión acerca de la Teología de la Liberación, entonces tan de moda:
-"Sólo preguntas serias, por favor. Teología y liberación son palabras antagónicas" –espetó el manito con la boca llena de sorna y sentido común.
Por mi parte, "con tanta vida por vivir y ya vivida", tengo más claro que la hostia que la Iglesia, a su manera, fue aún más represiva que el abominable franquismo.
Tan sólo sé de una mula (La mula de la Quietud, Tinta de Toro, 2014) que no acarrea desgracia: el vino que serví en Nochevieja y que brilló en las copas de Viridiana como un relámpago de paganismo.
Con él me limpio el amargor de la hipocresía y brindo por los descreídos.
Y blasfemo.