Por qué un DNI y unas matrículas han provocado la peor crisis entre Serbia y Kosovo en años

Por qué un DNI y unas matrículas han provocado la peor crisis entre Serbia y Kosovo en años

El 1 de septiembre acababa la moratoria de Pristina para aplicar medidas administrativas que rechazan los serbios de su territorio. Las negociaciones la han parado.

El 1 de septiembre era el “día d”: las autoridades de Kosovo planeaban prohibir desde el jueves próximo el uso continuo de documentos de identidad y matrículas de coches serbias en su territorio, lo que había puesto en pie de guerra a los serbios que aún residen en el país, algo menos del 8% de la población total. Ya a finales de julio, la entrada en vigor de esta medida provocó bloqueos de carreteras y cierta violencia, además de un importante refuerzo militar y policial a los dos lados de la frontera, pero la presión internacional logró una prórroga.

Ahora ese tiempo de tregua se acababa. Tanto la Unión Europea como Estados Unidos y la OTAN trataban de mediar entre Pristina y Belgrado para evitar el choque, en la línea del diálogo promovido desde hace años para normalizar las relaciones entre los dos Gobiernos, pero los días pasaban sin avances ni ante esta crisis puntual, de consecuencias imprevisibles, ni ante el problema de fondo: el reconocimiento de Kosovo como país soberano tras su declaración unilateral de independencia de 2008.

Este sábado, al fin, ha habido acuerdo: los serbios de Kosovo, así como todos los demás ciudadanos, podrán viajar libremente entre Kosovo y Serbia usando sus tarjetas de identidad. Lo ha anunciado el jefe de la diplomacia comunitaria, Josep Borrell.

El choque

Las autoridades kosovares anunciaron en julio que iban a prohibir el uso continuo de documentos de identidad y matrículas de coches serbias en su territorio. Cuando fue a entrar en vigor, el 1 de agosto, se produjeron bloqueos en los pasos fronterizos y las carreteras en el norte de Kosovo.

En la zona viven en su mayoría erbios, que son minoría en el conjunto de Kosovo. Según estimaciones basadas en datos de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE), de 2013, se estima que hay unos 146.128 serbios viviendo en Kosovo, lo que representaba el 7,8% de la población total. De ellos, 70.430 residen en norte y 75.698, en el sur de Kosovo, con un total de 10 municipios donde los serbios son mayoría y, con ellos, su religión, la cristiana ortodoxa. El resto de los dos millones de habitantes que tiene Kosovo son de etnia albanesa, la mayoría de los cuales son musulmanes.

Aquella noche saltaron todas las alarmas, por el despliegue de uniformados a uj lado y al otro de la frontera, además de por las protestas de los serbios. Hubo cierta violencia y hasta tiros sueltos y eso, en una propensa al conflicto, llevó a que la diplomacia se moviera rápida. Washington y Bruselas arrancaron a las autoridades de Pristina un mes más para negociar.

La tensión ha sido palpable desde entonces en la zona y la misión KFOR de la OTAN, encargada de vigilar la seguridad en Kosovo tras la guerra de 1999, ha aumentado su presencia en el norte para prevenir una eventual escalada. Ya hace un mes, avisó de que intervendría si entendía que la seguridad de Kosovo estaba en peligro.

Según las medidas planeadas por Pristina, las personas que entrasen en Kosovo con carnés de identidad emitidos por Serbia recibirían un documento temporal kosovar, válido durante 90 días. La medida afectaba a los serbios kosovares, muchos de los que no tienen los documentos de Kosovo y que denuncian que la medida complicaría sus vidas. Además, las matrículas de coches emitidas por Serbia para ciudades kosovares con mayoría serbia tendrían que ser sustituidas por las oficiales de Kosovo.

Pristina lo veía como “medidas de reciprocidad”, ya que Belgrado hace lo mismo, mientras que según Serbia violan unos acuerdos previos. Y por encima de los tecnicismos está el orgullo, la negativa de los serbios de Kosovo a llevar los colores o emblemas de un país que no reconocen como suyo, una “imposición”, como se leía en las pancartas de los manifestantes.

En las dos últimas semanas se han intensificado las reuniones a varias bandas -EEUU, UE, OTAN- para calmar las cosas y “encontrar una solución”, en palabras del enviado estadounidense para los Balcanes Occidentales, Gabriel Escobar. Estaba duro, a juzgar por cómo salieron de Bruselas el presidente serbio, Aleksandar Vucic, y el primer ministro de Kosovo, Albin Kurti. Jens Stoltenberg, el secretario general de la OTAN, confesó que no había avances, rogó a las partes contención y tiró de las orejas para evitar una retórica “que no ayuda”. Borrell dijo por su parte que ambos mandatarios “han entendido que no hay alternativa al diálogo” para resolver el problema, pero sin más. Las espadas seguían en todo lo alto. Rusia, a través de su ministro de Exteriores, Sergei Lavrov, también ha pedido “entendimiento” entre las partes, ruego que por ahora ha caído en saco roto.

El acuerdo, al fin

“Tenemos un acuerdo. Bajo el diálogo facilitado por la UE, Serbia acordó eliminar los documentos de entrada y salida para las personas con tarjetas de identidad de Kosovo y Kosovo acordó no introducirlos (esos documentos) para personas con tarjetas de identidad serbias”, escribió Borrell esta tarde en Twitter, anunciando las novedades.

Faltan detalles, pero ha trascendido que los serbios de Kosovo, así como todos los demás ciudadanos, podrán viajar libremente entre Kosovo y Serbia usando sus tarjetas de identidad. “La UE acaba de recibir garantías del primer ministro de Kosovo (Albin) Kurti en ese sentido. Esto es una solución europea. Felicitamos a los dos líderes por la decisión y su liderazgo”, concluyó Borrell, en referencia también al presidente serbio, Vucic.

Las temidas consecuencias

Nadie quería hablar del escenario por venir si llegaba el día 1 y nada se había pactado. Hubo incidentes a principios de agosto que pueden ir a mayores en cualquier momento porque la zona nunca se enfría, es un polvorín y cualquier incidente puede acabar en males mayores, cuando se llevan décadas de frágil equilibrio.

En la zona el litigio, los serbios de Kosovo habían amenazado ya con declarar su autonomía de forma unilateral, independientemente de las negociaciones para que Belgrado y Pristina aplaquen sus tensas relaciones. “El pueblo serbio está dispuesto a formar la Comunidad de municipios serbios (ZSO) por él mismo”, advirtió en una entrevista publicada el 12 de agosto Goran Rakic, líder de Lista serbia, el principal partido de esa comunidad en Kosovo. La formación de la ZSO forma parte de un acuerdo logrado entre los dos Ejecutivos en 2012, bajo auspicios de la UE, pero que ninguna de las partes logra (o quiere) aplicar.

De dónde viene la mala vecindad

Las relaciones entre Serbia y Kosovo son una fuente de inestabilidad casi perpetua. La desconfianza mutua hay que buscarla lejos, en las sucesivas guerras, invasiones, pérdidas y particiones de los Balcanes, un imperio que acabó atomizado, que trazó nuevas fronteras y propiedades, que no han acabado de asentarse con el paso del tiempo.

Hay que irse tan lejos como al siglo XIV, cuando en 1389 tuvo lugar la Batalla de Kosovo. Se enfrentaron la propia Kosovo de entonces, un principado de Serbia, y Imperio otomano. Ganaron los turcos y los serbios perdieron el control de la región, extendiéndose la religión musulmana. Dicen sus historiadores que allí y entonces nació la identidad serbia. Muy importante, por tanto, en su memoria y en su simbología.

Desde entonces, Kosovo ha sido una mezcla: mayoría de albaneses, muchos serbios pero también bosnios (1,6%), turcos (1,1%), askhali (0,9%), egipcios (0,7%), gorani (0,6%) y romaníes (0,5%). Los albaneses, de hecho, defienden que son los descendientes de los antiguos ilirios, los primeros habitantes de Kosovo. Cuando el parlamento declaró por primera vez su independencia en 1990, Albania fue el único país que reconoció Kosovo como país.

Serbia siempre ha recelado de esa posición de los albaneses. Entiende que los que viven en Kosovo son usurpadores, que son los serbios los que históricamente vivían en la zona y que a ellos pertenece. Es un sentimiento que se ha mantenido a lo largo de los siglos, incluso tras sucesivos cambios de estatus. Por quedarnos con los más contemporáneos, entre 1912 y 1913 se produjo la Primera Guerra de los Balcanes, un choque entre la Liga Balcánica (compuesta por Bulgaria, Grecia, Montenegro y Serbia) y, de nuevo, el Imperio otomano que aún resistía. Perdieron los turcos y Serbia volvió a hacerse con el control de Kosovo.

Ese cambio de titularidad llevó a un trasvase de población serbia importante, que por razones nacionalistas y de puro control del territorio comenzó a trasladarse a Kosovo. El norte, en la frontera Kosovo-Serbia, fue el punto en el que más se concentraron, hasta hoy.

  Una mujer pasa ante un grafiti que muestra un mapa de Kosovo y un escudo de armas y una bandera serbios que dicen: "¡No nos rendiremos!", en la zona dominada por los serbios en Mitrovica, Kosovo. Darko Vojinovic via Associated Press

Vino la Segunda Guerra Mundial, cambió el mapa de Europa y, entre 1963 y 1992 estuvo en pie la República Federativa Socialista de Yugoslavia. La componían seis repúblicas, como su nombre indicaba: Croacia, Eslovenia, Macedonia, Bosnia Herzegovina, Montenegro y Serbia. Y esta última, a su vez, contaba con dos regiones autónomas, Voivodina (con población de origen húngaro) y Kosovo (con mayoría albanesa, pese al cambio demográfico impulsado en la primera década del siglo XX).

El estatus de región autónoma dentro de Serbia lo ostentó Kosovo desde 1947 y en 1963 ya fue declarada provincia autónoma. Nueve años más tarde, logró una nueva constitución, en la que se explicitaba su autogobierno. Siempre, con tutela de Serbia.

Con la disolución de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y de Yugoslavia en la década de 1990, explotaron los conflictos independentistas y étnicos en la zona de los Balcanes. Eslovenia, Croacia, Bosnia-Herzegovina, Montenegro, Macedonia del Norte y Serbia se separaron de la Federación Yugoslava para formar países independientes.

El conflicto reciente

Cuando en 1991 comenzó la desintegración de la Yugoslavia conocida hasta aquel momento todo cambió, sin remedio. Dentro del proyecto ultranacionalista del presidente serbio, Slobodan Milosevic, estaba el control total de Kosovo. Usó a sus ciudadanos como chivos expiatorios, se erigió en el gran protector de los serbios del norte y defendió en cada discurso la importancia histórica y religiosa de la zona para su país.

Se produjeron cambios constitucionales que revirtieron la autonomía que tenían los albanokosovares, Como denunciaban los independentistas, no podían tener ni un trabajo en la administración y hasta sus hijos fueron expulsados de las escuelas. Hablaban de un régimen “muy opresivo”, un “apartheid”. La supresión del idioma o el veto a instituciones culturales locales dolieron.

Esa situación de purga hizo crecer al llamado Ejército de Liberación de Kosovo, étnicamente albanés, que comenzó a atacar objetivos policiales y militares de Serbia. La respuesta de Milosevic fue más mano dura. Las tensiones, por tanto, se intensificaron hasta acabar el guerra abierta, en 1998. Quedó constatada una limpieza étnica en toda regla por parte de Serbia, confirmada por Naciones Unidas: ejecuciones sumariales, quema deliberada de cadáveres, mutilaciones y torturas, violaciones y abusos sexuales contra mujeres, crueldad contra los niños, destrucción de propiedades de los albaneses de Kosovo... Milosevic acabó años después procesado por estos crímenes ante el Tribunal Penal Internacional para la ex-Yugoslavia (TPIY).

En marzo de 1999, Estados Unidos y sus aliados occidentales intervinieron en el conflicto, vía OTAN; una acción sin precedentes. Durante 78 días, bombardearon Serbia. Cientos de miles de serbios huyeron de Kosovo, dejando a la vista una tierra arrasada por las atrocidades de su Gobierno, denunciaban los kosovares. Se calcula que la contienda dejó más de 600.000 desplazados y más de 10.000 civiles muertos, además de miles de desaparecidos de los que aún no se tiene noticia.

La zona quedó bajo control administrativo de Naciones Unidas, hasta que en 2008, de forma unilateral, el parlamento de Kosovo declara su independencia. Es el país más joven de Europa y el segundo más joven del mundo. Obviamente, Belgrado se negó a reconocer esa independencia. No fue el único país: aunque hay un gran aval de Occidente al paso dado por Pristina (incluyendo EEUU, Canadá, Australia o la inmensa mayoría de la UE), gigantes como Rusia y China no lo reconocieron, como tampoco nuestro país, España, y así hasta 35 naciones.

La razón que dan quienes se oponen a esta independencia es que se proclamó de forma unilateral, cuando hay un acuerdo internacional, pactado tras la guerra, en el que quedaba claro que Kosovo nunca será independiente sin el permiso de Serbia. En el caso de España, se suele vincular su no al temor de que ese eco independentista resuene en Cataluña, algo que los sucesivos Ejecutivos eluden.

La Asamblea General de la ONU consultó a la Corte Internacional de Justicia de La Haya, que en 2010 dictaminó de forma no vinculante que la proclamación no había violado el derecho internacional.

En estos años, la presencia de tropas de interposición han reducido o contenido al menos los choques, que no las tensiones. Este es un conflicto no resuelto y no ha habido grandes avances desde que, en 2011, la UE y EEUU se tomaron en serio su interlocución para acercar a las partes. Si no se llevan bien, al menos, que se respeten y toleren como vecinos, es la idea. Los contactos, sin embargo, chocan de partida con ese reconocimiento de la independencia kosovar, de un lado, y con el reconocimiento de los derechos de la minoría serbia de dentro de Kosovo, por otro. Ha habido propuestas originales, como un posible intercambio de territorios plantado por líderes de los Balcanes en 2018, pero que no han convencido.

Sigue la inestabilidad, siguen los roces. Eso embarra el futuro para ambas comunidades. Ahora, al menos, se ha superado esta nueva meta volante a través del diálogo, aunque está por ver cuándo llega la siguiente en esta pugna por una tierra vieja de siglos.

MOSTRAR BIOGRAFíA

Licenciada en Periodismo y especialista en Comunicación Institucional y Defensa por la Universidad de Sevilla. Excorresponsal en Jerusalén y exasesora de Prensa en la Secretaría de Estado de Defensa. Autora de 'El viaje andaluz de Robert Capa'. XXIII Premio de la Comunicación Asociación de la Prensa de Sevilla.

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