Así en el cielo
"Ojalá no hubiera tenido problemas para desarrollar toda su imaginería a un ritmo estable; quién sabe de cuántas obras suyas, de esas más personales, nos hemos privado".
José Luis Cuerda era tan llano y directo en la vida como dirigiendo. En la línea de Berlanga, para él su función de director de actores acababa en el momento en el que elegía al que consideraba más adecuado para un papel. A partir de ahí —salvo casos de descarrío supremo— la pelota estaba en tu tejado. Y allí se quedaba hasta el último día de rodaje.
En su opinión, todo lo que necesitabas saber estaba ya en el guión. Cuando algún actor del método, torturado por la presión de la creación, le venía con preguntas demasiado profundas, José Luis solía recomendarle que se limitara a decir el texto. Mientras hacíamos Tiempo después, un compañero no acertó a coger la indirecta e insistía en interrogarle sobre la metafísica de su personaje. José Luis se giró hacia la script y, sin bajar el tono de voz, dijo:
- Qué pesado es este tío.
Era difícil no cogerle cariño. Lo conocí en un preestreno —aunque él no solía ir a ninguno— y me dijo que me preparara porque en breve íbamos a trabajar juntos. Para mí, amanecista de pro y admirador total de Total, aparecer en la última entrega de su tetralogía agrosurrealista era un regalo. Me fascinaba el Cuerda autor, el de ese mundo rural y absurdo tan personal en el que los aldeanos declaman citas eruditas, toda una vida de pareja se condensa en un paseo de tres minutos —maravillosa secuencia de Miguel Rellán y Enriqueta Carballeira— y Londres en 2598 parece una aldea manchega. De hecho, siempre pensé que si los Monty Python hubieran nacido en Albacete habrían llegado a propuestas escénicas muy parecidas.
Pero, mundano y frívolo como soy, también me interesaba mucho el Cuerda de Moros y cristianos, el programa de debates sensacionalista que presentaba Javier Sardá hace más de 20 años. En medio de demagogias, insultos e informaciones falsas soltadas con total impunidad, su voz hosca y rotunda pero certera destacaba nítida entre el piar de gallinero. Yo me quedaba embobado oyéndole replicar al doctor Cabeza o al Padre Apeles, ideológicamente opuestos y más que a menudo en posiciones rivales. A Cuerda le entusiasmaba argumentar. Durante una comida me senté junto a él para desenterrarle recuerdos de aquella experiencia, pero mis expectativas de morbo quedaron frustradas. “Detrás de las cámaras nos llevábamos muy bien”, me dijo. Yo buscaba escabrosidad, pero me dio un revés en toda la cara con esa nobleza tan campechana.
Le costó mucho levantar el que sería su último proyecto. Tiempo después era un guión escrito en los 90, pero, ante la falta de interés, lo convirtió en novela. No fue hasta que Edu Galán, Andreu Buenafuente, Berto Romero, Arturo Valls —y algún otro nombre que de seguro olvido— se interesaron por él que la película pudo ponerse en marcha. Ojalá no hubiera tenido problemas para desarrollar toda su imaginería a un ritmo estable; quién sabe de cuántas obras suyas, de esas más personales, nos hemos privado.
Soy de los que piensan que el cine no solo es una industria, hay películas imprescindibles que jamás se habrían hecho si hubieran sido filtradas exclusivamente por el tamiz de su rentabilidad. José Luis, cuánto te vamos a echar de menos. Gracias por tu legado y por tu voz. Tú disfruta de ese pueblo manchego celestial en el que a buen seguro estás, junto a Luis Ciges,
esperando, por supuesto, ¡el apocalipsis! ¡El apocalipsis!