'Blackface': por qué es ofensivo pintarse la cara de negro
La polémica por las fotos de Trudeau disfrazado y con la cara tiznada rescata una ofensa ante la que en Europa no hay una sensibilidad tan clara
España no es Canadá. Ni Estados Unidos. Cada cual tiene su historia, sus fantasmas y sus lastres, y eso hace que los motivos por los que nos ofendemos sean diferentes, como diferentes son los umbrales de ofensa. Lo ha dejado clara la polémica generada por la foto del primer ministro canadiense, Justin Trudeau, en la que en 2001 posaba disfrazado de Aladino y con la cara tiznada de negro (aunque el cuento viene de Persia). No sólo ha tenido que pedir disculpas por un gesto “racista”, sino que hasta se ha especulado con su dimisión.
“Pues no es tan grave”, “es una broma”, “qué especiales son en Norteamérica”, “otra victoria de los ofendiditos”, se lee al voleo en las redes sociales de nuestro país. Pero detrás hay una historia de opresión, de odio y de desprecio que hace imposible que en Washington o en Ottawa se entienda como algo superfluo.
Según informa la CNN, hace más de 200 años, a mediados del siglo XIX, que empezaron a usarse los disfraces de negro (la cara pintada, blackface), en espectáculos de juglares blancos que centraban sus teatros en la burla al diferente. Entonces, embadurnaban sus rostros con esmalte y corcho, se ponían ropa hecha trapos y sacaban de contexto todo: los acentos, las poses, los problemas de la comunidad afroamericana. Estampas que eran graciosas sólo para los blancos. Es el estereotipo, tan extendido en todo el mundo.
El Museo Nacional de Historia y Cultura Afroamericana Smithsonian (NMAAHC), citado por este medio, abunda que el primer juglar imitaba a esclavos africanos en las plantaciones del sur, y mostraba a los negros perezosos, ignorantes, cobardes o hipersexuales. La imagen distorsionada se ha repetido durante dos siglos: ojos exageradamente grandes, labios de gigante, manazas, dicción imposible, cero modales, serviles, torpes...
Presentar a los esclavos africanos como el blanco de los chistes desensibilizó a los estadounidenses blancos ante los horrores de la esclavitud. Las actuaciones también promovieron estereotipos degradantes de los negros que ayudaron a confirmar las nociones de superioridad de los blancos, dicen los expertos del museo. “Al distorsionar las características y la cultura de los afroamericanos, incluidos su apariencia, lenguaje, danza, comportamiento y carácter, los estadounidenses blancos pudieron codificar la blancura a través de las líneas geopolíticas y de clase como su antítesis”, añade el NMAAHC.
A diario
Ese esquema pasó más tarde al teatro formal y al cine. Imposible no acordarse de El cantor de jazz (1927), y su protagonista, el blanquísimo galán norteamericano Al Jolson. Tal éxito tenía esta figura (cómica, nunca dramática, nunca empática) que hasta hubo actores negros que tuvieron que pintarse la cara y marcar esos rasgos de disfraz para poder tener trabajo. Porque un negro como es un negro no era un negro como quería la industria. Se hizo algo cotidiano, diario, con toda la carga de profundidad que llevaba.
La excusa de que eran otros tiempos, que muchos están usando para defender a Trudeau, no es especialmente acertada. El cliché es viejo y contra él llevan muchas décadas luchando las organizaciones antiracistas y de defensa de los derechos civiles en toda América del Norte. Eso debe de saberlo el mandatario canadiense, que se muestra en público especialmente comprometido con los inmigrantes y refugiados (a los que ha abierto la puerta como pocos en Occidente, siendo el primero en acoger a 25.000 durante la crisis de 2015 y, ahora, con planes de atención a los que se topan con el no de EEUU). Por eso duele, aún hoy. Porque es ofensivo -él mismo ha usado la palabra “racista”-, al llevar a un estereotipo, y porque es innecesario -¿no le bastaba el disfraz, en una fiesta de Las mil y una noches?”.
En Europa, las cosas se han visto de otra manera, pero también están cambiando. Hay una corriente importante que defiende que se eviten este tipo de disfraces, por el pasado que arrastran. En España, por ejemplo, está muy asentado que se pinte la cara quien haga en la cabalgata de su pueblo de rey Baltasar, cada 6 de enero, pero desde hace años es más habitual aún que se busque a algún vecino negro para que se encargue del papel.
El colectivo Afroféminas denunció el caso concreto de las fiestas de Alcoy, donde hacen pasacalles unos 200 pajes negros. EsRacismo se sumó a la queja, diciendo que el hecho de no contar con personas negras “es un ejemplo más de cosificiación, humillación y despersonalización de personas afrodescendientes en España y tiene un trasfondo colonial”.
Sin llegar al nivel de EEUU o Canadá, este verano ha habido polémica por esto mismo en Italia, donde la aerolínea pública Alitalia se vio obligada a retirar en julio una campaña publicitaria en el que un actor con la cara pintada de negro fingía ser el expresidente estadounidense Barack Obama.
En Bélgica, el pasado marzo, se decidió que los miembros de la sociedad que desde 1876 recorren restaurantes de Bruselas en carnaval, pidiendo fondos para obras benéficas, dejarán de pintarse la cara de negro para maquillarse a partir de ahora con los colores de la bandera nacional y evitar malentendidos racistas. Son los conocidos como los noirauds.
En esta nación y en los Países Bajos es recurrente también que cada año haya polémica en la fiesta de San Nicolás (6 de diciembre), porque trae consigo a sus pajes negros, Zwarte Piet. El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos ha pedido a las autoridades que retiren esas figuras de cara pintada, “porque pueden suponer una representación del estereotipo del esclavo”. No está claro si el paje es un demonio vencido por el santo, un siervo morisco (San Nicolás viene de Alicante) o es sencillamente un deshollinador manchado. Pero el blackface está.