Bailar 'Despacito' salvará al sur de Europa de la marginación
Es viernes noche en una residencia estudiantil de Copenhague. Un grupo de Erasmus españoles, jaleados por sus homólogas italianas, secuestra a mano armada la playlist de música electrónica de la fiesta. Al punto comienzan a sonar los primeros acordes de Despacito.
Lo hacemos cada día sin pensarlo. Ladrillo a ladrillo españoles, griegos, portugueses, italianos e incluso franceses del sur construimos inconscientemente una contranarrativa para salvarnos de la condición de parias a la que el Norte nos relega.
En un mundo que se levanta cada mañana más economicista, el músculo económico del norte del continente hunde moralmente a los que desde la llegada de la crisis son sus alumnos díscolos. La prensa británica y continental nos llama PIGS —Portugal, Italia, Grecia y España por sus siglas en inglés—. Los 'cerdos'.
Durante la gestión de la crisis se culpabilizó a las naciones del Sur. Se nos dijo que el paro lastraba nuestras economías, así que tuvimos que flexibilizar el mercado laboral. Hecho. La deuda y el déficit desequilibraban nuestros presupuestos y había que reducir el gasto social. Hecho. La productividad era baja y debíamos aumentar las horas que trabajábamos. Hecho.
En un giro ¿inesperado? de los acontecimientos, los PIGS no nos convertimos en la California de Europa, sino que vimos los mercados laborales infestados por los contratos temporales; el empeoramiento de educación, sanidad y prestaciones sociales, y el aumento de la jornada hasta llegar al pódium europeo en la disciplina equivocada.
Aun así, el norte erre que erre con un discurso aprendido hace muchas décadas. Desde que la industrialización revolucionara Inglaterra, el Benelux o Alemania, se había dicho que los blancos nos dividíamos en nórdicos, alpinos y mediterráneos. Estos últimos —que según esta clasificación pueblan lo que hoy son los PIGS— somos una versión degradada de la raza, dado que nos hemos mezclado con los pueblos africanos. Prueba de ello es nuestra piel morena.
Hoy en día a casi nadie se le ocurre utilizar estos argumentos para sostener que somos vagos, pícaros, gañanes, y menos cívicos. Sin embargo, seguimos oyendo estas opiniones, especialmente en la ultraderecha continental que las emplea como argumento eurofóbico. Según ellos, hay que dejar de pagarnos la fiesta. ¿Cuál?
Esta narrativa nos condena a jugar un partido de un deporte que nosotros no inventamos. Poniéndonos metafísicos, podríamos terciar que los valores de la sociedad protestante anglo-germánica —que se han impuesto en el mundo durante la industrialización y globalización capitalistas— no se adaptan plenamente a la región mediterránea.
¿Qué hacer entonces? Como dice el dicho, "si no puedes vencerles únete a ellos". En los últimos años, la Europa mediterránea —tomándonos la libertad de incluir a Portugal en la etiqueta— se ha refugiado en su estilo de vida. El objetivo: recuperar el amor propio, perdido durante los años de austeridad servida en bandeja de plata por los gobiernos de Atenas, Lisboa, Madrid y Roma a Bruselas, Frankfurt y Berlín.
"Seremos pobres, pero felices". Así podría resumirse el lema de la Europa del sur. Qué duda cabe de que el Informe Mundial de la Felicidad nos miente al dar por ganadora del 2017 a Noruega. En la lista siguen Dinamarca, Islandia, Suiza, Finlandia y Países Bajos. Si son tan felices, ¿por qué se jubilan en el Algarve, la Riviera italiana o la Costa del Sol?
"Si es que están las calles llenas de gente", diría cualquier meridional preguntado al respecto. "Luego vas a Europa —nótese como el hablante emplea la denominación geográfica como si no englobara también su país— y te dan las seis de la tarde y está todo cerrado, no hay un alma".
La gastronomía también pesa en los corazones. No en vano la pizza italiana llega antes que la policía, los vascos y catalanes revolucionaron la alta cocina en el mundo y los griegos son el país con mayor consumo de aceite de oliva per cápita. Sí, todos hemos fruncido el ceño cuando al norte de los Pirineos, Alpes o Balcanes la única opción era freír con mantequilla... ¡con lo mala que es para el colesterol!
Por no mencionar las relaciones humanas. Nosotros nos abrazamos, nos besamos y nos tocamos cuando nos presentamos, hablamos, reencontramos, despedimos... Es decir, siempre más o menos. Una reunión familiar andaluza alrededor de unas copas de fino —sustitúyase la región y la bebida típica a voluntad— corre el riesgo de ser confundida por un finlandés con una pelea inminente.
"Debe ser por el sol", se dice en las tres penínsulas mediterráneas, medio en broma medio en serio, cuando se debate la especificidad sureña. Pero ojo, no nos pongamos esencialistas, y devolvamos al Norte el trato de inferioridad que durante la crisis nos ha dispensado. Igual que a nosotros no nos agrada ser tratados de perezosos, tampoco a ellos que pongamos los ojos en blanco cuando, en vez de pelearse por pagar la cuenta, cada uno abona la cantidad exacta consumida.
Al final, lo mejor sería que ellos nos enseñen a no llegar tarde, y nosotros a ellos el secreto de bailar moviendo las caderas con movimientos circulares en vez de en ángulos rectos. Podríamos empezar a practicar perreando a ritmo de Despacito de Algeciras a Estambul ¿no? Vamos, digo yo.
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