Así fue mi odisea para casarme con mi marido en prisión durante la pandemia
Nuestra cultura insiste en que los presidiarios son monstruos. Por eso es tan chocante que alguien se pueda casar con uno de ellos.
En enero de este año, imprimí el formulario de solicitud de matrimonio del Departamento de Instituciones Penitenciarias del Estado (DOC).
Como cualquier otro formulario, me pedía a mí, la “futura esposa”, que pusiera mi nombre completo y mi fecha de nacimiento. En la siguiente línea, en vez de mencionar al “futuro marido”, citaban textualmente: “Nombre del delincuente”. Y, en vez de su cumpleaños, tuve que escribir su número de presidiario, algo que ha acompañado a mi marido desde que lo encarcelaron por primera vez cuando tenía 12 años.
Yo solo quería casarme con el hombre más amable, creativo y cariñoso que conozco, que, además, lleva 17 años cumplidos de un total de 45 que marca la sentencia judicial. En vez de casarnos libremente como cualquier otra pareja, tenemos que pasar por toda esta burocracia.
El papeleo consistía en afirmar, formulario tras formulario, que sé que Chris está encarcelado, y en responder preguntas como: ”¿Cómo te sientes al casarte con un delincuente?”.
Llevo ya mucho tiempo trabajando en el caso de Chris y lo conozco como la palma de mi mano. He leído incluso su historial juvenil, que consta de 335 páginas. Más largo que la tesis que estoy escribiendo.
En nuestra sociedad, a las mujeres que nos casamos con presidiarios nos miran con una mezcla de curiosidad mórbida y repulsión. Refugiándose en el argumento de la “seguridad”, el sistema penitenciario nos recuerda constantemente que los prisioneros no son humanos, que no podemos quererlos, que no pertenecen a “nuestra” sociedad. Solo así se explica que en Estados Unidos haya 2,2 millones de personas en la cárcel.
Los medios y nuestra cultura insisten en que los presidiarios son monstruos. Por eso es tan chocante que alguien se pueda casar con uno de ellos. Porque esos monstruos a los que no se puede amar de repente sí son amados.
Así pues, para mantener la narrativa, las personas casadas con presidiarios pasamos a ser personas rotas y perturbadas. Consecuentemente, el formulario que hay que rellenar para casarse en estas circunstancias también pregunta si has sufrido abusos en algún momento de tu vida. Es un laberinto burocrático concebido para disuadir a todo el mundo de casarse con presidiarios.
Sin embargo, para disgusto de las autoridades presidiarias, el Tribunal Supremo garantiza el derecho al matrimonio incluso en prisión. De hecho, es uno de los pocos derechos que no pierden los presidiarios. En Estados Unidos, desde 1987, se considera un derecho fundamental por el bien de la salud emocional de los prisioneros y por el trasfondo religioso del matrimonio.
El coronavirus lo ha puesto todo patas arriba y los 2,2 millones de prisioneros de Estados Unidos no son una excepción. Los matrimonios se suelen oficiar durante las visitas. Ahora, desde mediados de marzo, las visitas se han suspendido de forma indefinida.
En junio, en el 53º aniversario del caso Loving vs. Virginia, que sentenció que “el matrimonio es uno de los derechos básicos del hombre” y que “es fundamental para nuestra supervivencia”, escribí una carta al DOC. Ya habían pasado seis meses desde que Chris y yo iniciamos los trámites para casarnos, y aunque las visitas seguían suspendidas, su prisión ya permitía la celebración de ceremonias religiosas y visitas legales. En esa carta, solicité que nos dejaran casarnos aunque fuera separados por una mampara de cristal en una cabina de visitas.
Luchar por el derecho a casarme puede parecerte frívolo en esta época tan dura, pero hay unos datos que me mantienen en vela por las noches: las personas encarceladas tienen un 550% más de probabilidades de contraer el coronavirus y un 300% más de probabilidades de fallecer por ello.
Si Chris enfermaba de gravedad y todavía no estábamos casados, no tendría ningún derecho legal de ir a verle. Si me hubiera pasado a mí, él no habría tenido derecho a ir a mi funeral.
Estoy segura de que hay muchas parejas en todo el país en la misma situación.
La respuesta que me llegó del DOC fue que, como en el estado de Washington no se permitían las bodas virtuales, solo podía esperar a que se reanudaran las visitas.
Entonces, Chris y yo nos pusimos en marcha para presionar al gobernador del estado para que legalizara las ceremonias de matrimonio virtuales, como Nueva York y California.
Un día que me tocaba hacer una presentación en mi curso de Sexo, Derechos y Poder, recibí un correo electrónico del asesor del gobernador diciéndome que el Tribunal Supremo de Washington había valorado mi petición y había decidido legalizar el matrimonio por videoconferencia. Por suerte, Washington ya tenía la infraestructura necesaria en sus prisiones para oficiar estas nuevas ceremonias.
Emocionada, me puse en contacto con el DOC y esgrimí la buena noticia. En cuestión de una hora, recibí dos mensajes: uno de ellos, del jefe del departamento diciéndome que parecía factible oficiar una boda por videoconferencia. El segundo, de una trabajadora varios rangos inferior diciéndome por teléfono que, por política del departamento, no podían permitir la grabación y retransmisión de la ceremonia, por lo que no podríamos casarnos por videoconferencia.
Cuando le pedí que me contara más sobre esa política, me preguntó con retintín: ”¿Por qué tanta prisa?”.
Preguntarle a alguien sobre sus motivos para casarse es como pedirle a una persona religiosa que demuestre que es suficientemente creyente como para asistir a una ceremonia religiosa, y eso es completamente ilegal. Irónicamente, esta mujer que está al mando de la programación familiar de la prisión ya se ha casado varias veces.
Cuando le pedí que nuestras conversaciones fueran por correo para que constaran por escrito, me escribió diciéndome: “Lamento que no haya querido seguir hablando por teléfono para contarme sus preocupaciones y poder hacerle preguntas al respecto. Por correo no podemos tratar este asunto”.
Y así de fácil es como una funcionaria puede negarse a tratar conmigo un determimado asunto para que no queden pruebas por escrito de sus abusos.
Los seres queridos de las personas que están en prisión acaban conociendo demasiado bien esta forma de acoso burocrático. Los trabajadores del DOC utilizan este enrevesado laberinto para torturar, sin demasiada supervisión, a las familias de las personas encarceladas.
Lo extraño de este acoso burocrático es que los administradores, creo, piensan que así nos están salvando a nosotras, las pobrecitas mujeres que nos queremos casar con hombres en prisión, para que no cometamos ese terrible error.
Quienes trabajan en el DOC a menudo tienen una perspectiva muy estrecha de lo que son los prisioneros. No son personas, sino la encarnación de sus peores errores, seres repulsivos. Al parecer, los trabajadores del DOC conocen a los prisioneros. Sus esposas, no.
Algunas personas dicen que no conoces a alguien hasta que visitáis juntos un supermercado abarrotado entre semana antes de cenar cuando ambos estáis hambrientos. O hasta que os toca fregar una pila de platos y cubiertos sucios cuando ambos estáis cansados. Quizás mucha gente pueda vivir esa experiencia. Aunque en realidad no me he visto en esa situación con Chris, a juzgar por el interés que pone en que su celda esté impecable, sospecho que es más limpio y apañado que yo. A cambio, yo he conocido su verdadero carácter cuando está sometido día tras día a un sistema penitenciario cuyo objetivo es hacerle pedazos.
Conozco su paciencia. Sé bien la entereza que tiene que mostrar con su nuevo vigilante cuando este le insiste que no le dará otro rollo de papel higiénico hasta que haya entregado el cartón gastado del anterior, como si tener dos rollos de papel higiénico en la celda fuese una amenaza para la seguridad.
Conozco su amabilidad en un espacio en el que a él se la niegan. Algunos de sus compañeros de celda me han contado historias de cómo Chris les apoyó y animó tras la muerte de algún familiar, y de cómo les abrazó en el pasillo pese a la norma que prohíbe el “contacto físico entre delincuentes”.
Conozco su vulnerabilidad, pese a que mostrármela supone un grado de fortaleza mental imposible. Cuando el dolor de no estar juntos es demasiado intenso y nos echamos a llorar por teléfono, él lo hace en cabinas de pago a pocos pasos de una multitud de presidiarios esperando su turno.
No necesito saber cómo reaccionaría Chris en una fila larga en el supermercado porque le veo soportando todos los días un estrés mucho mayor en prisión. Mi opinión es que no conoces realmente a una persona hasta que os toca soportar juntos unas normas punitivas arbitrarias e innecesarias y aun así encontráis la forma de alimentar vuestro amor. Lo conozco. Nos conocemos bien.
Tardé un mes más y una llamada a un senador del estado para que el DOC cediera y nos dejara casarnos. Al final, nos casamos el 18 de septiembre.
Pese a todo, lo conseguimos. Una de las claves de nuestro amor es que no dejamos que nadie nos diga a quién no podemos ni deberíamos amar.
Que Chris y yo nos queramos es un acto de rebeldía radical porque elimina la barrera entre el “nosotros” y el “ellos”. Por ese mismo motivo se mantuvieron durante tanto tiempo las leyes contra el matrimonio homosexual e interracial.
Si hay algo que he aprendido de todo esto es que el el amor puede atravesar muros de hormigón, alambres de púas y laberintos burocráticos kafkianos.
Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.