Arde el PP
Tic-tac-tic-tac... Empieza la cuenta atrás. Hagan apuestas. ¿Será gaviota, encina o charrán? El próximo sábado el PP ya habrá elegido sucesor de Mariano Rajoy. Y en los próximos días no habrá más cuestión, a excepción de la comparecencia del presidente del Gobierno en el Congreso para explicar, mes y medio después de haber sido investido, su proyecto político. Ya saben que Pedro Sánchez ha decidido que lo suyo es Europa, y que será allí donde encuentre su espacio ya que en el terreno doméstico, con 85 diputados, tiene poco margen más allá de lo gestual. Aunque sus ministros se hayan lanzado a anunciar proyectos como si no hubiera un mañana y tuvieran 190 escaños.
Pero hablábamos del PP y de los cinco días que aún le quedan para que los dos aspirantes al trono de Génova se destripen y se saquen los ojos. No hace falta ponerse en un atril y discutir con el rival para que el respetable perciba -que ya lo ha hecho- hasta dónde es capaz de llegar la derecha y ha llegado, después de criticar tanto y con tanta virulencia los procesos de democracia interna de sus adversarios políticos.
En esto no hay distingos. Arde el PP como ardió el PSOE antaño y no como consecuencia de ningún elemento exógeno. Ellos solos se bastan y se sobran para devorarse, que es en lo que andan entretenidas las candidaturas de Soraya Saénz de Santamaría y Pablo Casado sin necesidad de celebrar el debate que la primera rechaza y el segundo implora para marcar diferencias entre pasado y futuro.
Lo que los populares viven hoy es la misma guerra fratricida entre familias que vivieron los socialistas por el control orgánico del partido, las mismas insinuaciones, las mismas maniobras, las mismas denuncias, las mismas sospechas, los mismos temores, las mismas hipotecas...
Y lo que es peor, y sobre todo de más calado, es que como los socialistas ante sus últimos procesos de primarias, los del PP afrontan la misma división interna y tienen las mismas dudas sobre por dónde debe discurrir su proyecto después de que un partido de la nueva política le achicara su espacio electoral. Cambien Podemos por Ciudadanos y tendrán ante sí el verdadero problema de la derecha clásica: la disputa por la hegemonía de un mismo espectro político.
Si las primarias del PSOE las hubiera ganado hace un año Susana Díaz, hoy Pablo Iglesias no estaría en la cola de las encuestas ni en proceso de reordenar la brújula de la nueva izquierda. Por eso estos días Albert Rivera anda inquieto y rezando todo lo que sabe -si es que sabe algo más que avivar la llama de la confrontación con el independentismo- para que los delegados del PP elijan a Santamaría y no a Pablo Casado como próxima presidenta del partido.
Santamaría es al PP lo que Díaz fue al PSOE, con la salvedad de que la segunda en plena batalla interna mantenía el poder institucional de un Gobierno y la primera ha sido corresponsable de haberlo perdido aunque dé muestras de aún no haberse enterado. La ex vicetodo representa como nadie el estrepitoso fracaso de un "marianismo" al que la mitad de su propio partido acusó de haber abjurado de los principios clásicos de la derecha. Ella sostiene que la mayoría absoluta se perdió por la corrupción, pero sus detractores defienden que fue su propia gestión del desafío catalán lo que elevó hasta el podium de las encuestas a un Rivera que, antes de la moción de censura de Pedro Sánchez, ya se veía redecorando La Moncloa con la inestimable ayuda de un poder empresarial, financiero y editorial que pedía cambio, y no precisamente por la banda izquierda.
Si el PSOE votó en 2017 por el "no es no" y por un candidato que se presentó ante la militancia como garante de las esencias de la socialdemocracia frente a una dirigencia que entregó el poder a la derecha, hay un sector del PP que ve en Casado, y no en Santamaría, una oportunidad para resituar al PP ante una necesaria reconstrucción ideológica con la que recuperar el espacio arrebatado por Ciudadanos gracias a un discurso nacional y sin contemplaciones con el independentismo.
El joven Casado se presenta frente a Santamaría como el rostro sin hipotecas de una generación a la espera de su propia oportunidad, pero también es la esperanza para los nostálgicos de un "aznarismo" sin complejos y vilipendiado por el pragmatismo marianista. Su candidatura representa a ese sector del electorado en el que el PP ha perdido apoyos en favor de Ciudadanos y anhela una oportunidad para reconciliarse con el que fue siempre su referente ideológico.
Así las cosas, quienes votan el sábado eligen entre algo más que dos candidatos. Lo que está en juego es un duelo entre el tardomarianismo o el posmarianismo. Dicho de otro modo: entre la prolongación de un ciclo agonizante o la recuperación de las señas de identidad que una derecha sociológica con nostalgia de lo que representó, antes de la maldición de la boda de El Escorial, el "aznarismo".
Gane quien gane, en todo caso, la guerra no habrá hecho más que empezar. Si el PP piensa que tras su traumática salida exprés del Gobierno, le bastará con elegir nuevo presidente en un congreso de dos días para borrar el recuerdo de su corrupción estructural y recuperar la confianza perdida, se equivocará. De momento, ya ha comprobado en carne propia que las primarias no son sólo un entretenimiento de la dividida izquierda para repartirse las migajas del poder, sino que las luchas intestinas son el pan nuestro de cada día en las formaciones políticas donde las decisiones no se toman bajo el principio del "ordeno y mando". Bienvenidos a la democracia interna.
Después de votar, les quedará reorientar la brújula ideológica con la que recuperar la confianza perdida. Al PSOE le llevó siete años, tres congresos, dos secretarios generales, un par de primarias... y una moción de censura. Travesía del desierto, lo llaman.