Apología de la cara
Celebremos también que desde ayer empezamos a volver a vivir en una sociedad de caras.
Somos nuestra cara. Vemos caras por todas partes, incluso donde no las hay. Vemos caras en las nubes, en las siluetas de las montañas. Las caras son una de las alucinaciones visuales más habituales. Enfrentados a las manchas de Rorschach, la mayoría de las personas vemos caras. Llevamos en la cartera fotos de las caras de las personas que amamos, y se las enseñamos a nuestros amigos: “mira, es Anita”. Ellos ven una cara. Nosotros vemos a nuestra hija. Empatizamos con los animales. ¿Con todos? No, únicamente con los que tienen cara. Tenemos una memoria prodigiosa para las caras: a pesar de su parecido básico, podemos distinguir y poner nombre a miles de caras, podemos saber si hemos visto alguna vez en nuestra vida una cara entre decenas de miles, podemos reconocer una cara décadas después de haberla visto por última vez.
La cara es la condición de posibilidad de muchas de nuestras emociones. Sentimos vergüenza porque tenemos cara, y casi podríamos tocar físicamente el yo en la cara cuando nos ruborizamos. “No le pongo cara”, decimos para indicar que no estamos seguros de conocer a alguien. Cuando decidimos comprometernos ante los demás, damos la cara. Cuando criticamos algo que ha hecho alguien, se lo echamos en cara. Cuando atacamos a alguien, le partimos la cara. Todas las culturas prohíben que puedan mostrarse en público ciertas partes del cuerpo, pero si esa parte del cuerpo es la cara entonces nos hallamos ante una intolerable violación de los derechos humanos, porque se está vetando a la persona total. Los animales tienen más rasgos faciales cuanto más compleja y flexible es su vida social. Tenemos cara para los demás, y los demás tienen cara para nosotros.
La propia etimología lo indica claramente. “Persona” proviene de la palabra que nombraba la máscara que cubría el rostro del actor en el teatro clásico. A veces, más por motivos poéticos que de rigor lingüístico, se ha querido relacionar “persona” con “per sonare”, en alusión al embudo a la altura de la boca que llevaba incorporada la máscara y que permitía proyectar la voz del actor hasta las últimas filas del teatro. La persona es el héroe, la reina, el traidor, la pitonisa que transmitía la sentencia del oráculo, y viene definida por la (más)cara que se exhibe ante los demás. La persona es el personaje, y el personaje es ante todo su cara. Tras más de cuatrocientos días en donde no estuvo permitido, desde ayer sábado ya no es obligatorio que una mascarilla tape nuestra máscara cada vez que nos presentamos en público.
Es el lugar de los besos y el lugar de los virus. El cuerpo no es más que el apéndice inferior de la cara. Mantengamos toda la prudencia del mundo, observemos un cuidado escrupuloso para guardar las distancias de seguridad y volvamos a la mascarilla al primer indicio de que no se puedan garantizar. Pero celebremos también que desde ayer empezamos a volver a vivir en una sociedad de caras. Obviamente no es lo más importante que nos ha arrebatado la pandemia, pero tampoco ha sido banal que durante más de un año hayamos dejado de estar rodeados de caras, de caras que vienen y van a nuestro alrededor, que chequeamos automáticamente a razón de miles al día sin ni siquiera notar que lo estamos haciendo. Se ha requerido de esta catástrofe para descubrir lo mucho que necesitamos los humanos ver dos puntitos arriba, un puntito en el centro y una línea horizontal abajo.