Alguien voló sobre el nido de Waterloo
Los tiempos cambian y con ellos los trastornos y las obsesiones. Del Quijote es aquella divertida anécdota del interno de la "casa de locos" de Sevilla que logró convencer al capellán de que él no estaba loco, ni mucho menos, pero, unos momentos antes de salir libre, ante la furia envidiosa de otro interno que, creyéndose Júpiter amenazó con no permitir que lloviera en Sevilla durante muchos años, se giró al capellán y le dijo: "No tenga vuesa merced pena, señor mío, ni haga caso de lo que este loco ha dicho, que si él es Júpiter y no quisiere llover, yo, que soy Neptuno, el padre y el dios de las aguas, lloveré todas las veces que se me antojare y fuere menester".
Sin embargo, ya Júpiter y Neptuno son agua pasada, y quien tomó su relevo en el imaginario popular fue la figura de cierto corso pequeñín que llegó a ser emperador grande, hasta que su buena estrella, que comenzaría a titilar perezosa en Madrid, se le acabó de apagar en Waterloo: desde entonces todos los locos de signo imperial se creen Napoleón.
Éramos pocos y parió la ciencia. Ahora está tomando fuerza la teoría de que el universo se expande y luego se contrae, y se vuelve a expandir, y se vuelve a contraer, en un ciclo sin fin. El regreso del Eterno Retorno: todo lo que ahora está pasando, ya ha pasado antes infinitas veces. Pero también todo ha pasado infinitas veces de maneras muy distintas. Ahí está la gracia: en una infinidad de universos anteriores al nuestro, Pedro Sánchez no cambió el colchón de Rajoy, pero a nosotros nos ha tocado vivir en el que dice que sí. Y también ha habido infinitos universos en que Podemos ahora no se está rompiendo en mil pedazos, y a nosotros nos tocó en el que sí. Nunca se sabe. Tampoco creo que a nadie siempre le toque el bombón sin licor, pero sin duda sí habrá unos universos más locos que otros. El problema es que, desde dentro, nosotros no podemos saber cuál nos ha tocado. Sólo un dios, desde fuera, podría averiguarlo: ¿es este un universo donde quien se cree Napoleón dirigiendo un Imperio está bien atendido y resguardado en la correspondiente institución médica, o en cambio es uno donde un personaje así se pasea libre y rico por Waterloo y, en la distancia, gobierna una república que no existe?
Yo escucho la palabra posteridad y enseguida me sonrojo. El que la hace la paga, y nosotros también juzgamos a nuestros antepasados. ¿Cómo es que la gente votó por liberar a Barrabás y no a Jesús? ¿Cómo es que en Roma no ingresaron a Calígula cuando quiso nombrar cónsul a su caballo? ¿Cómo es que la capital de España la pusieron en Madrid y no en Gerona? Así también nos cuestionarán a nosotros en el futuro. ¿De verdad nadie se dio cuenta de que eso no era más que la revolución de las trescientas familias y de los ocho apellidos catalanes? ¿De verdad Ada Colau fue alcaldesa de Barcelona? ¿De verdad que a Puigdemont no le notaron sus rarezas? "Si no notaron nada en sus continuos dislates y exabruptos, ¿tampoco en su risa errática, tampoco en el extravío de su mirada?" De seguro también se fijarán en los abogados del diálogo. "¿Estaban todos locos? ¿Cómo fue posible que, luego de todas las lecciones del nacionalismo en el siglo XX, todavía en el XXI los líderes identitarios de la rica Cataluña fueran tomados en serio cediendo tantísimas veces a sus chantajes?".
Ante los Napoleones del mundo siempre ha habido dos alternativas: o seguirles la corriente, o frenarlos en seco desde un principio. Lo primero no tiene sentido: el loco no se cansa y, si para que no moleste tanto, le das un poco de cuerda, luego le darás otro poco, y otro poco, y así y así hasta que al final el loco se queda con el rollo entero. Sin embargo, hay una alternativa que es todavía peor: la de intentar llegar a acuerdos formales con todo un waterloosiano de pro. Eso tendría el mismo sentido que, a alguien que se cree Napoleón, en lugar de hacerle ver que no lo es, decirle "terceristamente" que tal vez no sea el emperador, pero que sí que es el mariscal Bernadotte... Aquí se requiere una terapia de choque. "No, Pedro, el avión no es tuyo". "No, Pablo, Galapagar no es Versalles". "No, Oriol, tú no amas a España". "No, Carles, ni idiota ni no idiota, pero la república no existe".
A mí, en todo caso, me gustaría que este fuera uno de los universos donde a los políticos napoleónicos se les pudiera derribar, si no con la política y la ley, al menos con la sátira y el humor. Un universo donde se censurase al que comete el disparate y no al que se burla. De lo contrario, no nos quedaría más remedio que encomendarnos a la inocencia de un niño como el del cuento de Andersen, pero en vez de trajes y desnudeces, que dijera: "El emperador está loco y su república no existe".
Eso debería bastar para que todo este disparate se viniera abajo en medio de las carcajadas de todos los ciudadanos. Y los que no se rían —los que ya hayan perdido esa capacidad con tanta bandera, himnos y antorchas— mejor que se fueran volando, en el avión de Pedro, para Waterloo.