Actos de justicia
Todavía estamos a tiempo de rebelarnos, aunque solo sea una vez, contra nuestro egoísmo.
¡Qué difícil es no recordar a Borges!
Aún acecha a la vuelta de cada esquina, en el envés de las noticias que escucho con miedo, en los encuentros casuales y en los ratos perdidos en que las ollas suspiran o los caballos tiemblan en los cajones.
Ayer mismo se me vino a la cabeza el final de Avelino Arredondo, uno de los cuentos en los que renunció a su mundo de espejos, tigres, laberintos y libros reales y apócrifos a un tiempo, para ser cronista de los arrabales, de Montevideo en este caso (siempre he sospechado que Borges ansiaba la literatura bronca de los galpones y los cuchillos; que Babel y las Sagas eran maldiciones de las que no podía escapar):
“Rompí con los amigos y con la novia, para no complicarlos; no miré los diarios para que no puedan decir que me han incitado. Este acto de justicia me pertenece. Ahora, que me juzguen.”
Así habló Arredondo tras matar al presidente Idiarte, en cuyo partido militaba el homicida.
Ha sido la periodista rusa Marina Ovsyannikova la que, con su acción, ha traído al frente tales palabras. La imprudente Marina irrumpió en el informativo de una cadena de televisión rusa enarbolando un cartel en el que podía leerse lo siguiente:
“No a la guerra. Detengamos la guerra. No os creáis la propaganda. Os están mintiendo. Rusos contra la guerra”.
Y digo imprudente porque ya sabemos, y ella mejor que nadie, cómo se las gasta el gobierno ruso con los periodistas incómodos, a los que lo mismo les cae una condena desmedida que una bala perdida o un terrón de polonio en el café (desde luego, nadie como Putin para reciclar residuos radiactivos).
Tan poca fe tenía la joven en lo que pudiera ocurrirle que dejó grabado un vídeo en el que exponía sus razones para transgredir la ley (reconozco que esta nota la ha escrito Marina casi por completo):
“Lo que está pasando en Ucrania es un crimen y Rusia es el agresor. La responsabilidad de esta agresión cae sobre un hombre: Putin. Mi padre es ucraniano, mi madre es rusa, y nunca fueron enemigos”.
“Desafortunadamente, durante los últimos años he estado trabajando para Channel One. He estado haciendo propaganda del Kremlin y estoy muy avergonzada de eso. Dejé que la gente mintiera desde las pantallas de televisión y permití que el pueblo ruso fuera zombificado.”
La periodista volvió a ser vista en el tribunal, en el juicio en el que se le imponía una pena de multa. Probablemente, la difusión mundial de las imágenes, la claridad de sus argumentos y la obscenidad que supondría un castigo mayor la hayan salvado en esta ocasión. Pero el amigo Vladimir es paciente, y sabe que, tarde o temprano, el aluvión de noticias enterrará a Marina Ovsyannikova en la fosa común de los acontecimientos olvidables. Y entonces no faltarán probos funcionarios que le expliquen los inconvenientes de no obedecer las instrucciones que la superioridad imparte.
Ella ha sido capaz de sobreponerse al miedo y a la corrupción moral que supone la obediencia debida. A nosotros nos corresponde mantenerla con vida a fuerza de tenerla presente.
Pero ese acto de justicia, de ética, de valentía, le pertenece solo a ella.
Nuestras voces en la comodidad de la barra de un bar o de una tertulia televisiva, deberían aplacarse como homenaje a la periodista.
Y a Yelena Osipova, anciana superviviente de la Shoah, detenida en Moscú por manifestarse, en solitario, contra la invasión de Ucrania.
Todavía estamos a tiempo de rebelarnos, aunque solo sea una vez, contra nuestro egoísmo.
Para ellas dos recordó Borges aquel momento de la vida de Tadeo Isidoro Cruz, sargento de la milicia rural que, al ver la bravura con que se defendía el prófugo al que debía detener, “gritó que no iba a consentir el delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra los soldados, junto al desertor Martín Fierro.”
Y es que Borges también fue cobarde. A ninguno se nos olvida.
Y él no hubiera querido que lo olvidáramos.