A propósito de la inmersión. Alguien debería haberlo dicho ya
Lo que debería explicarse de una vez es la falacia que la enseñanza en Cataluña se hace únicamente en catalán.
Una vez más hay una ofensiva contra la inmersión lingüística, una propuesta de 1983-84 procedente de la izquierda y que tuvimos la suerte de que Jordi Pujol no se cargara. La idea de la inmersión no nació en Sarrià, Pedralbes o en alguna aldea de la Cataluña profunda sino en diecinueve escuelas públicas de Santa Coloma de Gramenet, la séptima ciudad más poblada del área metropolitana de Barcelona. Una población con un tanto por ciento elevadísimo de inmigración que optó por conocer y disfrutar las dos lenguas, tanto para no perder oportunidades (ofrecer —en un acto de igualdad— los mismos recursos lingüísticos a toda la población) como de compromiso con la lengua y la realidad del lugar al que habían ido a vivir.
Como los frutos de la inmersión están más que comprobados y los resultados académicos la avalan, no voy a extenderme más en su bondad.
Lo que debería explicarse de una vez es la falacia que la enseñanza en Cataluña se hace únicamente en catalán con la única excepción de la enseñanza de la lengua y literatura castellana. Pensar eso es no tener idea de lo que se cuece en un centro de enseñanza, especialmente en secundaria. Pensarlo es no hacerse cargo de la situación del catalán, de su uso, en que habla y se relaciona el profesorado.
Hablo sobre todo de lo que ocurre en la ESO y el bachillerato. Además de profesora de lengua y literatura, fui coordinadora lingüística bastantes años y en diferentes institutos, y te las veías y deseabas para que se hicieran en catalán un mínimo de clases. Nunca y en ningún centro se impartía sólo el castellano en castellano. Pondré uno de los ejemplos más amables de los muchos factores que intervienen en ello. Conozco a una profesora de matemáticas de la Ribera del Duero que no es que tenga un buen nivel de castellano, no, es que dice cosas tan maravillosas como «se puso tan orondo» o «se quedó dormida como un cesto»; de natural, tímida y perfeccionista, le cuesta mucho arrancar a hablar en catalán aunque tiene todos los títulos exigibles, aunque los apuntes y exámenes los hace en un catalán correctísimo y, por supuesto, el alumnado le habla y escribe en la lengua que quiere. Luego hay quien no quiere dar clases en catalán, quien lo desconoce y un largo etc. de circunstancias.
(Incidentalmente, y por críticas que me pueda costar, diré que la opción de la profesora de matemáticas me parece razonable y que el alumnado aprenderá más castellano que catalán aprendería por mucho que diera las clases en él. No todo el mundo es Agota Kristof.)
Uno de los mayores problemas del catalán es el bajo nivel de buena parte de hablantes y la aceptación de ese déficit. Se podría pensar que como es una lengua institucional es una lengua valorada y prestigiosa pero curiosamente no es así; una cosa no conlleva la otra. Me lo hace afirmar las muchas pizarras de la clase anterior que llegué a ver; se te caía la cara de vergüenza al ver el catalán lleno de errores garrafales de una parte de la gente que impartía clases en catalán. Más que currículum oculto era un currículo transparente, las pizarras proclamaban que no saber catalán, no saber escribirlo, no era ningún problema: si el profesorado lo hacía así... Ese es uno de los problemas más grandes del catalán y su supervivencia.
Esto explica que, por ejemplo, en las cadenas de radio que emiten en catalán y en castellano, deba haber correctora de catalán pero no de castellano. Por el poco nivel de catalán. Si alguien no tuviera un buen nivel de castellano simplemente se le despediría, puesto que es un requisito básico y punto. En realidad, nadie que fuera periodista, que se ganara la vida con la lengua, se atrevería a tener un nivel de castellano bajo, le caería la cara de vergüenza. Por otra parte, qué escándalo organizaría el españolismo si alguien perdiera su trabajo por no saber catalán.
Porque en paralelo, el Estado español no se queda atrás sino que es líder respecto a los ataques frontales del poder judicial a todo aquello que no es de derechas o de extrema derecha (se da en buena parte del mundo: Polonia, Hungría, Brasil, EE.UU....). Si en un primer momento hubo una judicialización del Estatut del 2006, con nefastos y aviesos resultados (con episodios tan crueles como, por ejemplo, la recusación de Pablo Pérez-Tremps), la lengua también recibe de lo lindo.
Los tribunales deberían limitarse a garantizar el conocimiento de ambas lenguas pero no tienen criterio para imponer un tanto por ciento u otro. El exconseller Josep Bargalló, ¡de ERC!, dijo en más de una ocasión que las lenguas deberían modularse teniendo en cuenta el contexto concreto. Ya hay una demanda en los tribunales para que un 50% de las clases se impartan en castellano. ¿Qué sentenciarán?
Luego están los delirios: cualquier persona que haya vivido un patio de instituto o escuela sabe que no se persigue al alumnado por la lengua que usa o se le conmina a usar otra. Pero estamos en un país, y vuelvo a la profesora de matemáticas, en la que ocurren cosas peregrinas. La profesora acudió a una boda en su tierra, y en su mesa tuvo la suerte de coincidir con un comensal que afirmó que sabía de buena tinta que en Cataluña se obligaba a todo el profesorado a dar las clases en catalán. Cuando la profesora expuso su modesto caso como ejemplo, el interfecto de malos modos peroró que a quién debía creerse, si a ella, o al ABC. Para él no había color. ¿Qué era una experiencia real frente a un medio tan ponderado como el citado diario?
A todo esto hay que sumarle la perniciosa y perversa idea de que si alguien que no eres tú aspira a un derecho que tú tienes, ello rebaja tu derecho. El caso paradigmático es el del derecho a voto. Cuando se estableció el voto femenino, hubo hombres (muchos) que lo interpretaron como una pérdida de «sus» derechos. En el Estado español, desde 1986, en un acto continuado de mala voluntad, los gobiernos centrales, incluidos los socialistas, incluso el actual, que tiene la caradura de decir que es el más progresista de la historia, se niega a solicitar (es quien detenta la potestad) que el catalán sea lengua oficial de la Unión Europea (con los beneficios que ello comportaría para la población catalanohablante). Se da la paradoja de que el gaélico irlandés (85.000 hablantes) lo es, Irlanda lo solicitó recientemente, y el catalán (más de 10.000.000 hablantes), no. El gobierno central no contribuye a prestigiar el catalán ni a hacerlo útil y renuncia a una evidente riqueza y valor. Lo trata como si fuera una lengua extranjera, algo no suyo. Hasta aquí llega la malevolencia y la estupidez.