A la altura del betún
Durante siglos se usaron las más variadas sustancias para encerar el calzado y, con ello incrementar su longevidad.
La primera fotografía de la historia de un profesional en el ejercicio de sus funciones no fue la de un pintor, la de un ministro o la de un militar, fue la de un humilde limpiabotas. Es más, fue la primera fotografía en la que se veía a un ser humano, concretamente aparecían dos, un limpiabotas y su anónimo cliente.
La ausencia de otras personas no fue premeditada, se debió al enorme tiempo de exposición que requería la precaria tecnología de la época, obligaba a que la exposición fuese superior a los diez minutos. Cuando se terminó de tomar aquella “instantánea” el resto de los viandantes simplemente se habían marchado.
La verdad es que Louis Daguerre, que así es como se llamaba el fotógrafo, tomó aquella imagen –o daguerrotipo- no con la intención de captar al ser humano, sino para inmortalizar una de las calles de la capital gala.
Si ahora fuésemos a la ciudad del amor pertrechados con nuestras cámaras en ristre nos costaría captar a un lustrador de zapatos haciendo su trabajo, y es que esta profesión se han convertido en una rara avis en la mayoría de las ciudades europeas.
El betún, las tapas protectoras para los calcetines, los cepillos, la goma de tragacanto y los llamados “dandi”, que no eran otra cosa que una mezcla de agua y tinte en una proporción que nadie daba a conocer, son cosa del pasado, son simple y llanamente un anacronismo.
En cuanto a su forma de trabajar era todo un arte, había quien quitaba los cordones, otros que usaban pastas anti-cortes, otro que preferían los cepillos de pelo de caballo… se podría decir que no había dos limpiabotas iguales.
Los lustradores de zapatos fueron durante mucho tiempo una verdadera legión en la mayoría de las grandes ciudades y a ellos debemos la fragancia química que reinaba en muchas calles.
La Historia nos cuenta que nos tenemos que remontar hasta la Revolución Francesa para asistir al momento preciso en el que se creó la fórmula a partir de la cual se elaboró la primera crema o pomada con la que limpiar y engrasar el calzado y que, con el tiempo, se acabaría denominando betún.
Durante siglos se usaron las más variadas sustancias para encerar el calzado y, con ello incrementar su longevidad. Al principio eran exclusivamente productos naturales, como el sebo o la cera, pero a comienzos del siglo veinte se añadieron otros productos sintéticos, entre ellos la nafta –el éter de petróleo-, la goma arábiga o la trementina.
Probablemente el limpiabotas más famoso de todos los tiempos fue el escritor Charles Dickens (1812-1870) que con tan sólo doce años ya trabajaba en el almacén de una fábrica de betunes de Warren.
Por ese motivo no debe extrañarnos lo más mínimo que esta profesión se acabase asomando, de una forma u otra, a muchas de sus historias. Desde “Los papeles póstumos del club Pickwick” hasta “El misterio de Edwin Drood”.
Seguramente si Dickens pudiese mirar por un agujerillo a las calles aledañas del río Támesis se moriría del susto al no encontrar a ningún lustrador de zapatos. La verdad es que el Londres decimonónico no nada recuerda en nada al actual.
En aquel momento la ciudad, a pesar de ser la más grande del mundo, de ser la médula del universo financiero y el epicentro de la revolución industrial, era un océano de miasmas. En sus calles las enfermedades infecciosas acampaban a sus anchas.
Para muestra un botón. Dickens sobrevivió a cuatro epidemias de cólera, a varios brotes de tifus, de fiebre tifoideas, de viruelas y de disentería. Una amalgama de enfermedades a las que se las conocía simplemente como fiebres.