20-N: Democracia frente a nostalgia
Confiábamos en la mayoría del pueblo español y por suerte no nos equivocamos.
Se cumplen cuarenta y cinco años de aquellos momentos en los que moría el dictador y Arias Navarro pronunciaba la frase: “Españoles, Franco ha muerto”.
Siempre me ha llamado la atención la celebración del 20 de noviembre por parte de la extrema derecha, cuando los que lo celebramos entonces, no sin inquietud sobre el futuro, éramos los contrarios a la dictadura y los que estábamos a favor de la recuperación de la democracia. Mi recuerdo de aquellas noches de noviembre son las botellas de cava que rebosaban en los cubos de la basura de las calles de la ciudad, en abierto contraste con la declaración de luto oficial. Las lágrimas y la alegría cambiaron de bando.
La larga agonía, el parte médico habitual y la voz llorosa de Arias Navarro fueron el colofón simbólico de un régimen decrépito y ahogado en sangre que no dejó de torturar y matar hasta el último aliento. Ni siquiera el franquismo ya sin Franco fue una dictablanda. Dictadura de principio a fin.
Muchos estábamos seguros de que precisamente ese esperpento de la muerte de Franco en la cama era lo que auguraba el ineludible parto, no sin el dolor y la muerte de jóvenes antifranquistas en las calles y plazas, ni sin concesiones en la negociación de los despachos de las instituciones, de la difícil transición a la democracia.
Confiábamos en la mayoría del pueblo español y por suerte no nos equivocamos.
Luego, la fecha del 20 de noviembre se ha ido trasmutando con el tiempo en una celebración de los nostálgicos del franquismo cada año más minoritaria, hasta convertirse en un desfile estrafalario y cutre al mausoleo del dictador, lo que da cuenta del carácter marginal de los nostálgicos. Ha sido por tanto motivo de rechazo, sobre todo por la tragedia de un país encarcelado durante cuatro décadas que ellos evocaban como victoria, y porque a estas alturas del siglo XXI se siguiera permitiendo hacer ostentación de los símbolos nazifascistas que causaron un periodo de tanto dolor y muerte en España y en Europa, aunque la inmensa mayoría de la ciudadanía lo ha vivido con indiferencia y cierto alivio por su carácter totalmente residual.
Estos últimos años todo esto cambió para mal. La extrema derecha española se ha subido al carro de la indignación y el populismo, para capitalizar la ira, defender un autoritarismo neoliberal y recuperar la nostalgia franquista, convirtiéndose en la tercera fuerza política del Parlamento. Su relato pretende reescribir la historia de la responsabilidad de la Segunda República en la guerra civil e incluso reivindicar sin vergüenza la misma Constitución que en su momento rechazaron, y de la que hoy no reconocen más que un espectro irreconocible como una suerte de restauración monárquica revisada: un Estado unitario, una monarquía absoluta y una justicia real por encima del resto de los poderes democráticos. Todo ello, en las antípodas del contenido de la Constitución.
Sin embargo, en este año 2020 estamos de enhorabuena por los fracasos de la extrema derecha, dentro de España por la frustrada moción de censura, con la que pretendía hegemonizar a la derecha, y de la que salieron trasquilados, así como en la pérdida de su principal referencia internacional con la derrota de Donald Trump, su comandante en jefe. Todavía hoy ni el uno y ni los otros han reconocido públicamente la derrota electoral del magnate. La teoría de la conspiración sirve para todo.
También en el último año, la exhumación de los restos de Franco del Valle de los Caídos y la reciente sentencia sobre la propiedad del Pazo de Meirás han significado avances importantes en la retirada de símbolos de enaltecimiento de la dictadura, así como en la restitución del expolio franquista del patrimonio público, como una parte de la aplicación de la ley de memoria histórica, ahora en proceso de reforma para incorporar aspectos que estaban pendientes como la anulación de las sentencias franquistas o la garantía pública de las exhumaciones... entre otras.
Este cuarenta y cinco aniversario se produce en el contexto de la incertidumbre de la pandemia de la covid-19 y del primer Gobierno de coalición de izquierdas de la democracia, pero también de la marcha del rey emérito y la continua catarata de informaciones sobre su aprovechamiento del cargo para supuestos negocios y enriquecimiento ilícito.
Con la caída del mito del rey como gran hacedor, el relato épico, ético e incluso estético de la Transición y de la democracia ha sufrido un serio quebranto en la opinión publica, en especial de las generaciones más jóvenes, sobre todo después de que al santoral de la hagiografía oficial le sucediera en un movimiento pendular, como consecuencia de la indignación de la crisis financiera, el falso relato populista de una ruptura traicionada y una Constitución poco menos que otorgada.
Por eso es tan importante la política de memoria histórica. No para imponer un solo relato democrático ni mucho menos con la expectativa vana de que éste sea compartido en un país tan polarizado, sino para que entren en él la historia real y el relato de los olvidados, hasta ahora marginados de la memoria oficial. Tanto de los resistentes a la dictadura franquista como de los luchadores comprometidos con la transición democrática que firman el corazón y las bases épicas y éticas de nuestra democracia. Una memoria plural en la que conviven las coincidencias y las divergencias. Un relato democrático que además no es impostado, porque coincide con la historia.
Por otra parte, hemos experimentado que nombres comunes en esta pandemia, como son el estado de alarma, el confinamiento o el toque de queda, que remiten a la guerra, a la vulneración de derechos de la dictadura y que tienen un sentido contrario en democracia, hayan sido empleados con un hondo calado de compromiso de ciudadanía y con la salud pública. Con ello, ha fracasado también el intento de manipulación por parte de la extrema derecha para asimilar el Gobierno de las izquierdas y sus medidas de emergencia frente a la pandemia con las medidas de excepción de la dictadura y sus crímenes. Una burda manipulación que no se asemeja en absoluto con la realidad.
Porque las libertades políticas y los derechos civiles y sociales conquistados no se resumen en la caricatura de la libertad de consumir una caña en una terraza.
En definitiva, y salvando el tiempo transcurrido y las distancias entre el final de la dictadura y la pandemia, el clima de incertidumbre y esperanza democrática de entonces coincide con el clima de incertidumbre y de esperanza de hoy en la pandemia. También el dolor por las consecuencias de la dictadura con el impacto de la enfermedad, la inseguridad y las secuelas económicas y sociales, así como la esperanza y el compromiso de la Transición con la expectativa y la corresponsabilidad para la contención de la pandemia y la recuperación de la economía y el empleo.
El Gobierno ha podido comprobar, por último, que las líneas rojas contra la extrema derecha están no solo en los argumentos y en la emoción de los demócratas, sino sobre todo en el desarrollo de un nuevo contrato social y en la lucha contra la corrupción que reduzcan el caldo de cultivo del malestar social y la desconfianza política.
Esta vez, en el nuevo aniversario, en las antípodas del desfile la los heraldos de la nostalgia a Mingorrubio, algunos volveremos a celebrar la democracia en la intimidad de nuestros hogares, pero no por imposición de la autoridad como hace cuarenta y cinco años, sino por convicción y compromiso en la defensa de la salud pública.
Porque la libertad no se resume en una cerveza en las terrazas.