Que el ruido no apague las ideas
La libertad de expresión no garantiza por sí sola la calidad del debate, como bien sabemos en España. En estos meses turbulentos cada acontecimiento, cada declaración, cada frase discordante -da igual con quién- son respondidos por un coro vociferante y agrio que ahoga cualquier atisbo de idea en un ruido ensordecedor y estéril.
Son solo una pequeña muestra de los tuits que Yoani Sánchez, la famosa bloguera cubana, ha estado escribiendo desde que llegó a Brasil el lunes pasado, gracias a su recién estrenada posibilidad de salir de la isla. Fascina seguir, segundo a segundo, el descubrimiento físico y material de la libertad de expresión por parte de una persona que ha hecho de la disidencia contra un régimen opresor su modo de vida. Acostumbrados a decir lo que queremos, donde queremos, cuesta imaginar lo que sería vivir, o volver a vivir, en un silencio obligatorio.
Pero lo que la libertad de expresión no garantiza por sí sola es la calidad del debate, como bien sabemos en España. En estos meses turbulentos cada acontecimiento, cada declaración, cada frase discordante -da igual con quién- son respondidos por un coro vociferante y agrio que ahoga cualquier atisbo de idea en un ruido ensordecedor y estéril. Porque la polarización y la simplificación ligada a un ideario están impidiendo una conversación medianamente inteligente entre los políticos y los ciudadanos, ayudados, claro, por unos medios que forman parte del circo.
Fíjense en tres momentos emblemáticos de los últimos días: la entrega de los Goya, las declaraciones de Beatriz Talegón o la intervención de Ada Colau en la Comisión de Economía del Congreso. Independientemente de que se esté de acuerdo o no con todas o algunas de sus afirmaciones, la furia de los vigilantes de la verdad absoluta se les ha echado encima implacablemente, buscando los recursos más torticeros y distorsionando hasta el ridículo cualquier posibilidad de reflexión seria sobre sus palabras.
Por la parte que me toca, me preocupa especialmente el papel de los medios. Sumergidos en una profunda crisis existencial se han convertido -al menos así los perciben muchos ciudadanos- en meros y previsibles amplificadores de una ideología determinada. Los intereses empresariales -inseparables casi inevitablemente de la actividad periodística- y los intereses políticos han inclinado de tal modo la balanza que la delicada línea entre opinión e información se difumina demasiado a menudo.
A los estudiantes de periodismo en Estados Unidos se les pone como ejemplo la amistad entre Ben Bradlee, entonces un prometedor jefe de la oficina de Washington de la revista Newsweek, y John F. Kennedy, una fulgurante figura de camino hacia la Casa Blanca, amistad que desarrollaron siendo vecinos en la capital americana. Cuando Kennedy fue designado candidato a la presidencia por el Partido Demócrata, Bradlee sentó las bases de su relación: "Después de eso era obvio que nos íbamos a ver mucho y que yo estaba interesado en él como periodista más que como amigo, así que decidimos que teníamos que tener algunas normas básicas; que sí él quería decirme algo off the record, tenía que dejarlo claro desde el principio", contaba. Más tarde, durante el mandato de Kennedy, tuvieron diversos enfrentamientos por historias aparecidas en la revista, pero siempre supieron separar lo personal y lo profesional. Por otra parte, la intimidad de Bradlee con el poder no le impidió algunos años después convertirse en el azote del presidente Nixon, pues fue el mítico director de The Washington Post que arropó y supervisó a Woodward y Bernstein en su investigación sobre el caso Watergate.
La relación políticos/periodistas en nuestro país está bastante deteriorada. La función de "perros guardianes" (watchdog), de vigilantes de los potenciales abusos del poder, con objetividad, neutralidad, ecuanimidad e imparcialidad, se ha diluido entre la falta de medios y la falta de una distancia sana. Sí, ya sé que hay honrosas excepciones, pero el panorama es bastante desolador.
A ello se suman determinadas prácticas que suponen un auténtico desprecio a la actividad periodística, como las ruedas de prensa sin preguntas, algo inconcebible en la mayoría de los países democráticos. Hace unos días Rosa Montero abogaba en El País por un plante: si no se puede preguntar, que manden la nota de prensa y no vaya nadie a cubrirlo. Completamente de acuerdo. Poco después, en el mismo periódico, Manuel Núñez Encabo, catedrático de Ciencias de la Información y presidente de la Comisión de Quejas y Deontología de la Federación de Asociaciones de Periodistas de España (FAPE) denunciaba lo mismo: "Sin derecho a preguntar no hay periodismo".
Todo ello en medio de la absoluta precariedad en la que la crisis y el cambio de modelo en los medios han dejado a los periodistas en España. Se calcula que entre 2008 y finales de 2012 se han perdido más de 9.000 empleos en el sector y se han cerrado 197 medios. Y sin periodismo no hay democracia.
A pesar de todo, España ascendió el pasado año tres puestos en la última Clasificación de la Libertad de Prensa elaborada por Reporteros sin Fronteras (RSF), al 36 de 179. Al fin y al cabo, como dijo Pepa Bueno en la presentación del informe, "mientras nosotros nos jugamos los garbanzos, hay periodistas que se juegan la vida". 2012 fue un año especialmente duro para la profesión en todo el mundo, el peor desde 1995, según dicha organización, con 90 periodistas y 48 internautas asesinados, casi 300 encarcelados, cientos de detenciones, exilios, ataques...
Con todas las imperfecciones que ya se le auguran, es de esperar que la futura Ley de Transparencia suponga un paso más en la formación de unas instituciones abiertas a sus ciudadanos, de unos políticos conscientes de su deber de contar y de una sociedad formada y capacitada para ejercer su derecho a saber.