Renuncias involuntarias: ¿cuándo hay que irse?
Irse obligado de un trabajo poco difiere de la desvinculación amorosa. Porque dejar de ser imprescindible en un rol siempre nos duele, incluso cuando uno mismo tenga también ganas de dejar tal escenario. Duele porque nos lleva a encontrarnos con un perfil de la muerte: esa idea terrible de que el mundo puede seguir sin nosotros.
Foto: ISTOCK
Contentos dicen que se fueron los renunciados de la semana pasada en Chile, el ministro de Interior Jorge Burgos y la periodista Karen Doggenweiler. Al menos esas eran las declaraciones del político y la conductora de televisión. La condición humana no distingue entre altos funcionarios o personajes de farándula. Para todos, la renuncia involuntaria es dolorosa. Y afirmo que les dolió, porque también por la infraestructura de la condición humana, el dolor, cuando está mezclado con humillación, se suele cubrir con un inverosímil "contento" o "tranquilo" para la galería. Tanto el "contento" o el hablar de entusiastas proyectos futuros que no existen, o contar que entonces se hará un fantástico y merecido viaje, lejos de la hipocresía, son eufemismos para el resentimiento muy digno ante la sensible situación.
Porque irse obligado en el trabajo poco difiere de la desvinculación amorosa, aparte quizás de la recomendación de que en nuestra versión profesional las lágrimas de impotencia haya que dejarlas atascadas en la garganta y evitar dramatizar el corazón partido. Porque dejar de ser imprescindible en un rol siempre nos duele, incluso cuando uno mismo tenga también ganas de dejar tal escenario. Duele porque nos lleva a encontrarnos con un perfil de la muerte: esa idea terrible de que el mundo puede seguir sin nosotros. Ser despedidos -en su versión directa o en la renuncia forzada- es una micromuerte. Una que además tiene el componente, quizás más espeluznante que la gran muerte final, de que presenciamos nuestro funeral, ese que posiblemente todos hemos fantaseado alguna vez sólo para preguntarnos quién nos lloraría.
Pues la micromuerte transforma esa fantasía en una pesadilla estando despiertos. Podemos saber, o peor aún, ver en las redes sociales la sonrisa del ex, que más temprano que tarde publica su viudez alegre. Podemos ver también a nuestro sustituto, ya sea en la cama o en la silla de la oficina. Nada peor que enterarse que este último estaba esperando en la recepción mientras recogíamos nuestras cosas, porque nuestra muerte estaba planificada hace tiempo y fuimos los últimos en enterarnos.
Las salidas obligadas nos confrontan a la finitud del ego y al límite de nuestros deseos. Por el contrario, ese mercado de la moral de los coachings, terapias y los aforismos snobs de las frases motivacionales de la autoayuda buscan inflar nuestro ego con una idea de seguridad, superación y obstinación que sature cualquier grieta por la que se cuele la levedad de nuestra significancia en la vida: "Vamos, que se puede", "Puedes alcanzar tus sueños", "Céntrate en tus objetivos y triunfarás". Toda frases del opio del ego.
Pues no siempre se puede, no siempre se alcanzan los sueños, y la mente de uno no tiene el poder mágico para alcanzar todos los objetivos. La vida nos confronta cada tanto con la verdad de que el deseo de uno no alcanza para todo. No porque uno se sienta enamorado, obsesionado, apasionado con otro, el sentimiento será recíproco. No porque tengamos todas las ganas del mundo de estar en un trabajo, uno que incluso podemos hacer muy bien, alcanza para garantizar un lugar en la nómina. Hay formaciones de cancha que anteceden y superan nuestro entusiasmo individual, donde nuestro rol está definido previamente a nuestro desempeño.
Deseos, intereses, planes de otros configuran un entramado que determina nuestras posibilidades de movimiento. Ese escenario a veces se nos borra de la percepción cuando estamos enteramente volcados en la idea de la omnipotencia de nuestras ganas y caprichos.
Cuando dejamos de leer quiénes somos en un escenario más grande que nosotros, es que nos llega el sobre azul de sorpresa, que estaba sobre la mesa hace un buen rato.
Para entender dónde está uno parado, sirve imaginar que se está en un partido de fútbol. Si uno se da cuenta que está demasiadas veces de suplente o recibiendo patadas, quizás sea un buen momento para cambiarse de equipo.
Este artículo fue publicado originalmente en hoyxhoy