Por una narrativa distinta en la política española
En España las percepciones siguen moviéndose en los esquemas tradicionales de la existencia de clase. Los socialistas serían el partido de los artistas, pero también los menos boyantes, los pensionistas, los curritos y los desempleados. Malos creando riqueza pero mejores redistribuyéndola que el PP.
El término narrative, en español narrativa, conoce una popularidad sin límites en Norteamérica. Lo utiliza todo el mundo: el universitario, el taxista, el adolescente o el barista. No viene a ser sino un remedo un poco más culto, más moderno, de la tradicional story. A los americanos les gusta preguntar sin ambages cuál es tu historia o cuál es la historia de tu organización. Suelen bastar tres palabras clave para exponer qué es lo que hace a uno o a su empresa diferente, memorable.
Bajando al terreno de la política, puede decirse que el partido demócrata ha tenido más éxito imponiendo su narrativa incluso antes de que ganara Obama. Para una gran parte de la población, los demócratas pasan por ser el partido de los emprendedores, los que promueven el desarrollo económico, de la gente educada y culta, de los pijos con conciencia social, de las minorías (ya no tan minoritarias, todo hay que decirlo), los cosmopolitas y de los que pagan más impuestos para que se beneficie, paradójicamente, mucha de la gente que no les ve con buenos ojos.
En cambio, una buena parte del electorado republicano actual es identificado como compuesto por americanos blancos, de clase media baja, menos educados que los demócratas y, curiosamente, más dependientes de los subsidios de cuya existencia no dejan de quejarse. Muchos de ellos no son necesariamente religiosos pero sí les une la desconfianza hacia el Estado pero un mayor valor a la idea de nación.
En España todo es un poco más simple y las percepciones, ciertas o no, siguen moviéndose en los esquemas tradicionales de la existencia de clase. Los socialistas serían el partido de los artistas, la gente de la cultura pero también los menos boyantes, los pensionistas, los curritos y los desempleados. Malos creando riqueza pero algo mejores redistribuyéndola que el PP. Últimamente, mucha gente les identificaría más con los derechos de los gais y las mujeres. A diferencia de los demócratas, el progresismo español dista bastante de resultar atractivo a las capas más dinámicas de la sociedad y a los empresarios no movidos por motivaciones clientelistas que lo ven enemigo de la meritocracia.
En oposición, el PP seguiría siendo percibido como un partido un tanto carca, de mal gusto en cuestiones estéticas o culturales, menos avergonzado de la idea de España, mejor administrador aunque tampoco muy eficiente en crear riqueza más allá de los viejos patrones de aconsejar moderación salarial para crear empleos mal pagados y siempre preocupado por mantener los privilegios de los beneficiarios de toda la vida, es decir, la iglesia y el gran capital como se decía antes. En lo que se refiere a cultivo del clientelismo y la corrupción, no sale mucho mejor parado que sus oponentes de la izquierda. Algunos de sus dirigentes tratarían, siempre infructuosamente, de quitarse de encima la caspa haciéndose los simpáticos y los modernos pero sin credibilidad alguna.
La izquierda tendría ahora una muy buena oportunidad de conseguir lo que Blair o Clinton lograron en sus respectivos países hace más de una década. Ello requiere, todo hay que decirlo, que pasen de ver su papel en la sociedad como meros administradores de allocations (es decir, de los ingresos de los impuestos) a facilitadores que contribuyan a la generación de revenues o emolumentos que la sociedad produce en su conjunto gracias a la libre iniciativa. Lo que hicieron Schroeder, Clinton y Blair con éxito desmontando ciertas estructuras del Estado que habían quedado obsoletas.
El futuro de las personas debería pasar por proveerles de los instrumentos y conocimiento para tomar las riendas de su destino, no por garantizarles unos subsidios cada vez peores que lo único que hacen es aumentar el resentimiento de las clases activas. No podemos conformarnos con decir a los cuatro o cinco millones de parados que su futuro va a ser de escasos subsidios, trabajo cíclico y un proyecto vital cuando menos endeble.
El PP no ha hecho las reformas que se refieren en un montón de temas empezando por la Administración que está pendiente. No lo va a hacer porque no tiene coraje y ahí existe una oportunidad de construir una narrativa nueva, que responda a los nuevos retos.
Pero una nueva narrativa requiere un cambio de paradigma. Al igual que se hizo en los años 80 con la reconversión industrial, es la hora de reformar el sector público y abrir los partidos a la sociedad. Así, a bote pronto, es hora de atraer a la política a personajes sobresalientes de la empresa privada, es hora de que en España ser funcionario deje de equivaler a tener el trabajo garantizado de por vida, de promover el espíritu empresarial en las escuelas, de que los jóvenes reciban apoyo financiero para estudiar que luego puedan devolver cuando sean productivos, de que la gestión de las universidades se profesionalice y de que primen las razones de funcionalidad sobre las identitarias en la configuración de las Administraciones públicas.
Demasiado para Gálvez, tal vez.