Nacionalismo de consumo
Uno puede ser independentista igual que uno cambia de marido o mujer, se hace ateo o creyente, se muda a otra casa o de empleo. Igual que el capitalismo es particularmente adaptable a las circunstancias, lo son nuestras ideas o nuestra individualidad, siempre reversible.
De vez en cuando sucede, aunque últimamente menos. La gente se pasa a trabajos menos remunerados, pero que a cambio refuerzan la calidad de su identidad, la manera en como se ven a sí mismos.
Por ejemplo, un joven de 26 años deja un puesto de trabajo fijo de reponedor en la sección de droguería de Carrefour para dar clases de yoga en un centro cultural de un barrio de Madrid. El primero le ofrece unos ingresos regulares y estabilidad económica, el segundo no le ofrece tanta estabilidad ni dinero, pero a cambio le proporciona una concepción mejor de sí mismo.
Zygmunt Baumann dixit. En un mundo mercantilizado hasta las cachas, en el que los sujetos nos hemos convertido en objetos con valor de mercado, no sólo cuenta el cash contante y sonante que nos llevamos a fin de mes, sino también que lo que hacemos y somos aporte a nuestra individualidad.
Por tanto, es inútil perder el tiempo discutiendo si la independencia de Escocia o Cataluña ofrece incentivos económicos o no a los que la apoyan, ya que el aspecto pecuniario es secundario. Lo importante es vivir la marca, que tu nueva identidad aporte valor al producto que eres y la consecución de un Estado con fronteras reconocibles contribuye a ello.
De ahí que el nacionalismo se haya convertido en un producto de consumo más. Uno, aunque haya nacido en Córdoba, elige ser independentista catalán, primero porque hay una cultura liberal que hace posible que uno nazca en Calzada de Calatrava como Almodóvar y sea un modernazo, y segundo porque le parece que otorga un valor y un sentido especial a su individualidad que a lo mejor no se lo da ser español o andaluz. Hay una parte de pragmatismo, pensar que me tocará algo del pastel que se reparta, pero también la de sentirse parte de algo nuevo, bonito e ilusionante. El origen deja de ser lo importante. Lo relevante es la voluntad de identificarse con algo.
Podemos aprender un poco de los economistas. Ellos consideran que cualquier decisión es económica independientemente de que tenga un componente pecuniario o no. Cualquier decisión nos hace más o menos eficientes, mejores o peores, y eso es lo que importa. Cultivar el pequeño tesorito que todos llevamos dentro. Si ser sólo catalán o escocés te hace sentir mejor, único e interesante, entonces tomas la decisión de identificarte con esa postura, ya que las barreras de entrada son muy bajas y además disfrutas del narcisismo de la diferencia del que hablaba Freud.
Puedes incluso conseguir que otros se autohumillen y admitan su inferioridad, como le sucedió a la periodista extremeña Pepa Bueno, que preguntó al ministro Margallo aquello de: ¿Habrá que reconocer que Cataluña es singular? Como si a ella o a sus paisanos extremeños los hubieran fabricado en serie. Se reirían mucho y bien los extremeños independentistas que hay en Cataluña. Objetivo logrado.
En cierto sentido es como ser de un equipo de fútbol hoy día. No requiere haber nacido en un sitio en particular, y ni siquiera las barreras de entrada son muy grandes. Uno puede sentirse hincha del Real Madrid en China sin haber ido nunca al Santiago Bernabéu, haberse gastado un duro en la camiseta oficial e incluso sin pagar la cuota de televisión por cable que permite acceder a los partidos. Si el equipo gana, estupendo, y si no, siempre puede dedicarse a otras labores y esperar una nueva oportunidad de identificarse con una enseña ganadora el próximo miércoles o el domingo.
Además, exige un nivel de compromiso muy pequeño. Uno puede ser independentista igual que uno cambia de marido o mujer, se hace ateo o creyente, se muda a otra casa o de empleo. Igual que el capitalismo es particularmente adaptable a las circunstancias, lo son nuestras ideas o nuestra individualidad, siempre reversible.
Difícil, si no, explicarse cómo el soufflé independentista ha pasado en dos o tres años del veinte al cuarenta y tantos por ciento.
¿Tiene algo que ver la calamitosa situación económica? Ya veremos.