Los troles antiemigrantes
Uno tiene la sensación de que a muchos compatriotas les agradaría más leer historias de perdedores, de náufragos sentimentales y afectivos. No les entra en la cabeza que se pueda ser feliz sin comer calamares fritos o sin la posibilidad de pringar el pan en las patatas bravas.
Cada vez que El País se propone continuar informando a los españoles acerca de las posibilidades que ofrece la emigración en distintos países, noto la aparición de más voces discordantes que niegan la mayor, es decir, que emigrar sea inteligente o conveniente.
Lo he notado en particular leyendo los comentarios al final de la noticia que contiene testimonios de españoles que han emigrado a Estados Unidos. Que si no se ofrece la cara B de la emigración, que debe haber multitud de españoles desgraciados por todas partes que no han sido capaces de lograr su parte alícuota del sueño americano (como si en España no los hubiera a mansalva), que si no se encuentra queso o jamón (un problema importantísimo que a uno no le dejar vivir, lo reconozco, aunque más difícil es encontrar bacalao salado), que si no se puede salir a la calle sin que te vuelen la tapa de los sesos, que si te dejan que te desangres en medio de la calle, que si no tienes vacaciones y te acuestas con el ordenador, que si tu cerebro se queda apelmazado por el dólar.
Uno tiene la sensación de que a muchos compatriotas les agradaría más leer historias de perdedores, de fracasados, de náufragos sentimentales y afectivos. No les entra en la cabeza que se pueda ser bastante feliz sin comer calamares fritos o sin la posibilidad de pringar el pan en la salsa de las patatas bravas.
A veces uno siente que a muchos conciudadanos les gusta más leer historias como la de los jóvenes españoles que fueron engañados en Alemania o la visión derrotista de Benjamín Serra en su célebre tuit. Uno siente que les gustaría leer que un emigrante español se desangraba en la calle y nadie le ha atendido, que ha sufrido algún incidente xenófobo, que ha sido robado a punta de pistola o que vive en la pobreza entre cartones en Nueva York y situaciones similares.
No son una mayoría de españoles ni mucho menos quienes piensan así y se regocijan diciendo aquello de ya volverá, pero tampoco son tan pocos.
Les conocemos.
En España, país de nuevos rico-pobres, la emigración tiene algo de estigma, de haber fracasado en un entorno en el que sobreviven los más fuertes, los de siempre. La emigración, incluso cuando es exitosa, se percibe como un premio de consolación como si el apego al terruño fuera siempre la primera opción, lo deseable en cualquier caso. Se ignora que en cualquier grupo humano siempre hay por naturaleza un porcentaje de personas proclives a moverse del sitio y no siempre por necesidad, que son más felices no viviendo en su lugar de origen. Es obvio que no todas las experiencias de personas que han emigrado y que leemos en El País se justifican por un mero móvil económico sino que en muchos casos hay algo más.
A los nuevos troles antiemigración habría que decirles que algún día quizás ellos o sus hijos se beneficien de las ideas y las formas de trabajar que muchos de esos emigrantes han experimentado en otros lugares.
Me gustaría que una segunda revolución, comparable a la que tuvimos hace cincuenta años gracias a la turismo en las costumbres, sucediera gracias a las redes y proyectos surgidos de la emigración en lugares donde el mérito es valorado, donde la racionalidad y la legalidad imperan, y la palabra clientelismo es un término foráneo sin traducción posible en determinados idiomas de raíz no latina.