Confesiones de una adicta al teléfono
Cuando voy a cualquier sitio, antes de salir por la puerta, suelo asegurarme de que tengo conmigo la Santísima Trinidad: el teléfono móvil, la cartera y el brillo labial. Anoche, al salir de trabajar, no lo comprobé, y cuando estaba en el metro me di cuenta de mi equivocación. Demasiado tarde.
Cuando voy a cualquier sitio, antes de salir por la puerta, suelo asegurarme de que tengo conmigo la Santísima Trinidad: el teléfono móvil, la cartera y el brillo labial. Anoche, al salir de trabajar, no lo comprobé, y cuando estaba en el metro me di cuenta de mi equivocación. Demasiado tarde. No podía parar el tren ni darle la vuelta para regresar y coger el móvil. Busqué y rebusqué en mi enorme bolso con la esperanza de que quizá estuviera en el fondo, solo que no lo veía. Encontré 12 (en serio, 12) barras de brillo labial, pero ningún iPhone. La idea de aguantar todo el trayecto a casa sin poder leer ningún correo, hacer ninguna lista ni escuchar ninguna música me dejó paralizada. El metro iba a ser muy aburrido. ¡Iba aburrirme, qué idea tan escalofriante!
Pues bien, ¿sabes qué? El trayecto no fue nada aburrido. Ni tampoco el resto de mi noche. Miré a mi alrededor en el vagón del metro (cosa que no suelo hacer porque estoy demasiado ocupada limpiando gelatina en mi juego de Candy Crush) y vi a una amiga mía. Pasamos todo el recorrido hacia el norte de la ciudad charlando y poniéndonos al día. Luego conseguí hacer varios recados sin mirar Google Maps para asegurarme de que iba en la dirección adecuada. Esperé a una amiga en la puerta de un salón de masajes, leyendo una revista, en lugar de mandarle un mensaje para decirle que ya estaba dentro.
La liberación que me produjo estar sin teléfono fue casi embriagadora. Mi masaje fue de lo más relajante, auténticamente relajante. Mientras me frotaban los dedos de los pies, no me distrajo ninguna vibración de teléfono en el bolso, ni tuve la típica sensación de que debería levantarme a mirar el correo, porque no podía hacerlo.
Un rato después, durante la cena, tuve una verdadera conversación con una de mis mejores amigas. La falta de teléfono me dejó muy claro hasta qué punto estoy pegada a él. Por supuesto, en algún momento, sentí el impulso de hacer lo que hago siempre: mirar el correo del trabajo, mandar un mensaje a mi novio, ver si tengo algún nuevo seguidor en Twitter. El simple hecho de escribir esta frase resulta ridículo: ¿de verdad vivo en un mundo en el que necesito saber si un desconocido me sigue en Twitter en vez de prestar toda mi atención a una persona a la que llamaría antes que a nadie si por azar la policía me detuviera? Hay algo ahí que no encaja.
Verme obligada a pasar unas horas sin tecnología fue una experiencia liberadora, iluminadora y casi triste (por patética). ¿Cómo me he dejado manipular tanto por la tecnología? Ojo, que quede claro que soy adicta al trabajo y la tecnología y que seguramente voy a seguir siéndolo a pesar de mi breve periodo de libertad. Me encantan cosas como FaceTime, y los mensajes me permiten comunicarme con mi familia, que está muy lejos. PERO... ni mi trabajo, ni mi vida, ni mi calendario social se vinieron abajo por pasar unas horas disfrutando de la vida.
Existe un mundo fuera de ese pequeño dispositivo que nos han convencido que nos conecta a todo lo grande. Ayer hacía una noche preciosa en Nueva York, y miré a mi alrededor y vi la ciudad por primera vez en mucho tiempo. Intenten dejar el móvil en casa unas horas; o tal vez prefieran guardar todos los teléfonos juntos antes de empezar a cenar. Les sorprenderá ver lo que se están perdiendo. Ahora bien, un consejo: lleven un reloj. ¡Lo peor de no tener móvil fue sin duda no saber la hora que era!
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia