La revolución sí ha sido televisada
No estoy descubriendo nada: hace años que la televisión, el periodismo televisivo, dejó de tratar de explicar la realidad para adaptarse a los formatos del entretenimiento y optó por trocearse para rentabilizar cada acontecimiento y hacerlo divertido. Así, las últimas elecciones en España (las dos temporadas) se han tratado en las televisiones como un partido de fútbol, una boda del siglo, la final de un 'reality' o Bertín Osborne en casa de Bertín Osborne entrevistado por su imitador.
No estoy descubriendo nada: hace años que la televisión, el periodismo televisivo, dejó de tratar de explicar la realidad para adaptarse a los formatos del entretenimiento y optó por trocearse para rentabilizar cada acontecimiento y hacerlo divertido. Así, las últimas elecciones en España (las dos temporadas) se han tratado en las televisiones como un partido de fútbol, una boda del siglo, la final de un 'reality' o Bertín Osborne en casa de Bertín Osborne entrevistado por su imitador. La televisión, lo mismo que nosotros, ya no se interesa por la realidad sino por el espejo televisivo de la realidad. Por el 'reality'. Por la posibilidad televisada y sus entregas.
Lo que está pasando no importa porque no hay tiempo ni presupuesto para ocuparse de eso. Y porque lo que está pasando es siempre más difícil de explicar, menos entretenido que las múltiples posibilidades, opiniones, puntos de vista y conflictos que genera su debate sin sustancia.
La televisión sabe cómo crear un espacio de espejismo democrático donde todo puede pasar y, en apariencia, finalmente acaba sucediendo lo que decide el espectador. No es verdad, pero no importa. Porque la verdad ya no está ahí fuera; porque la verdad es que ya no nos interesa nada demasiado y solo queremos que nos lo hagan pasar bien.
'La revolución no será televisada' no era cierto. La revolución está siendo televisada, solo que debemos reinterpretar el significado de 'televisar' y cómo ha cambiado con los años: cuando Gil Scott-Heron escribió en 1970 su mítica Revolution will not be televised, televisar era otra cosa, exactamente lo mismo que es hoy para la RAE: "Emitir imágenes por televisión".
Hoy, más de cuarenta años después, es algo muy diferente: hoy, televisar es hacer televisivo, es adaptar los extractos de realidad a los códigos del medio audiovisual más popular: la tele. Por eso sí, por eso me atrevo a afirmar que la revolución ya ha sido televisada, está siendo televisada, convertida en un producto de consumo fácil y rápido, vaciada de toda profundidad de pensamiento y complejidad. La revolución era esto que estamos viendo en la tele, la adaptación de los sucesos que determinan nuestras vidas a sucesos que se empaquetan al gusto televisivo de formatos de éxito.
Las elecciones, transformadas en contenido televisivo de entretenimiento, se nos ofrecen modulares en pantalla en tres tiempos: previos, suceso y comentario posterior. Del mismo modo que en los previos de un acontecimiento deportivo se barajan las estadísticas de otros partidos similares, en los previos de una elecciones se manejan las encuestas. No sirven para nada, nunca aciertan, pero funcionan como base de apariencia real sobre la que hablar. Son números, porcentajes, cifras, mostradas en diagramas y gráficos que les dan una apariencia sólida, científica y verosímil. No son nada pero parecen el origen de todo, la base para la especulación, la opinión y el dislate de los tertulianos, que quedan absueltos de sus disparates una vez se conocen los resultados la noche del evento, la noche electoral. La ineficacia de las encuestas previas a las elecciones hace que todo lo dicho sobre las hipótesis que planteaban los engendros demoscópicos quede perdonado, olvidado, barrido por el viento. Nada importa porque nada era verdad.
La noche electoral, el evento en sí, el partidazo, la boda de la princesa, la final de Gran Hermano, no debería durar más que el tiempo que va desde que conocemos los resultados definitivos hasta que los digerimos. Quince minutos a eso de la medianoche, como mucho. Pero no. No porque nos encantan esas noches electorales que empiezan a media tarde, que juegan con infografías, reporteros en las sedes de los partidos, políticos retirados que ejercen de tertulianos y políticos en activo que se la juegan como hooligans. Muy loco todo. Y muy largo. Y muy caro. Pero muy efectivo; porque así, cuando llegan los resultados, parece que hemos asistido a un suceso importante. Y no: nos cuentan las papeletas que han contado. Y ya. Y, además, tal como ha sucedido en las dos últimas temporadas, tras eso no pasa nada sin pactos posteriores. Y sí, están los discursos, Mariano en el balcón y otras maravillas. La nada, insisto, pero hemos estado tantas horas pendientes que necesitamos creer que no perdimos el tiempo, que esto es muy importante. Claro, claro.
Y después, los análisis, el postpartido, el postparto, 'Supervivientes, el debate': lo que ha pasado y lo que puede pasar. Más conjeturas. Y nada de realidad. Ninguna realidad. No pasa nada pero qué bien lo pasamos.
La revolución está siendo televisada, formateada, rediseñada y consumida. La revolución era esto: que la política fueran los otros opinando y nosotros valorando su opinión. Ni ideas ni propuestas: opiniones. Bertín Osborne frente a Bertín Osborne: un espejo deformante de un esperpento. El vacío. Que, a veces, puede contener trazas de política, vida y realidad. Absténganse alérgicos.