España lleva bigote, Catalunya minifalda
Solo déjenme escoger lo que siento. Déjenme escoger lo que soy. A mí, y a todos aquellos que quieren que Catalunya siga siendo España. También lo merecen. Ellos, nosotros, tenemos derecho a decidir. Sin amenazas ni objeciones. Libres y demócratas. Españoles y catalanes.
Hace 27 años que vivo en Barcelona. Por lo que siempre me han dicho que soy catalán y español. O español y catalán, según el prisma. Algunos tiran hacia el europeísmo e incluso al concepto "ciudadano del mundo", pero me suena a argumento adolescente, a "todos hermanos". No les falta razón, desde luego. Amigos tengo, pero tampoco quiero tantos.
El concepto "ser" siempre provoca controversia. Se incluye en aquella comunión de preguntas trascendentales de: "¿Quién soy?, ¿A dónde voy? ¿Por qué existo?...", por lo que me inquieta especialmente que alguien me responda la primera cuestión. Agradezco el interés, pero permítanme ser dueño de mí mismo.
Soy humano, ciudadano del mundo, europeo, español y catalán, sí. Y del Barça. Pero me siento catalán. Disculpen. Es así. Administrativamente mi DNI me ha relacionado con España, y no es que me avergüence ni maldiga por ello, pero simplemente no acabo de estar cómodo diciendo aquello de "yo soy español". Creo que tengo derecho a poder decirlo sin que nadie se enfade conmigo. No voy contra nadie. Solo intento ser coherente conmigo mismo. Y lo digo con una madre soriana a la que adoro y con media familia en Sevilla. Les sigo queriendo, por cierto.
A veces pienso que la relación de España con Catalunya es como una agria historia de amor. Como una historia condenada al fracaso por los distintos ritmos y colores de sus protagonistas. España, su Gobierno en particular, que no sus respetables ciudadanos; sería el prototipo masculino educado en blanco y negro, un personaje criado en una realidad hombría que ve en su pareja el rostro del deber y la tradición, a merced del poder masculino clásico. Catalunya, femenina, recrea la idea de la modernidad, de la búsqueda de nuevos horizontes, de la ilusión, de la pasión, y por qué no decirlo, de la reivindicación. Catalunya lleva minifalda, se atreve a fumar en público y se siente bien. Dos épocas en un mismo coche.
Y no me refiero a la histórica sensación de superioridad catalana que invita a la soberbia y tanto enerva a España. Los catalanes podemos pasarnos tres pueblos de orgullosos y altivos. Es así, y tampoco hay que esconder los propios defectos. Catalunya no es más lista. Ni más guapa. Catalunya, simplemente, quiere encontrarse y volar. Se siente preparada para ello y asume el riesgo. La soledad de la separación no le asusta, le atrae.
"No puedes irte", clama España. "¿No te das cuenta de que sin mí no podrás subsistir? ¡te quedarás sola!. Me juraste amor eterno y ahora ¿quieres hablar de lo nuestro? ¡llevo años trabajando para los dos!, ¿cómo puedes ser tan egoísta?. ¿Quién te has creído que eres? ¡debemos seguir juntos por nuestro sagrado matrimonio, y no quiero volver a escuchar tus sandeces!. Además, nosotros así somos felices, ¿no lo ves?. Cariño, yo te quiero". Podría ser el argumento de un marido que intuye la infelicidad de su pareja e intenta hacer cambiar de idea a la que suponía debía ser su mujer de toda la vida. Ella, incompleta y alertada por un sentimiento interior, decide cambiar de aires, y él, falto de empatía, intenta cortar por todos los medios, psíquicos y hasta físicos, que su propósito prospere. Podría ser la historia de España y Catalunya.
Tampoco es cuestión de negar el pasado y ennegrecer una relación centenaria. Sí, ha habido sus más y sus menos, como en todas las parejas, e incluso los catalanes votaron en masa (90%) a favor de la Constitución española de 1978, pero también es una realidad que poco o nada queda ya de aquel sentimiento de unidad arraigado por un contexto de transición nacional. Aquella fue la última vez que Catalunya creyó en salvar su relación con España.
Más de 30 años después, Catalunya no aguanta más. Hastiada, lo sabe y se lo explica a su compañero de viaje. Pero nada, no hay manera de entenderse. La puerta del diálogo sigue cerrada. "No hay nada de qué hablar", dicen en la capital. Como si la Constitución fuera un contrato matrimonial indisoluble que impide a uno tomar sus propias decisiones y únicamente fuera modificable tras un golpe de estado o una Guerra Civil. Coherencia añeja.
Impedir el proceso consultorio a la sociedad catalana en nombre de la democracia es propio de los maridos enfermizos que impiden salir por la noche a sus mujeres y novias en nombre del amor. No hay nada más tentador que cualquier prohibición, ni nada más absurdo que hablar con quien no quiere escuchar. España no ha sabido modelar el sentimiento efervescente catalán, y ante la negligencia e incapacidad de su estamento político, pretende apagar la pasión catalana con amenazas, impedimentos y negaciones. A lo macho alfa. Muy español.
España quiere a Catalunya, sí. Pero por miedo e inseguridad. Y si Catalunya no le corresponde, aún está a tiempo de sacar los tanques como ya dijeron algunas mentes brillantes mesetarias tiempo atrás. Esto no es una relación, es una obligación. O no. Ya ni lo sé. Simplemente lo siento así.
Y sí, humanamente tienen razón los de "Soy del mundo". Catalán, español o francés, creo que existimos para reproducirnos lo más felizmente posible. No tengo ni pienso tener ningún problema con el ciudadano español. Él paga tanto como yo la incompetencia política actual en forma de crisis, vergüenza e injusticia. Pero con el mismo argumento pregúntense por qué los Reyes traen regalos en su casa para su familia lejana y no para sus vecinos. Sentimiento de pertenencia, supongo.
Solo déjenme escoger lo que siento. Déjenme escoger lo que soy. A mí, y a todos aquellos que quieren que Catalunya siga siendo España. También lo merecen. Ellos, nosotros, tenemos derecho a decidir. Sin amenazas ni objeciones. Libres y demócratas. Españoles y catalanes.
Gracias.