Moderados, participen
Un partido que aspira a gobernar debe llegar a un electorado diverso y plural. El votante tal vez no sea tan sofisticado en sus juicios como el militante, pero otorga un gran valor a su voto y quiere que sea útil. Si un partido pasa a despertar rechazo entre los moderados, limita sus posibilidades de ganar. Y si no tiene posibilidades de ganar, puede que incluso los electores que más se parecen a los militantes terminen buscando alternativas viables.
Simpatizantes con pancartas en la sede del PSOE durante el último Comité Federal. EFE
Está de moda que los líderes políticos consulten a la militancia. Tiene buena venta: es democracia interna, es participación, es el mandatario que se pliega a los designios de sus mandantes. Dentro del partido, quien quiera criticar la consulta lo tiene difícil. "No es oportuno", se escucha tímidamente. "¿Cuándo es inoportuna la democracia?", contesta alguien al instante y asunto resuelto. Y sin embargo, no hace falta ser un lince para detectar que el recurso a la consulta se produce sólo cuando conviene al que puede convocarla. Cuando sabe que va a ganar o cuando, viéndolo todo perdido, juega su última carta.
En otros países las consultas y las primarias no son tan novedosas como en el nuestro, pero sí lo es un fenómeno del que cada vez hay más muestras: las crecientes diferencias de comportamiento entre los afiliados y los votantes de un partido. Se ha podido observar recientemente con la reelección de Jeremy Corbyn como líder del laborismo británico. Hay un motivo por el que Corbyn no gusta a sus propios diputados ni a muchos referentes de su formación, desde Tony Blair hasta J.K. Rowling: no puede ganar. Los militantes que han vuelto a darle su confianza están más a la izquierda que los ciudadanos que podrían votar laborista. Así, pese a las encuestas y a su triste papel en la campaña del Brexit, Corbyn ha conseguido sobrevivir al referéndum del 23 de junio pasado, algo que no fue posible para el ex primer ministro David Cameron. Si lo ha logrado ha sido, en buena medida, por el apoyo de Momentum, una organización que ha sido llamada "el Podemos de Corbyn". Aunque algún notable laborista como Tom Watson prefiere describirla como "una turba de trotskistas".
Está claro que Corbyn tiene su Momentum, pero que no se duerma en los laureles: en mayo pasado, el 98% de los miembros de Podemos apoyó la confluencia con Izquierda Unida. En junio, los votantes se mostraron menos entusiastas. ¡El 98%! Una mayoría a la búlgara que se dio de bruces con una realidad mediterránea. Este dato ayuda a explicar la crisis de identidad que está viviendo Podemos: aspiran a un electorado tan distinto a sus bases que lo van a tener difícil para satisfacer a ambos.
Otro ejemplo en nuestro país lo ha proporcionado en fechas muy recientes el dimisionario Pedro Sánchez, al convocar un proceso interno abierto a toda la afiliación como forma de desactivar a los críticos que finalmente se cobraron su cabeza. Sánchez contaba con que los militantes socialistas habrían apoyado mayoritariamente su postura respecto a la formación de gobierno en España. En cambio, varias encuestas indican que los votantes del PSOE preferirían una abstención que diera el gobierno al PP a cambio de reformas políticas. Mientras que las bases se aferran a unos principios sagrados, sin importarles demasiado las consecuencias, los electores se inclinan más bien por la ética de la responsabilidad, tal vez porque perciben que la alternativa son otras elecciones en las que Rajoy vuelva a ganar votos. Aquí aparece el problema en toda su crudeza: los líderes se legitiman con el voto de los militantes contra la opinión de los votantes. ¿No se suponía que entre los benignos efectos de la democracia interna estaría el de estrechar los lazos entre partidos y ciudadanos? Con este fenómeno que estamos describiendo cabe vaticinar lo contrario.
El tipo de ciudadano que se afilia a un partido tiene unas posiciones políticas más definidas que la media. No sólo está más comprometido, sino también más informado. Quiere cambios y los quiere pronto y en profundidad. La vida de partido tiende a acentuar estos rasgos. Operan mecanismos de psicología social que favorecen la identificación con los postulados ideológicos básicos. Los mandos estimulan la participación de los militantes apelando al sentimiento de pertenencia. Aparece el nacionalismo de partido. El posibilismo se mira mal. Los matices se van perdiendo y cualquier minucia termina por convertirse en una cuestión de principios.
En cambio, un partido que aspira a gobernar debe llegar a un electorado diverso y plural. El votante tal vez no sea tan sofisticado en sus juicios como el militante, pero otorga un gran valor a su voto y quiere que sea útil. Si un partido pasa a despertar rechazo entre los moderados, limita sus posibilidades de ganar. Y si no tiene posibilidades de ganar, puede que incluso los electores que más se parecen a los militantes terminen buscando alternativas viables. Ya está el partido Liberal-Demócrata del Reino Unido organizándose para llegar a los votantes laboristas que rechazan a Corbyn. Es natural.
Siempre he defendido que la democracia interna no debilita sino que fortalece a los partidos que la observan. No sólo legitima a sus líderes y candidatos, sino que sus mecanismos son una válvula de escape para las tensiones que surgen en toda organización humana. Las formaciones que no disponen de esta válvula tienen, en teoría, un mayor riesgo de explotar. A punto estuvo el Partido Popular en 2008, durante un proceso del que nunca se sabía nada pero se terminaba sabiendo todo. No se planteaba la posibilidad de llegar al congreso que tuvo lugar en Valencia con más de una candidatura para dirigir el partido. La sangre había que derramarla antes, y se derramó. Esperanza Aguirre salió viva, pero despojada de sus aspiraciones.
Con todo, el alejamiento entre afiliados y votantes puede terminar por causar un gran daño a los partidos más democráticos en su funcionamiento. ¿Cómo evitarlo? Una posibilidad poco explorada en España consistiría en abrir las primarias a los ciudadanos no afiliados que se inscriban previamente. Aparte de las obvias dificultades organizativas, este opción presenta una gran dificultad: los afiliados pagan una cuota a cambio de una serie de derechos, el principal de los cuales es el de votar en los procesos internos. Si puede votar cualquiera, ¿para qué seguir pagando la cuota? Una solución parcial sería que las personas que se quieran inscribir sin ser afiliados paguen algún tipo de tasa o peaje. Hay otras opciones, y sin duda habrá expertos que podrán ilustrarnos sobre las ventajas e inconvenientes de cada una.
Pedimos a los líderes de los partidos que tomen decisiones orientadas al interés general. En ocasiones, incluso, les pedimos que no conduzcan a sus formaciones al precipicio a cambio de ser ellos quienes lleven el volante. Nos molesta el cálculo personal, el cortoplacismo, la democracia reducida a una lucha de intereses, a un mecanismo ciego de asignación del poder. Queremos gobernantes y políticos que sean capaces de tomar una decisión sin encargar antes una encuesta, que actúen, en definitiva, desde la virtud cívica. Pero tal vez convenga reclamarla también a los ciudadanos. A los que ya tienen carnet de un partido se les puede pedir que no pasen por alto lo que piensan los votantes. Al ciudadano consciente y moderado, que se afilie o al menos que participe en la vida del partido que le resulte más afín. Si lo hace, si la participación política deja de ser una práctica minoritaria, puede que los partidos se parezcan más a sus electorados y que tomen menos decisiones suicidas, para ellos y para los países cuyo bien, supuestamente, desean...
En todo caso, y mientras encontramos la solución a este problema, recordemos que para cualquier partido hay algo peor que quedarse sin militantes: quedarse sin votantes.