Bandadas de estorninos en el Teatro Real
Estorninos es en lo primero que se piensa cuando los bailarines de la compañía Sasha Waltz & Guests se mueven por el inmenso escenario del Teatro Real bailando Sacre. Moviéndose de un lado a otro. Agrupándose y separándose para volver a unirse en una bandada de cuerpos que se aman, se tocan, se huelen, se dañan.
Video cedido por el Teatro Real
Estorninos es en lo primero que se piensa cuando los bailarines de la compañía Sasha Waltz & Guests se mueven por el inmenso escenario del Teatro Real bailando Sacre. Moviéndose de un lado a otro. Agrupándose y separándose para volver a unirse en una bandada de cuerpos que se aman, se tocan, se huelen, se dañan. Bandadas de pájaros volando a los que uno mira sin poder apartar la vista. La belleza de unos pájaros en movimiento que bailan La consagración de la Primavera de Stravinsky, obra que ha inspirado esta coreografía. Música que dirige en el foso muy a lo clásico el respetado Titus Engel.
No, no se cae en la poesía barata al decir lo anterior. Es la simplicidad lo que sucede en escena. Una simplicidad contemporánea que puede parecer compleja. Una danza donde las zapatillas de puntas se han cambiado por pies desnudos. El tutú y la malla por trajes vaporosos, pantalones sueltos y camisetas. El blanco por los colores ocres, colores sucios y algún que otro tono intenso. Acompañados, a veces, de movimientos epilépticos de brazos y cuerpos.
Foto cedida por el Teatro Real - Javier del Real
Sin embargo, el rastro de la tradición está presente. El que va de los ballets más clásicos al clasicismo del siglo XX. ¿Cómo no nombrar a Pina Bausch cuando se ve este espectáculo? Y de nuevo, Sasha, la coreógrafa, luchando para salir de ese encorsetamiento. De la cita fácil. Una lucha que lastra espectáculo con ideas y soluciones técnicas. Formas secas y bruscas de decir 'no' a lo que se ama para poder ser uno mismo. Para construirse y continuar esa tradición. Una lucha tan vital que desarma la mirada de aquellos que aman la vida antes que el arte. La vida, antes que su representación.
Solo así se explica esa mujer que baila desnuda y sola al final del espectáculo. Ante la mirada del espectador y del resto de un elenco sudado y respirando. Ambos grupos quietos y atentos a una mujer que convoca a un exorcismo con su cuerpo desnudo y en tensión. Mostrando músculos que en poco se diferencian de los que tendría un hombre, un hombre que bailase. Moviéndose de un lado a otro del escenario. Un baile furioso.
Y se quiere gritar. Gritar de dolor. El dolor que se produce al poner en tensión lo sagrado que habita en cada uno de nosotros y que tiene que ser preservado. Dolor sacrificial al que se someten voluntariamente los artistas modernos en los altares teatrales. Un misterio ante el que la crítica y el público enmudecen aunque aplaudan. Pues los misterios solo pueden ser revelados pero no pueden ser contados. No admiten cháchara.