Los nuevos Sísifos y Prometeos
A veces, mientras bebo mi café de por las mañanas en este invierno poco frío de Madrid, observo tras los cristales a un joven que no pasará de los treinta años. Recoge sus enseres, acaricia a un perro pequeño y se sienta a esperar. Es uno de esos que algunos llaman "perroflautas", desde ese pedestal extraño que da el tener una buena posición.
Hace ya unos cuantos años, me acerqué un buen día por una organización que se llama Solidarios. Dicha organización nació al calor de la Universidad Complutense de Madrid. ¡Sí! ¡Estudiantes universitarios! Esos mismos de los que decimos que se pasan el día dándole a la litrona. Esos que, cuando terminan sus estudios, llevados de su "espíritu aventurero" se van de España para ver mundo y, de paso, buscar trabajo...
Estos jóvenes salen dos o tres noches por semana, cargados con termos de café o caldo, a localizar y ofrecer su fraternidad a personas que están durmiendo en la calle. En aquella visita, y en contra de lo que yo suponía, lo que me enseñaron fue que lo realmente importante no era el repartir algún alimento con el que entraran en calor. Lo primordial era utilizar esa taza de algo caliente para aproximarse a ellos, para establecer una conversación, charlar un rato sin tratar de convencerles de nada. Ésa era la fuente de energía que generaba realmente el calor.
La cercanía era lo transcendental. Hacerles ver que alguien les escucha, alguien con el que pueden mantener una conversación.
Casi todas las mañanas, acostumbro a tomar café a una hora muy temprana en un lugar con un nombre de lo más sugerente, El Secuestrador de Besos. A veces, mientras bebo mi café en este invierno poco frío de Madrid, pero frío al fin y al cabo, observo detenidamente tras los cristales a un joven que no pasará de los treinta años.
Bien abrigado, pues la hora es temprana, rodeando con mis manos la taza de café humeante tras el cristal protector frente al ambiente y la temperatura del exterior, pienso si alguna vez me habrán secuestrado mis besos, si habré yo raptado algunos, e incluso si, líbrenme los dioses, habré pagado rescate por ellos; pues ya se sabe, no hay secuestro sin rescate, como no sea el que, al no haberlo, deriva en muerte o cumplida amenaza, que puede ser peor. Pues es un dolor que permanece y durará más.
En un retranqueo de la calle, el joven que observo desde mi cómoda y privilegiada posición está recogiendo sus enseres. Aparta con cuidado un buen trozo de cartón, dobla cuidadosamente un saco de dormir, acaricia un perro pequeño -de tamaño, desconozco si de edad- ,acomoda el resto de sus cosas y se sienta a esperar. A dejar pasar las horas.
Este joven es, o debe de ser, puesto que todavía no disfruto de la facultad de la adivinanza, uno de esos que algunos llaman "perroflautas" desde ese pedestal extraño que da el tener una buena posición. Una buena posición que no tiene por qué ser tan buena, simplemente un poquito mejor, apenas unos centímetros por encima, lo suficiente para sentirse satisfecho y poder realizar esa ilusión de mirar por encima del hombro, y lo que es más, poderse permitir ese ejercicio tan bien llevado últimamente de convertir los sustantivos en adjetivos, calificativos, por supuesto.
De qué muerte -o padecimiento, que es peor por el efecto tiempo que decía yo un poco más arriba-, hay que escapar para que este joven, como muchos otros, esté condenado todas las noches a ofrecer, no ya su hígado -como hacía Prometeo una noche tras otra al águila voraz que se lo picoteaba por órdenes directas de Zeus-, sino todos sus órganos a la noche fría de un invierno en Madrid, en un indigno sacrificio sobre un altar de cartones.
Arropados con mantas, plásticos o desgastados sacos de dormir, esperando a que pase el relente del amanecer para poder desentumecer sus huesos, en tanto esperan a que el día caldee lo suficiente cómo para que no arroje vapor el aliento; y, de nuevo, a subir cada uno esa cuesta que lleva consigo, arrastrando, no ya una enorme roca, sino un carrito de supermercado, un montón de bolsas con vete tú a saber qué, un viejo macuto, para llegar al caer el día a una acera, un cajero automático o una esquina en la que instalar sus pertenencias.
Como Sísifo, cuando ya crees que has terminado la tarea, cuando parece que te has acomodado... con la llegada de la luz del día -cuando no es un desconsiderado vozarrón, una patada "graciosa" o cosas peores-, vuelta a bajar al valle para recomenzar.
Esos Sísifos y Prometeos que una y otra vez recorren nuestras ciudades son personas sin techo o en situación de calle. No son alcohólicos, drogadictos, vagos, maleantes, etc. -que también los hay, al igual que en otros muchos colectivos-. En general, son personas desestructuradas, bastantes de ellas con formación universitaria. En no pocos casos, hasta hace no mucho, disfrutando de una vida más o menos acomodada, con familia e hijos a los que hace tiempo que no ven.
Personas que, por razones de lo más variado, no muy difíciles de imaginar, y en muchos de los casos producidas por situaciones ajenas a ellos mismos, pierden absolutamente la autoestima y caen a ese pozo negro del que difícilmente podrán salir... sin ayuda. Para, a partir de ahí, como Sísifo, iniciar un terrible y temible castigo que les llevará a acarrear una gran roca, su propia existencia, hasta el límite.
Esta mañana he roto mi rutina habitual. No he intentado recordar ningún beso mientras me tomaba mi café mañanero. Distraído, leía plácidamente la prensa cuando me he enterado de que un muchacho joven sin techo que padecía de diabetes había amanecido muerto en plena calle en Granada.
Al pronto, me han venido a la memoria los versos de una placa que hay en la Torre de la Pólvora, en la Alcazaba granadina:
Que versos haría Don Francisco si supiera que, en su querida Granada, fallece gente en mitad de la calle sin que se la atienda. Casi desde que empezó el invierno, llevo pensando todas las mañanas que debo de coger un café bien caliente y acercarme a charlar con él, y hoy por fin lo he hecho.
No me siento mejor...Tampoco sé qué es lo que esperaba.
También en Sevilla, hace unos días, falleció otro hombre en las escaleras del Hospital Virgen del Rocío. Curiosamente allí mismo, en Sevilla, existe una iniciativa pionera a través de una Plataforma que se llama La Carpa de los Sin Techo y que se merece su lectura y difusión porque podría representar una importante mejora en el tratamiento de las personas en situación de calle.
Pero, probablemente por la interesada invisibilidad hacia estas personas en los medios, su permanente estigmatización y, por qué no decirlo, el hecho de que este problema se trate con una cierta frivolidad por las propias instituciones, hace que la lucha por parte de la citada plataforma no sea contra el frío, los prejuicios, la falta de fondos para acometer debidamente el problema, etc. La lucha es contra el silencio de las instituciones, que no colaboran ni favorecen siquiera la iniciativa ciudadana.
Me pregunto yo: esos jefes de departamentos municipales y concejales que tan alegremente se colocan los apellidos "de ... Sociales". Esos alcaldes, esos presidentes autonómicos que fueron nombrados para "acercar la política a los ciudadanos"... ¿podrán dormir por las noches?
Y por último, salvo error o torpeza mía, ¿cómo es posible que, en estos momentos en los que existen estadísticas de lo mas variopinto, no hayan encontrado respuesta a un par de preguntas que, a primera vista, parecen elementales, como son ¿cuántas personas andan durmiendo por nuestras calles? y ¿cuántos fallecimientos se producen a lo largo del año?
Para responder a esta segunda, he encontrado algún dato que estimaba que más de treinta en todo el territorio nacional.
¿Será que no interesa?