Pregúntale a la absenta
No te hablará de amor. Busca en su color verde el dolor de aquellos dandys del pasado y encontrarás en sus caras el sabor amargo del spleen, el descenso al maesltrom. Sabrás de Dionisio y Sileno. Olerás fragancias de cafés rancios y noches de cancán en el barrio de Pigalle.
Canción recomendada: L'Absente, Yann Tiersen.
Pregúntale a la absenta y no te hablará de amor. Busca en su color verde el dolor de aquellos dandys del pasado y encontrarás en sus caras el sabor amargo del spleen, el descenso al maesltrom. Sabrás de Dionisio y Sileno. Olerás fragancias de cafés rancios y noches de cancán en el barrio de Pigalle. Verás a Toulouse renquear camino de su casa, entre la arcada del rito y el volcán. Verás a Jarry pintado de verde pasear su euforia en bicicleta. A Vincent, cuchillo en mano, a punto de inmortalizar su oreja. A Edgar, borracho de atrábilis, desgajado del mundo, descerrajado en su llanto. Sabe a poema, sabe a escarnio, sabe a la angustia necesaria del artista, sabe a otro tiempo. Traerá el recuerdo de Rimbauds y Verlaines, de Mallarmés y Baudelaires, y llenará tu cuarto de fragancias prohibidas, de paraísos fabricados con alquimia en pos de la musa escondida en su Mnemesis. Destruirá tu hígado si se lo permites, como le hizo a Rubén Darío. Teñirá de verdes la estancia, diluirá tu memoria y engrandecerá tu lírica. Pregúntale si te atreves. La fee vert, el hada verde, te responderá despacio. Cuidado con ella. Es un trago áspero.
Cuentan las crónicas antiguas que ya los clásicos utilizaban la planta del ajenjo para sus remedios y pócimas. Como otras plantas, estigmatizadas por sus poderes malditos, siempre formó parte del vademecum de la Pharmacia clásica. Hipócrates, Galeno o Avicena no dudaron en prescribirla a sus pacientes gracias a sus numerosas cualidades medicinales, al igual que suministraban cannabis y opio, en forma de tónicos y tinturas.
Quizá por ser Artemisa diosa de la fertilidad se nombró Artemisia Absinthium a esta planta que conocemos como ajenjo, que entre otras virtudes tiene la capacidad de regular los ciclos menstruales de la mujer. De ahí su nombre, y del amargor que desprende, que hizo que griegos y romanos la consideraran imbebible (apsinthion). Así, es fácil comprender que, siglos después, el ajenjo, como la genciana, formen parte inexcusable de las fórmulas de esas bebidas de sabor algo acerbo, algunas aperitivas, como pernods o vermouths, y otras no tanto, como chartreuses o benedictines.
La historia de la absenta tal y como la conocemos hoy es bien sabida. De origen suizo, se hizo muy popular en la Francia del XIX. Allí, a principios de la centuria, un tal Pernod empieza a comercializarla como elixir digestivo para ver cómo, de las tiendas de licor, pasa a expenderse con éxito en los cafés parisinos y se populariza rápidamente como pasatiempo tabernario. A su consagración como trago heroico contribuye mucho el uso que se hizo de ella en las guerras que la convulsa Francia mantuvo en aquellos años contra prusianos y argelinos. Si bien los soldados la consumían para enardecerse, combatir la fiebre y aniquilar el angst que produce esa necesidad irracional de los gobiernos de matar por una bandera, la burguesía, ávida de emular a sus héroes bélicos, la incluyó rápido entre sus preferencias etílicas, aunque en este caso el angst a neutralizar pudiera estar provocado, más bien, por las incipientes maneras autodestructivas de que hacía gala, ya, el mundo moderno del carbón y la ciudad.
La plaga de filoxera que asoló los viñedos galos en 1868 se encargó del resto. Los precios del alcohol de vino con que se elaboraban los licores de la época se dispararon y la absenta comenzó a elaborarse con alcoholes de grano, de mucha menor calidad y más baratos. Es el comienzo de la ascensión y muerte del hada verde. A principios del siglo XX se consumía en Francia más absenta que vino, pero poco le duró el esplendor a este aguardiente. Fue prohibido en 1915. Los motivos son variados y han sido objeto de especulación y divagaciones de todo tipo acerca de sus presuntas virtudes perniciosas.
Uno de ellos, el más extendido, es el que afirma que la absenta tiene poderes alucinógenos. La duda razonable nos asiste si refutamos esta teoría aduciendo que del consumo compulsivo de bebidas espirituosas de alta graduación alcohólica cualquier resultado similar al producido por psicotrópicos no deja de ser, cuanto menos, relativo. Se sabe que el alcaloide principal del ajenjo, la tuyona, prima lejana del THC que contiene el cannabis, tiene propiedades narcóticas. Si se rebasan los umbrales de consumo, la tuyona puede inducir a estados de parálisis. Pero de ahí a afirmar que la absenta es un alucinógeno hay un trecho. Ya decía Paracelso que "el único veneno está en la dosis", con lo que demonizar la sustancia, en este caso una bebida, es un tanto inocente si nos atenemos al dato de que en una botella de absenta la concentración de tuyonas no da para una experiencia psicodélica.
Sin embargo, nada de inocente tiene la leyenda, alimentada por la recua de bohemios, poetas malditos, escritores dipsómanos y pintores que, enfebrecidos por el ansia de la creación y de la vida, consumían con fruición este elixir, a menudo intercalándolo con otros estupefacientes, como el opio y el hachís. El descrédito de esa raza de hombres soñadores para los que el arte era religión arrastró a la absenta con ellos. La bebida, por barata y efectiva, se trasegaba sin fin en los cafés turbulentos del París industrial donde, a principios del siglo pasado, hasta las mujeres la consumían sin ocultarse. Esto, en aquella sociedad machista, no hacía más que lanzar piedras sobre el tejado del brebaje. A estas razones se le suma el hecho de que los alcoholes de baja calidad con que se elaboraba la absenta y la adición de sulfatos de cobre para colorearla aumentaban los riesgos de intoxicación etílica.
Como todos los ritos, el del consumo del ajenjo estuvo siempre envuelto en la endiablada bruma de lo proscrito. La liturgia del agua fría que hacía brotar el color verde de las copas. El azúcar disuelta en el alcohol para facilitar el trago y sujeta en aquellas peculiares cucharas con forma de llave, hoy objeto de coleccionista, a través de las que se filtraba el almíbar. El estoicismo del bebedor que amarga su boca en busca del parnaso alcohólico. La similitud con los vedados ritos del opio. Nada de esto contribuyó a su buen nombre.
De modo que la mala fama de esta intrigante bebida aumentó y la confabulación de la sociedad prohibicionista se levantó en armas el día en que un campesino beodo la emprendió a tiros con su esposa. A pesar de que el labriego había consumido cantidades ingentes de alcohol, lo que trascendió es que su cabalgata etílica había sido coronada con dos vasos de absenta. Y hasta ahí podíamos llegar. Las mentes pacatas y puritanas de la época decidieron que era suficiente y la absenta fue condenada, a pesar de que la historia del arte y la literatura no hubieran sido lo mismo sin ella.
Hace pocos días el Parlamento Europeo se ha negado a reconocer los niveles mínimos de tuyona que debe contener la absenta para poder denominarse bajo tal nombre. Alegan que la tuyona es potencialmente peligrosa y que recomendar su inclusión obligatoria en la composición de la bebida puede ser nocivo para el ciudadano. A partir de ahora se podrá comprar absenta que no será absenta. Son los tiempos modernos. Así se escribe la historia.
Y así, la absenta ya no es absenta. El azúcar, refinado. El café, sin cafeína. El maíz, transgénicamente modificado. Hasta vino sin alcohol. Mientras tanto, los tomates han dejado de ser tomates. Y nadie dice nada.
Pregúntale a la absenta. Pregúntale al tomate.
Sed curiosos.
P.D. Si alguna vez tenéis la ocasión de comer ostras y las regáis con absenta, no dejéis de contarme la experiencia.