También son nuestros niños
Los niños que malviven en el barro, cercados por alambradas como si fueran delincuentes podrían ser nuestros hijos. Porque en esta tragedia, como en todas, ellos son los más vulnerables. Pequeños que muchas veces no alcanzan las costas de Europa y que, si llegan, encuentran una realidad terrible.
El pasado miércoles comparecía el presidente Rajoy en el Congreso, forzado por la petición reiterada de todos los grupos parlamentarios, para explicar, entre otros temas, la adhesión de España al acuerdo del Consejo Europeo para la expulsión a Turquía de los refugiados que lleguen a las islas griegas. El Gobierno del PP lo firmó, aun existiendo una declaración institucional del Congreso que pedía, precisamente, que el país no participara de esa decisión vergonzosa.
Todos somos capaces de buscar argumentos cuando queremos justificar nuestras acciones. Pero los que Rajoy nos dio 'in extremis', obligado por las circunstancias, solo intentaban enmascarar, sin conseguirlo, una realidad terrible: que estamos abandonando a su suerte, sin garantías de legalidad, ni de trato digno, a miles de hombres y mujeres, de niños, muchos de ellos solos.
Nadie renuncia a su país, su entorno, su familia y su vida; nadie expone a sus hijos al mar, el frío, el viento, las mafias, el desprecio y el horror si lo que deja atrás no es una realidad aún peor.
Los ancianos que apenas pueden sostenerse doblegados por el frío y el hambre, podrían ser nuestros padres.
Los hombres y mujeres que arriesgan su vida, sufren vejaciones y malos tratos, desprecio, necesidades, frío, terror, podríamos ser nosotros.
Los niños que malviven en el barro, cercados por alambradas como si fueran delincuentes... Esos niños podrían ser nuestros hijos.
Porque en esta tragedia, como en todas, ellos son los más vulnerables. Pequeños que muchas veces no alcanzan las costas de Europa y que, si llegan, encuentran una realidad terrible. Cuando no son víctimas del tráfico de personas, lo son de la enfermedad, de la desolación, de la desidia de un continente en el que no encuentran calor.
Por eso creí necesario, el pasado miércoles, dar voz en el Congreso a organizaciones como Save the Children, que ha denunciado las deplorables condiciones en las que viven más de 1.000 menores, 160 de ellos no acompañados, que se encuentran en el centro de detención de Moira, en Lesbos, donde hay confinadas miles de personas cuando solo debería haber unos cientos. O de UNICEF, cuando se hizo eco de la denuncia de Europol, alertando de la escalofriante desaparición de más de 10.000 menores refugiados, de los que se ha perdido el rastro, truncadas sus vidas, su futuro, por organizaciones criminales.
Por eso insistí al presidente Rajoy para que se convierta en el primer mandatario europeo en proteger a los menores refugiados; para que escuche el clamor de quienes alertan sobre la magnitud de esta tragedia; para que atienda la solicitud de las comunidades autónomas que están dispuestas a acoger y a ayudar a paliar una situación sin precedentes.
Hemos oído mil veces hablar del corazón de Europa, pero esta Europa que no quiere ayudar, que cierra los ojos ante una realidad tan cruel, no tiene corazón, ni representa el sentir de miles de ciudadanos que creen en una Europa solidaria y justa. No en la de las divisas y los recortes. No en la de las decisiones terribles.
Esa no es la Europa que nos representa.
Nuestra Europa es la que respeta la Declaración de los Derechos del Niño de la ONU, la que tiene memoria de la solidaridad entre pueblos, la de los voluntarios de Lesbos, de Malta, de Lampedusa; la de la gente en las estaciones de tren de Austria y Alemania, sosteniendo pancartas de bienvenida a los refugiados, abrazando a los pequeños que llegaban agotados, dándoles comida, mantas y agua; la de los voluntarios canarios atendiendo en nuestras playas a las mujeres que llegaban desfallecidas, con sus bebés en brazos...
Los canarios conocemos la emigración de ida y vuelta: la de las miles de personas que han alcanzado nuestras costas, del mismo modo que nos jugamos nosotros la vida para alcanzar las de Cuba o Venezuela. A nosotros también se nos rechazó y tuvimos que trabajar duro en cada uno de los países a los que llegamos, en barcos destartalados que hacían travesías imposibles y en los que también iban menores, a los que la necesidad hizo crecer de golpe.
A nosotros también nos defraudó e ignoró la Europa insolidaria cuando comenzaron a llegar, cada día, pateras y cayucos, hace ahora una década, con hombres, mujeres, muchas de ellas a punto de dar a luz, y niños que huían del hambre y de las guerras en África.
Nosotros sabemos del dolor de esos pequeños, porque les hemos mirado a los ojos. Les hemos tendido la mano y les hemos ayudado a tener una nueva oportunidad. Canarias, tal y como ha anunciado nuestro presidente, Fernando Clavijo, va a reclamar una política común y efectiva, junto a las islas del Egeo, Lampedusa y Malta, en una reunión que se celebrará en Grecia el mes que viene y que luego se trasladará a Bruselas, porque a un problema de esta magnitud no se le pueden seguir poniendo parches.
No se puede seguir tratando los síntomas sin ir a la raíz del problema. No se puede enmendar un error con otro error más grave. Aquí no cabe una huida hacia adelante. Cabe que el presidente Rajoy, como le pedimos el miércoles, dé un paso adelante para proteger a esos niños que malviven confinados en campos de refugiados y en centros de detención. Cabe que Europa, que los países hoy ricos de Europa, recuerden cuando, diezmados por la guerra, con niños huérfanos y padres desesperados vagando por sus calles, necesitaron la ayuda de otros países para salir adelante. La amnesia de esta Europa que hoy come caliente y tiene sus necesidades cubiertas es dolorosa e incomprensible.
Y hay algo muy claro: España no puede ser cómplice de esta ignominia. Se lo hemos dicho al Gobierno todos los grupos políticos. Si se continúa en este camino de vergüenza la historia nos va a juzgar, con razón, muy severamente.