Música de pasión
Otra vez la prima veris, de la raíz "ver" (crecimiento) que nos trajo palabras como verde, verano, vergel o verga. La estación erótica por excelencia, por aquello que se intuye pero no se sabe a ciencia cierta. Por flores que serán frutas, huevos que serán pájaros, aun sin saberlo.
Foto: Mayte Piera
Tenía yo ganas de poner canciones y no sabía bien por qué había elegido las elegidas ni qué relación había entre ellas; cuando, de repente y sin preámbulo, llegó la primavera. Otra vez la prima veris, de la raíz "ver" (crecimiento) que nos trajo palabras como verde, verano, vergel o verga. La estación erótica por excelencia, por aquello que se intuye pero no se sabe a ciencia cierta. Por flores que serán frutas, huevos que serán pájaros, gusanos que se transformaran en seres coloridos, aun sin saberlo.
El erotismo garantiza cierta trascendencia a esta existencia gusanil. Es la insinuación de lo que está por llegar. El erotismo es sutil, casi ni susurra, ni dibuja; cuanto más desconocido, más ansias nos provoca, más oculto, más ganas de poseerlo. El erotismo es como los mitos: aunque nos emperremos en alcanzar a entender su significado con nuestros sentidos, escapará a cualquier intento de racionalización.
Y debió ser ella, la estación del entretiempo, la del "preverano", la del estallido verde, la que hizo que me acordara de esta canción. Pura sensualidad. Dejar que imaginemos algo que apenas nos cuentan, en la oscuridad de la noche y con trajes que convierten en fuego a quien los lleva. Algo tiene el idioma griego que lo hace seductor como ninguno, un mago que nos conduce por caminos voluptuosos como por sus historias de héroes y dioses.
Eros es un dios muy antiguo, de variados orígenes, si atendemos a las teogonías de diferentes autores. La teoría más aceptada es que era hijo de Afrodita y Hermes. Otros citan que procede de un huevo engendrado por la Noche, Nix, fecundado por la Oscuridad, Erebo; las dos mitades de este germen formaron la bóveda celeste y la tierra, Urano y Gea.
Y su representación no se relaciona solamente con el sentimiento del amor, sino también con la fuerza que mantiene unido el Cosmos; cielo y tierra juntos para crear la vida. En cuanto a si era hermoso, como se dibuja en los múltiples cuadros que encontramos en los museos, o no lo era y solo ansiaba la belleza, se han escrito cientos y cientos de hojas. Y en el fondo, que más nos da. Me ceñiré solo al erotismo de la historia.
Psique, el alma, era la menor y más bella de tres hermanas. La más bella de Anatolia. Tan hermosa, tan enigmática, que ningún admirador se atrevía a pretenderla; la tenían por un deseo inalcanzable. Su padre, temeroso de su incierto futuro, fue a consultar el oráculo de Delfos; la profecía le dijo que su hija estaba predestinada a un ser sobrenatural que vendría a por ella cuando fuera depositada y abandonada sobre una roca.
Afrodita, celosa de su belleza, montó en cólera y mandó a Eros a que le disparase una flecha venenosa para que cayese presa de amor del ser más horrible de la tierra. Cuando Eros llegó, la princesa se bañaba en el agua. Él apuntó con su arco. Ella de espaldas. Al lado del omóplato izquierdo es donde quería clavar su dardo envenenado, directo al corazón. Ella se secaba los cabellos dejando caer las gotas relucientes sobre sus hombros. Él tensó el arco. Ella se dio la vuelta. Él la vio por vez primera y tembló. La flecha salió disparada contra las aguas sin que ella notara ni su soplido al pasar.
El desesperado dios mandó a Zéfiro, el viento de la primavera, a que rescatara a la muchacha abandonada por su padre sobre la roca el día del cumplimento del oráculo fatal. Zéfiro la transportó volando y la dejó caer sobre un prado poblado de flores donde se durmió. Al despertar, la joven vio un palacio, entró en él, asombrada por el tamaño del edificio y de sus estancias, mientras unas voces sugerentes la invitaron a comer de suculentos platos y a tenderse en un lecho extraordinario. Cayó entonces la noche, con su velo negro, y en la oscuridad sintió Psique un susurro, una respiración. Alguien o algo se había deslizado bajo las sábanas junto a ella, llenándola de besos y caricias, gratificándola con tanto placer que no osó interrumpir ni preguntar quién era.
Psique pasaba los días en soledad y las noches acompañada de su enigmático marido, al que no había visto ni una sola vez, del que se sentía totalmente enamorada pero también llena de curiosidad. Un día vinieron a palacio, por expreso deseo de Psique, sus hermanas. Felicitaron a la muchacha y le preguntaron por su marido. Psique se sonrojó, bajó la cabeza y acabó reconociendo lo poco que sabía de él; solo podía hablar de la dulzura de su voz o de la suavidad de sus besos... Envidia hasta los huesos, fue lo que sintieron las hermanas.
-Tiene que ser un monstruo, hermanita. Una serpiente que acabará por devorarte cualquier noche. Cuando esté dormido, enciende una lámpara y con este cuchillo córtale la cabeza.
Partieron y dejaron sumida a Psique en un tormento. Pero cayó la noche, llegó con ella el amor acostumbrado y, tras el amor, el sueño. Psique, temblorosa, sacó por fin de debajo de la cama el cuchillo. Encendió en silencio la lámpara de aceite y la acercó despacio al rostro de su amor dormido. Era... un joven esplendoroso, unos rubios mechones acariciando sus mejillas; en el suelo, el carcaj con sus flechas desparramadas. Una gota de su aceite caliente cayó sobre el hombro del dios, que despertó sobresaltado.
- Psique, desalmada, me has negado. Yo te maldigo por tu traición. No te bastó mi amor sino que deseaste poseer y saber hasta lo que estaba prohibido. Nunca volverás a verme.
Quedó Psique desolada y se dedicó a vagar por el mundo buscando recuperar, inútilmente, el favor de los dioses. Estaba embarazada de Hedon, la pasión.
Este post fue publicado inicialmente en el blog de la autora