Aprender a esperar y a desesperar (III): condiciones sociales de la resiliencia
Nada nos impide impulsar un modelo educativo que, basado en el principio de la cooperación y la solidaridad, ofrezca segundas oportunidades a quienes no han tenido suerte durante los primeros años de vida o en algún tramo de la misma. Una sociedad más basada en la colaboración que en la competición.
La adquisición de un conjunto de habilidades con las que hacer frente a las adversidades y con las que resistir las situaciones estresantes forman parte de nuestro aprendizaje social, por eso resulta tan relevante el sistema en el que nos socializamos.
No todos los modelos sociales influyen de igual modo en la resiliencia; unos la favorecen y otros la dificultan. Hay modelos cooperativos y modelos competitivos; los hay que interpretan las diferencias como elementos enriquecedores de una igualdad básica y los hay que hacen de la diferencia la legitimación de la desigualdad.
La sociedad capitalista en la que nos hemos socializado ha creado una cultura que concede demasiada importancia a la competitividad. La cultura capitalista cree que la competitividad es el motor del desarrollo económico, de la historia y hasta de las relaciones humanas. Es más, la presenta como la ley natural que gobierna todos los órdenes de la vida, proyectando la imagen de una lucha por la supervivencia que se parece demasiado a los antiguos reportajes sobre naturaleza donde el pez grande siempre se come al chico y el león a la inocente gacela. La competitividad a ultranza deja poco espacio para la colaboración y las segundas oportunidades, sencillamente porque, según su lógica, las cosas no funcionan así.
Pero esa visión no deja de ser parcial, una interpretación ideológica del funcionamiento de la naturaleza y de la sociedad, ya que científicamente existen los mismos argumentos -si no más- sobre la importancia de la cooperación en la evolución biológica, psicológica, económica y social. También podríamos proyectar reportajes basados en la colaboración entre elefantes, que son unos animales muy inteligentes, en los tiburones y las rémoras o en los insectos que intervienen en la polinización de las plantas. Cada vez disponemos de más modelos científicos basados en relaciones mutualistas productivas, en interdependencias, en equilibrios ecológicos y progresos cooperativos en los campos no sólo de las ciencias sociales sino también en los de la biología, la genética, la economía, la evolución, las ciencias cognitivas, el aprendizaje, computación, etc. Hasta en el mundo de la moderna empresa se habla de cooperación, de considerar a los clientes y a los proveedores como aliados y colaboradores, y a los competidores, como actores necesarios y no como enemigos a batir, sin que por ello deje de ofrecer beneficios.
No estamos obligados a aceptar interpretaciones de la sociedad como una jungla en la que sólo sobreviven los más fuertes, como el escenario de una competición con pocos campeones y muchos fracasados, o como un laboratorio dirigido por científicos sádicos o por fuerzas oscuras. De hecho, cuando la mayoría piensa así, solo se benefician unos pocos frente a esa mayoría.
Nada nos impide impulsar un modelo educativo que, basado en el principio de la cooperación y la solidaridad, ofrezca segundas oportunidades a quienes no han tenido suerte durante los primeros años de vida o en algún tramo de la misma. Una sociedad más basada en la colaboración que en la competición, sin que por ello deje de ser eficiente y productiva.
Según Cirulnyk, otro defensor de la resiliencia y víctima también cuando niño del nazismo, todo lo que hace falta para no descartar a los vencidos es que alguien confíe en ellos incondicionalmente, valore su trabajo y los anime a buscar. Ese es el motor de la confianza que da sentido a la vida y sirve de base para la exploración. Pero no se trata sólo de autoestima y confianza en uno mismo, todo proceso de socialización o de resocialización implica adquirir confianza en los demás. El reconocimiento del otro es básico para el desarrollo comunitario pero también para una adecuada integración personal.
Quizá la cuestión va más allá de confrontaciones ideológicas, quizá el profesor Carlos Duarte tiene razón cuando afirma que estamos asistiendo a un cambio de paradigma cuyo eje se estaría desplazando desde la competición a la cooperación. La cooperación como núcleo de un paradigma emergente basado en la solidaridad y la empatía social, aspectos de los cuales nuestra sociedad -no el Estado- ha dado muestras más que suficientes a pesar de la crisis, de las restricciones económicas y los desaciertos políticos. La cooperación como una poderosa fuerza creativa capaz de inspirar nuevos modelos de desarrollo y de convivencia. Modelos en los que no sobra nadie, en todo caso, las actitudes agresivamente competitivas y excluyentes. Un modelo, en definitiva, que sea cosa de todos.