Occidente versus Oriente: derrocar el miedo 'tomando partido' con luces
Los efectos del terrorismo que sufre medio mundo, desde Europa hasta gigantescas zonas de África, Oriente Medio y Asia provocan en última instancia que las sociedades, así como sus instituciones y gobernantes, fácilmente se dejen llevar hacia reacciones de autodefensa y al uso de políticas de afirmación y justificación para recuperar el control de la situación.
FOTO: ETIENNE LAURENT (EFE)
Europa, la vieja y grandiosa Europa. Su historia bien podría ser la alegoría de una imaginaria conversación entre Adán y Eva, justo en los esperanzadores instantes prometeicos previos a la caída y, más tarde, en la melancolía punzante del día después, cuando devino la tragedia al tomar conciencia de la eterna condena a la agónica espera mesiánica (y que con nervio trasgresor captó el visionario Edward Munch en varias de sus obras). El helenismo unido a la yuxtaposición simplificadora que representa la expresión popular conocida como lo "judeo-cristiano", se han consolidado como las bases culturales que estructuran el inconsciente colectivo de los europeos: una figura grupal que es el fruto antiguo de una Europa esquizoide que se batió por refundarse durante el Renacimiento, y que desde entonces se ha esforzado por olvidar dos fenómenos históricos que para nada deberían ser trivializados. El primero es que en la Europa feudal existió una enorme presencia e influencia musulmana, y, segundo, que el cristianismo, como antes el helenismo y después el Islam, tuvo sus raíces primigenias y vitales en las culturas orientales (y los extensos desarrollos acontecidos en Egipto, Siria, Irán, y el resto del espacio que comprendió el imperio persa, incluyendo sus fronteras abiertas a la India).
Los efectos del terrorismo que sufre medio mundo, desde Europa hasta gigantescas zonas de África, Oriente Medio y Asia, que casi siempre se haya disfrazado con las vendas de la utopía que brindan los discursos religiosos distorsionadores y falsos ideológicamente, provocan en última instancia que las sociedades con el dolor de las víctimas que perpetran, así como sus instituciones y gobernantes, fácilmente se dejen llevar hacia reacciones de autodefensa y al uso de políticas de afirmación y justificación para recuperar el control de la situación.
Uno de los resultados que acoge tal reacción es apuntar hacia la idea de que se está produciendo un choque de civilizaciones, como si ambas, Occidente y Oriente, no fueran raíces del mismo árbol, comunes y familiares entre ellas, como si hubieran existido en universos paralelos o fueran habitadas por humanidades distintas y, finalmente, y este es el prisma eurocéntrico nuclear, haciendo explícita una valorización de superioridad histórica, económica, cultural y moral de la primera sobre la segunda, lo que deja aflorar una cascada de ideas y sentimientos cuyo objetivo es marcar la diferenciación (una diferenciación con apariencia de racional siendo irracional).
El resultado ha sido que el cristianismo y las ideas que constituyen la democracia moderna han sido apropiados por las ideologías occidentales y el modelo de producción del capitalismo, transfiguradas como creaciones y desarrollos que original y exclusivamente nos "pertenecen" de un modo u otro. Esta certeza, en parte, ha sido reforzada por el orientalismo, un eufemismo para agrupar todos los estudios realizados por investigadores e intelectuales europeos desde la Ilustración hasta nuestros días para comprender, interpretar y enseñar a Europa "todo" aquello que está en la periferia de Europa, más allá de sus fronteras espaciales y de sus referentes culturales, de modo que lo que nos resulta extraño y antagónico a la vez fueron y siguen siendo definidos en función de la pretensión de Occidente de adquirir la función de diseñar y establecer lo que debe ser universal y totalizador para el conjunto de la humanidad. Se trata de una tendencia de varios siglos que se refleja permanentemente en los medios de comunicación, en sus periodistas y opinadores, y en los gobiernos, en sus ministros y estadistas. Y, en consecuencia, obliga al ciudadano de a pie a una "toma de partido" entre los buenos y los malos, "ellos" o "nosotros", y a tener que responder con su conciencia si hay que acudir o no a la llamada a la unidad que resuena desde el Norte para que Occidente domine con mano dura a Oriente.
Teniendo en cuenta todo a lo que se enfrenta ese ciudadano de a pie realmente, ¿está en condiciones de discernir con libertad de pensamiento y opinión el entramado de principios, intereses, causas y consecuencias que lubrica esa "toma de partido"? De hecho, ¿lo están nuestros gobernantes? Está establecido el derecho de Europa y Occidente para analizar críticamente el funcionamiento del resto del mundo, pero ¿está establecido el derecho del resto del mundo para analizar el funcionamiento de Europa? Si esta simetría o principio de igualdad no resulta estar clara, salvo en los espacios privados de la diplomacia internacional y las agencias de inteligencia, por otro lado tan alejados del día a día de la ciudadanía, las probabilidades que tienen de equivocarse unos y otros, solo por ignorancia o por insuficiencia conceptual, se multiplican, lo que conlleva que se produzcan debates falsos en la opinión pública, y que germinen creencias infecundas que obstaculizarán el avance de nuevas ideas para la solución de los problemas concretos que cuestan cientos y miles de vidas inocentes.
Hace poco más de una semana, el periodista John Carlin publicó en EL PAÍS un artículo de opinión sobre la situación posatentados de París y la urgencia de posicionarse sin resquicios. Como es habitual en él, brillantemente narrado, rítmico, directo y, además, en este caso como buen alter ego del conservador y pragmático Orwell, capaz de equiparar sin remilgos ni complejos el virus de la peste con un complejo hecho social como el terrorismo de Daesh, estableciendo los límites (de todo lo que queda fuera de su posición) para diferenciarse del "buenismo" y simultáneamente acreditar la necesidad de intervenir militarmente para maximizar la seguridad y la felicidad de los europeos. Tomaré su texto como una representación tangible y fácilmente accesible para explicar desde mi perspectiva las posibilidades que tiene el ciudadano de a pie a la hora de articular y comprender por sí mismo la coherencia de la "toma de posición" que flota en el ambiente.
Así, las reminiscencias de forma del breve texto de Carlin me recordaron a la misteriosa e ideológica fusión que la historia cultural europea ha realizado entre helenismo y cristianismo, emergiendo, por un lado, el estilo central y dogmático de Homero, un referente purista del eurocentrismo y, por otro, la necesidad de interpretación para captar el devenir histórico y resolver la problemática moral y psicológica de las personas y los grupos tal y como se desarrollan en el Antiguo Testamento como catalizador de la herencia mediterránea y oriental. Así, Homero siempre mostró la situación con detalle, sin lagunas, explicando todas las causas, describiendo las situaciones con tendencia universalista, sin apenas conceder espacio a lo humanamente conflictivo, sino más bien centrándose en la acción, en lo que hay que hacer para avanzar. Un estilo muy diferente al del Antiguo Testamento, tendente a la inmersión en lo escatológico, obscureciendo partes de lo acontecido e iluminando solo aquellas áreas que quiere transmitir y enfatizar.
En suma, la fusión parcial e imperfecta en la que se desarrolla en nuestra época la influencia de ambas vías de representación (pues nunca extrapoló el cuerpo completo de cada estilo y tradición en origen) da lugar a que la política no tenga más salida que deformar el proceso de pensamiento para que se ajuste a la meta. Esto le permite a Carlin saltarse la historicidad, la causalidad y la lógica dialéctica para presentar caricaturescamente la hipotética relación entre momentos históricos como el Tratado de Versalles, el nacionalsocialismo y el Holocausto; en sí su propia ironía le traiciona ya que los muestra como si fueran sucesos esféricos independientes de un desarrollo y acumulación de hitos políticos, sociales, económicos y religiosos muy anteriores. Por tanto, lo que deja entrever es que lo más importante bajo su orden de cómo captar lo que sucede es respondiendo a la situación de acuerdo al ahora. Es cierto que Homero nos enseña que los personajes y la acción deben estar en un constante primer plano, que lo importante debe situarse en una única línea temporal, la del presente. Pero tenía un truco que alabaron con gusto tanto Goethe como Schiller y Auerbach: la digresión como retardo, es decir, un leve regreso hacia el pasado pero no en términos espaciales para articular densos "flashbacks" con los que traer al primer plano el contexto histórico de otro tiempo, sino sencilla y rigurosamente como un compromiso con la lógica del pensamiento para explicar la causa de la acción en el presente y, además, que exista una coherencia entre la causa y la decisión que toma el personaje.
El razonamiento de Carlin, como expresión del apresuramiento y el deseo sincopado de las demandas de la sociedad ante situaciones de crisis, efectivamente no cuida esta exigencia del estilo homérico, consistente específicamente en evitar dejar nada en la penumbra y de preocuparse por remediar cualquier incoherencia de las descripciones; más bien al contrario, Carlin opta por un conteo de las contradicciones que identifica pero únicamente para reducirlas a un lastre para el pensamiento de acción.
Un texto alternativo en el mismo contexto informativo pero contrapuesto en estilo y fondo fue el que publicó el exjuez Baltasar Garzón días antes del escrito por Carlin. En él lo que prevalece no son los ecos del realismo homérico sino los mimbres de un realismo de carácter escatológico e historicista que aspira a dar una explicación racional del devenir de la historia pero, a la vez, no estando privado de una acusada falta de conexión entre los argumentos esgrimidos, y de un ocultamiento de la causalidad economicista dentro del engordamiento que presenta de la causalidad política como factor desencadenante del conjunto de la situación.
En síntesis, ambos textos periodísticos podrían resumir el pulso de los estilos de pensamiento político que prevalecen en la sensibilidad eurocentrista. Ambos reflejan no ya el posicionamiento de posturas morales diferentes sino las formas mayoritarias que el pensamiento europeo posee para ser capaz de representar, reconstruir, expresar e interpretar la realidad. Ambos también muestran una de las principales debilidades de Europa, en el sentido de que no rompen con el consenso de creer que los europeos no tienen nada que aprender del resto del mundo; en este sentido se podría decir que Europa, afectada por el tónico de la arrogancia, explicita que sabe perfectamente lo que no hace bien o aquello en qué falla. Otra cosa es que lo remedie o que esté dispuesta a hacer los sacrificios de lo que sería necesario (el caso del tratamiento de los países europeos a los refugiados sirios es un ejemplo de este tipo de contradicción).
No obstante, nadie debe leer esta debilidad como un reclamo para tener la obligación de sentir empatía hacia los que atentan contra la vida humana o ponen en peligro la estabilidad de naciones enteras con tal de provocar conflictos bélicos que los beneficien, una conclusión que sería absurda e integralmente contraproducente. Se trata de poner en evidencia un síntoma más sutil pero más trascedente en el largo plazo que consiste en el error de no incorporar en la solución una revisión "desde fuera", tanto de lo que falla en las sociedades occidentales para que proliferen terroristas o potenciales terroristas (abarcando temas como el racismo, el desempleo, la marginalidad y los errores culturalistas sobre el concepto de la identidad), como si se atiende a lo que acontece realmente en el país en guerra que sufre el terrorismo todos los días (en este caso para desactivar la lucha de clases enraizada en la estructura tribal de castas).
Ese "desde fuera" sería en realidad un "desde dentro" pero invertido. Lo que implicaría que para ambos marcos habría que contar con una multilateralidad de conceptos, formas de pensar y sensibilidades, y no podría darse el caso de que emanasen de activistas radicales implicados, sino de una élite de la sociedad civil procedente de la heterogeneidad de países que forman esa visión mítica que tenemos de Oriente. Esa muestra de voces podría ser útil para ayudar a los europeos a esclarecer las penumbras y dislocar problemáticas bloqueantes y aparentemente sin remedio para ser pacificadas.
Si no se produce el ensanchamiento en las percepciones de cómo reconstruir la realidad desde otros prismas, con nuevas categorías de análisis, difícilmente el ciudadano de a pie podrá tomar partido con criterio y rigor. El espíritu de la Ilustración, el conocer por conocer, o dicho de otro modo, de opinar con la fuerza del conocimiento adquirido por uno mismo y no derivado de la presión ejercida por la opinión interesada de los demás (doxa), debería ser llamado con la misma fuerza con la que se llama a la unidad para la acción, con el fin de superar el oscurantismo sin caer en la senda de la imposición de soluciones totalizadoras o de esconder los problemas que no se quieren resolver.
La minoría debe tener su discurso. En nuestros días, el consenso sobre este enunciado es mayoritario, de hecho es algo en lo que Occidente ha evolucionado políticamente como no se ha conseguido en ningún otro espacio social de este planeta pero, paradójicamente, Occidente igualmente incorpora una aporía en su proyecto que choca con ese espacio para la minoría: la homogenización tanto económica como política y cultural de la totalidad del mundo, con los consabidos espacios que lleva implícitos para la persistencia de la pobreza y la precariedad. Deberá estudiarse científicamente si una consecuencia de ese proyecto de homogenización está siendo que esos jóvenes erráticos nacidos en el Primer Mundo se planteen como salida existencial un discurso de venganza y de "resurrección" en otra vida. De no hacer esa objetivación desde la que hacer partir políticas de transformación social, el "virus" que utiliza como símbolo Carlin inevitablemente resurgirá del tejido, aunque este parezca mutilado y sin vida.
El desafío mayor que debe trasladarse a la opinión pública no puede limitarse a imaginar cómo erradicar el discurso histérico y homicida de Daesh, sino cómo será posible prevenir que, sin tener que recurrir al uso de la intervención militar ni de la represión social y jurídica, no se reproduzcan artefactos sociales idénticos aunque con nuevas máscaras o acrónimos durante un siglo entero. Podría entenderse que su erradicación es justa porque resulta ser necesaria para realizar una vida buena en una sociedad que pretende la felicidad de todos sus miembros, pero ¿es natural? Dicho de otro modo, si nos parece que no es natural que florezcan soluciones terroristas suicidas como hechos sociales, ¿qué factores no naturales son los que provocan su aparición? Al fin y al cabo, la religión prende con mayor fiereza justo allí donde la ciencia no alcanza a responder o no termina de solucionar la incertidumbre.