El 'maldito' intelectual español
El intelectual no es de ningún partido político oficial de partida, es Ser en esencia, es alguien que está abierto a la vida y que bebe de la verdad, y desde ese manantial avanza e influye, se lo debe a su humanidad. Se puede ser intelectual y antisistema si el sistema es violento, cruel e injusto.
Recordar el pasado para entender el presente. El pasado te instruye. Y así, el futuro puede invitarte. Pero al mismo tiempo, aprendo a abrazar lo vulgar, me siento a los pies de lo que me resulta familiar, de lo humilde, y lo exploro con ahínco. Si logro profundizar en el presente, podré revelar a la vez el mundo antiguo y futuro.
Un hecho razonablemente demostrado por la experiencia es que nadie puede permanecer en la Historia para siempre. La Historia amenaza permanentemente con una corta existencia a todos los que hemos adquirido cierta consciencia de ser parte de ella. Es tal amenaza, que se transforma en una angustia punzante, la que impulsa a ciertas personas a hacer esfuerzos titánicos por permanecer en ella el máximo tiempo posible. Entrar en la Historia, incluso aunque sea por un breve instante, suele ser la llave para diferenciar a una persona del resto, cuyas vidas parecen contar exclusivamente para los recuentos estadísticos del censo. La vida tiene sentido sólo para aquellos que están en la Historia; el resto son mera masa, limitada a la lógica aritmética del nacimiento, el trabajo, el desgaste y la muerte.
La pasión primordial del hombre contemporáneo es obtener su lugar en la Historia, y es que, además, es su obligación, se lo debe a su humanidad. Lo que siento que debe ser un intelectual en nuestro tiempo, en todos los tiempos, es alguien comprometido no tan sólo con el mundo de las ideas, no comprimido a ser un forjador de palabras, debe incorporar un anhelo más trascendental al devenir de su acción social: hacer que la existencia de cada ser humano tenga un sentido, un significado, y un sitio reservado para él en la Historia que se elabora cada día.
Este principio rector implicaría que al ejecutar su agenda, el intelectual procurará que el débil sea siempre protegido del explotador, persiguiendo que la injusticia sea aliviada hasta su total aplanamiento, combatiendo al egoísmo y a la crueldad, y estando siempre dispuesto a compartir la prosperidad. Todo lo demás, en ausencia de estos requisitos, es negar el significado a la vida, es destruir el valor ético de la civilización.
Tradicionalmente, en los denominados por el poder como países serios, el intelectual fue concebido como alguien que, en teoría, podía surgir desde cualquier capa de la sociedad, pero que debía reunir una cualidad indispensable: debía sentirse siempre fuera de lugar, es decir, fuera cual fuera su inserción en los engranajes de las clases sociales, no podía evitar crear una distancia en torno a sí mismo para ser lo opuesto al tipo normal. Lo habitual en él debía ser su tono inconformista, lo que le hacia confrontar con el statu quo sin miedo a perder, sin mucha preocupación por las consecuencias que pudieran traerle la expresión de sus ideas, y sin mucha ambición por cuestiones materiales.
Para Dostoievski, la Intelligentsia, agrupada en la comunidad de intelectuales, tenía un rasgo inconfundible por la que podía ser fácilmente reconocida: la pasión por la originalidad. Su obsesión, pues, se circunscribía a inventar algo propio, de lo que nunca se hubiera oído hablar antes; en cierto modo, se trataba de un abrupto individualismo del pensamiento actuando por sí mismo.
Para Ralph Waldo Emerson, el intelectual en su estado ideal es un Hombre Pensante. En su estado degenerado se convierte en un mero pensador, que no actúa, o, peor aún, se reduce a ser el loro del pensamiento de otros. El Hombre Pensante posee confianza en sí mismo, sin ceder al clamor popular, su ambición es transformarse para transformar la sociedad. Bajo su optimismo late una verdad prístina: el mundo será bueno cuando todos lo seamos. El intelectual ha aprendido a distinguir en su interior el bien del mal, y ese descubrimiento es con el que debe comprometerse éticamente para comunicarlo a los demás. Sin miedo ni conformismo, ¿acaso es mejor estar ciegos?
En EEUU, a partir de la depresión y el New Deal, surgió el intelectual como académico técnicamente especializado, una especie de experto de laboratorio cualificado para ser asesor del Gobierno, heredero del sabio y del consejero de reyes. Su evolución consistió en hilar una identidad de grupo en forma de movimientos políticos, copando más que nunca puestos relevantes en las oficinas del Estado, y fundando sindicatos corporativistas de escritores, artistas y profesores de universidad. En 1956, el historiador H. Stuart Hughes se plateó ya una de las preguntas más recurrentes para evaluar la utilidad del perfil: "¿El intelectual está superado?"
En aquellos momentos, el número de PhD -doctores- se había multiplicado a un ritmo sin precedentes, y prácticamente todos ellos eran puestos a trabajar sin apenas madurez en puestos empresariales, públicos o privados, con un respetable grado de responsabilidad, surgiendo la tentación muy extendida de considerarles intelectuales aunque en realidad no lo fueran. Si el intelectual, en esencia, se distinguía por su mente especulativa, el nuevo ejecutivo, la digestión capitalista del doctorado, lo transmutaba en un técnico altamente cualificado, fuertemente especializado. El fenómeno era una derivada más de la postindustrialización del conocimiento: el intelectual se suavizaba por la acción de un clima social favorable, amistoso, que le aceptaba y lo encumbraba. Poco a poco, su filiación se fusionó hacia aquello que resultaba útil desde un baremo de rentabilidad técnica y, por extensión, económica.
En 1957, en su ensayo El Opio de los Intelectuales, Raymond Aron elogiaba al intelectual estadounidense por haber abandonado la teorización fútil contagiada por complejo histórico desde sus equivalentes de origen europeo. Aron destacaba su valentía por haberse convertido al bando liderado por los hombres de negocios, prácticos y realistas. El germen del declive crítico florecía sin obstáculos, los intelectuales estaban cambiando para pasar a estar al servicio de la empresa nacional, ya fueran los intereses del Estado, incluidos los partidos políticos, o directamente los de las empresas. Desde entonces, la evolución ha sido plana.
Y en España ¿cómo fue concebido y cómo ha evolucionado el intelectual moderno español? La génesis se configuró desde finales del siglo XVIII hasta mediados del siglo XIX. En ese intervalo se fue destilando un perfil público y minoritario caracterizado por una amplitud y diversidad de saberes, que utilizaba el medio periodístico como canal principal para difundir su pensamiento.
Hasta cristalizar en la comunidad de intelectuales decimonónicos españoles, compuesta por escritores, abogados, historiadores, periodistas y algunos políticos, se involucraron en dos líneas de acción principales: primero, implantar libertades (de opinión, de reunión y asociación, de cátedra, y expandir la prensa libre); segundo, volver a escribir la Historia de España, con el objetivo de establecer los cimientos del Estado burgués, alineando nuestro país con los vientos que soplaban en el resto de Europa, y constituyendo la existencia de un supuesto carácter español nacional, fijo y unificado. Este proyecto, que debía desembocar en un sistema basado en la democracia representativa, se enfrentó a un nacionalismo católico y reaccionario que se opuso irracionalmente a todo lo que implicaba la noción liberal de progreso.
La cadena de acontecimientos formada por los fracasos de la Revolución de 1868, la I República, y el conservadurismo corrupto de la Restauración, modeló lo que se terminó por denominar "el problema de España", diseccionado y a la vez patrocinado por, de un lado, Giner de los Ríos y el krausismo, y de otro lado, Menéndez Pelayo y el ultracatolicismo al estilo Tea Party.
Giner, con un trasfondo que le conectaba con la tradición idealista alemana, y con el apoyo de figuras como Leopoldo Alas Clarín, fue de los primeros en reclamar que España necesitaba una nueva ola de líderes, que fueran absolutamente inéditos, libres de la tradición: la nueva empresa debía ser hacer hombres, reformar al individuo a través de una educación diseñada -moral y estética- para que el escalón más alto de la clase media pasara a dirigir al resto del pueblo. No cabe duda de que, a veces, aquel impulso regeneracionista, al que se unieron personalidades como Joaquín Costa o Ricardo Macías Picavea, coqueteó con soluciones superficiales que caían, como su oponente fascista, en el terreno de lo antidemocrático.
A partir de 1890 es cuando se consolida un núcleo nuevo de intelectuales alejados del poder, cercanos a la pequeña burguesía, por tanto, con una posición social insegura, económicamente deprimidos, lo que les zarandeó hacia soluciones levemente más radicales y ambiciosas de lo que era la tónica general. Pero lo más importante fue que asumieron como proyecto un compromiso individual ante el Estado y la masa: colocar en el escaparte de la opinión pública metas sociales totalmente novedosas, descomponiendo las ideas políticas y culturales establecidas y dadas por inalterables por las jerarquías.
Unamuno, Maeztu, Baroja, Martínez Ruiz, y más tarde Azorín, Pérez de Ayala y Ortega y Gasset, establecieron la nueva vara de medir del intelectual moderno. Debía ser alguien con ambición para intervenir en la vida pública, pero desde una posición separada e independiente de los partidos y a la vez lejos de asumir la representación colectiva de toda la clase media o de la clase obrera. Su espacio natural para ejercer su influencia, de partida, se concentró en las revistas literarias y en los periódicos, y su fórmula predilecta fue el ensayo, deparando algunas obras maestras, aunque también terminaron por encasillarse, ofreciendo en ellos una opinión personal a menudo sin método, con poco rigor, sin profundizar en soluciones, lo que les valió la critica destructiva tanto de empresarios como de gobernantes, por ser en demasía individualistas, egotistas, místicos y especuladores.
La coyuntura de miseria socioeconómica en España llevó a aquella generación de intelectuales a concentrarse en lo único que a su juicio quedaba en pie de entre tanta ruina y escombros de valores civilizadores: el sentido del Yo. Ello les inclinó a absorber cierto sentido trágico a la hora de realizar una interpretación de lo que ocurría en cada momento y, al mismo tiempo, a relacionarse con mucha simpatía con el socialismo, aunque desde una interpretación personal, muy distanciada del marxismo.
Fue el caso de Unamuno cuando reconoció que el socialismo era, por antonomasia, la religión de la humanidad, pero su intuición al respecto fue siempre adherida a una dimensión ética y no al ejercicio político llevado a la cruda práctica, cauto para no caer en lo que denominaba un jacobinismo extremo y suicida por el efecto de querer imponer fórmulas y leyes por la fuerza.
Su obsesión fue tratar de crear, desde su mente hasta la realidad social y cultural de todas las regiones españolas, una comunidad alejada del localismo intolerante, de lo castizo, y lograr que ésta estuviera más familiarizada con los barbarismos procedentes de ideas extranjeras que con prejuicios provincianos.
Su proyecto conjugaba el progresismo sin renunciar a un sentimiento de patria, o lo que es lo mismo, no ceder ante un desarraigo radicalmente cosmopolita. Desde su enfoque, la afinidad predilecta de la persona auténticamente libre radicaba en conectar al individuo con una patria superior, igualitaria y con rigor moral, que en este caso debía ser española como síntesis de todas las diferencias, lo que sabemos que todavía hoy, más de 100 años después, continúa siendo un enorme reto.
Coincido con Unamuno en que un intelectual, ante todo, debe ser un hombre de carne y hueso. Nunca un pedante o un mero diletante. Y debe ser capaz de unir la fe vitalista de Don Quijote con el racionalismo que duda de la razón de Sancho. Un experto en no especializarse para ser un hombre completo. La idea subyacente resulta cristalina: hemos venido a realizarnos, así que pensemos, pensemos, y que nadie piense por nosotros. A continuación, actuemos.
Unamuno abogaba por intentar dominar a los demás con ideas originales y a la vez dejarnos dominar también por ellos, por sus anhelos y necesidades, una especie de modelo de imposición mutua: Los conocemos, los amamos, y en consecuencia estamos en mejor situación para dominarlos mejor.
En cualquier caso, lo que quiero subrayar de aquella visión tiene que ver con la aspiración de tratar de ser único e irremplazable, en el sentido de que, en alguna proporción, nadie debe ocupar fácilmente el espacio que dejamos al morir. Si cubrimos este requisito estaremos reclamando un lugar coherente e independiente para despertar conciencias. Para conducir a nuestro capital emocional hacia la transparencia de la verdad.
A mi juicio, otra de las peculiaridades que deben estar presentes en la configuración del intelectual tiene que ver con la naturaleza de su militancia que, como ciudadano, debe estar al servicio de una voluntad interminable por entender, una necesidad de acercarse a la realidad y prestar atención a los acontecimientos que se van sucediendo. Y a partir de ahí, ir articulando una inteligencia militante, comprometida política y socialmente para, sin empuñar armas, tener siempre de su parte a la razón, porque por todos los medios que pueda no debe tratar de imponer lo que es justo, sino abolir lo que estrangula que la justicia fluya.
El intelectual actuará autónomamente, en conciencia, sin estar sujeto a la decisión de un partido político ni a los intereses ocultos ni confusos de organizaciones empresariales ni del estamento financiero. Su estrategia para tener éxito consistirá en operar desde fuera-del-aparato para tratar de influir en el conjunto de los agentes sociales sin arriesgar la congruencia necesaria entre palabras y actos, entre discurso y realidad, lo que será posible porque el poder no será nunca su fin. Formar parte de la Historia, no morir en vano, eso sí.
Y es que estando atentos y reconociendo una perspectiva ciertamente trágica, los partidos políticos no son meras organizaciones doctrinarias y programáticas, sino que son organizaciones cuyo fin último es el conseguimiento del poder: su reparto y su administración, siempre centradas en ganar votos, funcionando internamente con obediencia, y a veces votando en contra, sus miembros, de su propia conciencia (en ocasiones inconscientemente, lo que sin duda es mucho peor).
En definitiva, los partidos siempre han terminado por percibir como sospechosos a los intelectuales que se han cuidado de salvar la independencia de su línea moral, difíciles en exceso de controlar como para confiar en ellos.
Por ello, quizás, lo indico como posibilidad, lo que necesita España ahora no sea tan sólo que los partidos políticos se abran a la sociedad, sino que la comunidad de intelectuales, allí donde se encuentre, siempre abierta a cualquiera por carta de naturaleza, sea permeable como nunca antes para acoger a la generación de españoles supuestamente mejor cualificada formalmente. Si la comunidad de intelectuales resultante es original, potenciadora, idealista y práctica, humana y no limitada a lo conceptual, será entonces cuando las instituciones, las jerarquías y los partidos no tendrán más remedio que armonizar el lenguaje de sus intereses para tener una coincidencia de opiniones y sesgos para interpretar lo que sucede.
La comunidad de intelectuales no puede caer en la maldición de ser contrario a alguien, y nada más. Debe tener método, perspectiva histórica y visión de futuro. Los partidos políticos no van a revalorizar la Inteligencia como por arte de magia, probablemente porque no les interesa un pueblo si no está dirigido ordenadamente desde sus mensajes codificados para mantener el control de la administración. La Inteligencia, que no ser simplemente inteligente, se revalorizará si la ciudadanía en su conjunto demanda este proyecto de renovación.
Si la comunidad de intelectuales crece, siendo exigente con los rasgos del perfil que debe componerla, la ciudadanía estará absorbiendo un poder prescriptor incorruptible sobre los partidos y los mercados: la audacia de pensar críticamente, con pasión pero con rigor científico, sin irracionalidad pero siendo escéptico y, sobre todo, siendo capaz de unificar la diferencia de los espíritus con la ambición de participar en la Historia, sin conformarse a ser un objeto o un adorno necesario.
Para que nuestra época merezca la pena, como cualquier otra, hay que saber qué hacer con ella. Esta aprehensión y cómo llevarla a cabo no les corresponde a unos pocos, ni tampoco a unos pocos que en representación de todos piensen por nosotros. Apelo a que "la culpa no es de nuestras estrellas, sino de nosotros mismos, si consentimos en ser inferiores". Malditos si consentimos.
Karl Kraus en su obra Los Últimos Días de la Humanidad cerraba el último acto después de que Guillermo II exclamara: "Esto no es lo que yo quería". Y qué brillante y espantosa resultaba Hannah Arendt cuando recordaba a la pequeña burguesía alemana gritando "¡No hemos sido nosotros!", cuando al final del Horror se descubría la barbarie del fascismo.
Quiero apuntar contundentemente que ser un intelectual no tiene que conllevar obligatoriamente la etiqueta de ser de izquierdas. La inteligencia debe ser libre y, sin lugar a dudas, hábil para no dejarse estrangular con una manera concreta y determinada de vivir la vida y de concebir la realidad. Si vivo únicamente reconociendo una realidad, fundada en actos que justifican diversos tipos de violencia, entonces mi inteligencia estará secuestrada.
El intelectual no es de ningún partido político oficial de partida, es Ser en esencia, es alguien que está abierto a la vida y que bebe de la verdad, y desde ese manantial avanza e influye, se lo debe a su humanidad. Se puede ser intelectual y antisistema si el sistema es violento, cruel e injusto. Porque si permitimos un sistema como ese: ¿Qué clase de existencia me estoy creando para mi mismo? ¿Me quiero realmente?
Si no hay Estado no hay pensamiento. Pero ninguno de ellos tiene significado si se carece de una voluntad concreta y definida para vivir y hacer. La batalla que debe dar el intelectual español en estos tiempos difíciles tiene que ver con saber articular, diferenciar y clasificar una relación higiénica entre el materialismo y el idealismo, y trasladar cada nota con sutil ingenio a la ciudadanía.
En España, el idealismo siempre echó pocas raíces; de algún modo, como apuntó María Zambrano, los españoles hemos estado sobrados de intuiciones y pobres en conceptos. No por pereza mental, sino por recelo, por falta de fe en las ideas. Que al español le suplanten la presencia contundente de la realidad que le mancha la ropa por teorías farragosas, siempre le ha producido rechazo e incluso con facilidad se ha burlado de ellas.
Al contrario que el europeo, el nuestro no ha permitido que asienten en su conciencia los conceptos elaborados por la mente humana, dando la espalda a las palabras altisonantes que casi siempre ha descalificado por pretenciosas. Este rasgo ha estado presente no exclusivamente entre el pueblo, sino especialmente entre la burguesía española, que de ese modo ha podido consagrar el individualismo y el realismo como las formas por excelencia de entender el mundo, lo que en su estado degenerado desemboca en el feroz egoísmo, en el clasismo rancio, y en la falta de confianza en uno mismo, por ello, vacío de originalidad para producir ideas nuevas e influyentes.
Más cercano y cómodo se ha sentido el español del lado de lo material. Aquello que puede retratarse como la escena cotidiana de los hombres y mujeres que pueblan España: los que trabajan en fábricas o cultivando campos, los que salvan vidas en hospitales, los que educan en las universidades y las escuelas, los que investigan e inventan en laboratorios, los que vigilan protegiendo el territorio, los que velan por que se cumpla la Constitución, y los que recogen las basuras de todos. Los que saben cómo construir un casa y los que saben como elevar un tendido de energía eléctrica. Los que saben, porque lo llevan grabado en su imaginación, pero que llevan tiempo sin poder ejercer sus habilidades y destrezas. Esta materialidad está bien, porque es humanismo o el realismo del pueblo.
La auténtica amenaza surge cuando lo material es tintado y viciado por un monstruoso idealismo, compuesto por los "ideales" del distorsionado liberalismo: la teoría del esfuerzo individual como única vía de purificación, de que sean los más fuertes los que prevalezcan cuando hay escasez, del mito de la superioridad de los herederos. En España, ahora y antes, esos idealistas oficiales se han caracterizado por el horror que sienten ante el pensamiento crítico, ante el arte revolucionario, ante las letras que combaten por traspasar las falsas apariencias. No nos dejemos engañar por un idealismo que está encubriendo una pasión, un instinto que es enemigo de la misericordia.
En España, como siempre, se echa en falta un caudal de abundantes intelectuales que unifiquen la nobleza de nuestro materialismo con una teoría de ideas complejas, tejidas con hilo fuerte, sustanciadas en metas alcanzables y bien construidas por método, en todo caso, un sistema conceptual al servicio de la vida, prevaleciendo por lógica sobre toda mentira.
No obstante, es importante reconocer que tenemos intelectuales activos en España, aunque considero que son pocos, insuficientes. La pregunta que debemos plantearnos es si realmente resulta fácil acceder a ellos, o bien si se encuentran ocultos y alejados de los canales oficiales de comunicación, a los que tanto les gusta la espectacularización de la supuesta intelectualidad, cayendo habitualmente en un sesgo donde lo probable es que no estén todos los que podrían estar, y por consiguiente, reduciéndose las posibilidades de un humilde regeneracionismo.
Es lo que Casio dijo a Bruto. No podemos detenernos en culpar a nuestros líderes de nuestro destino, ni creer que el problema desaparecerá cuando se resuelva el vacío de liderazgo, para que pase de nuevo a ser gestionado exclusivamente desde la responsabilidad de una élite. Hemos de reaccionar cada uno de nosotros afinando, como si se tratara de un delicado instrumento musical, nuestro propio estilo de pensamiento para influir en la cultura, en la política y en la economía. Y hacerlo sin olvidos, sin desmedidos amores, con temores y sobre todo con esperanzas.
Espero con ansiedad que a nuestros jóvenes de ahora y por venir, les podamos insuflar la aspiración de formar esa comunidad de intelectuales que tanto me gusta imaginar. Debemos alimentar su energía y su garra para librarlos del exilio interior. Me refiero a un exilio consistente en la resignación del activista que tras haber luchado por el cambio largamente, al final cae, dejándose llevar, reducido a soportar la opresión del bando inmisericorde. Ese exilio interior se contagia también sobre aquellos que creyendo en las bondades del bando que domina, cegados por sus falsos ideales, siguen apoyando un proyecto que les ha defraudado, y sabiendo que es falso, pues, con asombroso patetismo, siguen encaramados a ese carro porque creen que es el único ganador posible.
Debemos combatir la amnesia social para recordar que hemos venido a realizarnos, a vivir. Combatir para que determinadas ideas no sean reprimidas, olvidadas ni descartadas por los intereses del sistema que domina.