Los Donald Trump del mundo: Nigel Farage en Reino Unido, Le Pen en Francia...
WASHINGTON - Donald Trump no es el primero. No está solo. Y su mensaje no se desvanecerá, ni siquiera aunque pierda en noviembre.
En Reino Unido, el equivalente es el pro-Brexit Nigel Farage; en Francia, los Le Pen; en Austria, Norbert Hofer; en Alemania, el movimiento con un nombre engañosamente inofensivo, "Alternativa para Alemania"; en Hungría, Viktor Orban y en Rusia, por supuesto, el patrón original de Trump, Vladimir Putin.
País tras país, los trumpianos han surgido a base de recurrir a los mismos miedos: esa globalización financiera, digital, logística, política, étnica y religiosa que destruirá el poder que tienen las "patrias" para proteger la cultura, los puestos de trabajo e incluso las vidas locales.
¿Cómo va a ser buena una "nación", se preguntan los trumpianos, si no puede proteger a sus trabajadores, ciudadanos y tradiciones de los tsunamis de inmigrantes, de los terroristas de ISIS, del capital de Wall Street, del código de Silicon Valley, de las redes sociales y de los productos chinos?
Si los últimos años del siglo XV vieron el auge de las naciones-Estado en Europa, los primeros años del siglo XXI están siendo testigos de una inevitable crisis de confianza en ellos, y de un intento desesperado por preservar su relevancia en el nuevo orden que está emergiendo.
En muchos países del mundo -especialmente en las democracias occidentales- los sentimientos nacionalistas y antiglobalización están en auge.
El entrevistador estadounidense Frank Luntz, que ha realizado encuestas extensivas por toda Europa, se ha dado cuenta de que los votantes, tanto europeos como estadounidenses, cada vez conciben más la política como una serie de decisiones irrelevantes entre el compromiso global y el aislamiento.
"Cada vez más gente rechaza la teoría tradicional y celebra la ortodoxia", comentaba Luntz en este artículo del 10 de junio, "y causan estragos entre los políticos y las estructuras políticas que les obstaculizan el camino/que se encuentran por el camino".
Esa ortodoxia, el objeto de su desprecio, tiene nombre: el Consenso de Washington, una serie de creencias políticas y económicas que ganó tracción tanto entre la élite como entre los occidentales ordinarios tras el fin de la guerra fría.
El comercio global y la integración social eran concebidos como una victoria en toda regla a lo largo del mundo, lo que provocaba que aumentara la prosperidad a través de la creatividad compartida desencadenada por las nuevas libertades democráticas.
Desde Davos a Cannes pasando por Downing Street, las élites siguen sintiéndose así. Pero el "consenso" se está muriendo en la calle principal de Estados Unidos, y en muchas ciudades y barrios europeos.
El crecimiento económico se ha estancado. Los extranjeros que compiten por un puesto de trabajo están en todas partes. Los ricos son más ricos que nunca. Los que llegan tienen un aspecto diferente, hablan idiomas extraños y profesan religiones que algunos locales perciben como infames o incluso peligrosas.
En estos lugares los locales se preguntan quién los protegerá.
Trump, y otros de su misma especie, ofrecen una respuesta clara y reconfortante: todo es culpa de los extranjeros. Y, para empezar (y para terminar), este país es vuestro país.
Aunque sus propuestas políticas (por escasas que sean) difieren, estos líderes tienen ciertos métodos y características comunes: un ansia por acumular poder a base de dividir, y no de sumar. Un don para el sensacionalismo vulgar pero efectivo. Un uso astuto y obsesivo de las redes sociales. La definición de una especie de estatus purista de "intruso", a menudo basado en la familia, en la riqueza o en ambos. El desdén por los intelectuales y el desprecio por el periodismo y por la libertad de expresión. Un autoritarismo que nace de sus furiosos egos. La capacidad de utilizar con cinismo la nostalgia de una época más sencilla, una época que nunca existió fuera de las mentes de sus seguidores.
El contenido de sus mensajes varía. El sentimiento de rechazo ante la inmigración es una constante a nivel mundial, pero el resto adopta distintas formas dependiendo de los microclimas económicos, demográficos e históricos.
El fin de los imperios
Nigel Farage, líder del partido por la Independencia del Reino Unido (UKIP)
Osama bin Laden atentó contra el World Trade Center porque, igual que el Capitolio o que el Pentágono, era un símbolo del imperio estadounidense.
Ningún país -Estados Unidos incluido- ha tenido ni tendrá nunca el control absoluto de su destino, su economía, sus recursos o incluso sus fronteras.
Pero después de la Segunda Guerra Mundial y de la guerra fría, Estados Unidos estuvo cerca de conseguirlo, ya que llevaba las riendas del mundo como China en el Antiguo Oriente; como Roma hace dos milenios; como Gran Bretaña en el siglo XIX.
Una convergencia de factores -desde el 11-S a la decadencia de la ética política pasando por la mala distribución de la riqueza y por el recrudecimiento económico de China- han hecho que los estadounidenses abandonen la fe en el futuro. A muchos es la primera vez que nos pasa.
Aunque muchas de las empresas más valiosas del mundo tienen su sede en Estados Unidos, las encuestas demuestran que los estadounidenses dudan mucho que sus hijos vayan a poder beneficiarse de ello.
Y ahí entra Donald Trump, con sus promesas de riqueza fácil y sus trucos de vendedor para hacer que las cosas buenas suenen sencillas y que las cosas malas parezcan culpa de los extranjeros.
Cuando Trump habla de intentar "volver a hacer grande a América", lo que en realidad está expresando es un deseo y una fantasía: quiere devolver a Estados Unidos a una época en la que se tenía el control absoluto del destino del país.
El pegamento que mantiene unido a su tóxico mejunje de racismo, xenofobia y economía populista es la histeria de los estadounidenses (blancos) que están preocupados porque están perdiendo terreno no solo en el mundo, sino también dentro de la propia cultura estadounidense.
Los votantes de Reino Unido ya no tienen ilusiones imperiales que perder. Pero, mucho después de que se pusiera el sol en su imperio, los más temerosos piensan que están luchando para salvar un remanente de los viejos tiempos.
Por irónico que parezca, los inmigrantes de los extremos de un imperio que se ha desvanecido -Pakistán y la India en particular- están subiendo al poder en la vieja ciudad imperial, Londres.
La nación cuyo poder una vez derivó del poderío de su marina se muestra recelosa con respecto a la Europa continental y, aun así, cada vez está más atada a ella.
Todo esto echa más leña al fuego del movimiento que quiere que Reino Unido salga de la Unión Europea y realza el perfil de Nigel Farage -líder del Partido de la Independencia de Reino Unido-, una figura que antes permanecía en la oscuridad.
Farage se pasó 10 años dando la lata sobre cómo la Unión Europea dirigía Reino Unido sin que nadie le escuchara.
Por aquel entonces, en 2004, empezó a hablar sobre la inmigración, y millones de votantes se sentaron a escucharle y a prestarle atención.
Farage, que es miembro del Parlamento Europeo pero no consiguió salir elegido para formar parte del Parlamento de Reino Unido en las siete ocasiones en las que se presentó, cree que la política de la UE de libertad de movimiento para los trabajadores es la señal más clara de que los legisladores británicos ya no tienen el control del país.
Esta táctica que consiste en hablar constantemente sobre la inmigración trasladó al partido de Farage de la última fila -donde solo atraía a los que antiguos votantes de Tory preocupados por la soberanía- al primer plano, haciendo que se llevara a muchos miembros de la clase trabajadora que opinaban que los políticos no se preocupaban lo suficiente por la creciente inmigración.
Con una pinta en una mano y un cigarro en la otra, Farage se ha creado la imagen del típico hombre normal y corriente de bar que no tiene miedo de decir lo que piensa "la gente normal y corriente".
No le da miedo hablar del papel de Reino Unido en la Segunda Guerra Mundial o de los presuntos peligros que conlleva vivir en una "Europa dominada por Alemania". Se enorgullece de afirmar, sin basarse en ningún tipo de prueba, que los inmigrantes seropositivos vienen a Reino Unido a aprovecharse del sistema de sanidad.
Los problemas de vivienda, de educación y de sanidad nacional se atribuyen a la inmigración descontrolada, e incluso cuando se demuestra que los inmigrantes contribuyen más a la economía de Reino Unido de lo que la perjudican, Farage sigue en sus trece.
No duda en utilizar cualquier tema polémico para conseguir sus objetivos políticos. Farage asegura que aumentará el riesgo de agresiones sexuales en las calles de Reino Unido si se permite la entrada de Turquía en la UE y pone como ejemplo las agresiones que tuvieron lugar en Alemania en la noche de Fin de Año.
Mientras a muchos les indigna que Farage juegue sucio para su beneficio personal, hay quienes consideran que es un soplo de aire fresco que está sacudiendo a las élites.
Casi cuatro millones de personas votaron por el Partido de la Independencia de Reino Unido en las elecciones generales del año pasado, pero, gracias a las peculiaridades del sistema electoral de Reino Unido, solo quedó un representante del partido en la Cámara de los Comunes.
Ideales vs. realidad
Marine Le Pen, líder del partido francés de extrema derecha Frente Nacional.
Francia y Alemania son los motores del "proyecto europeo", un esfuerzo por forjar una entidad democrática próspera formada por 500 millones de personas que abarque desde Irlanda hasta las costas del Mar Negro.
Ha funcionado en muchos aspectos -la UE es la potencia económica de comercio más grande del planeta- pero los Gobiernos tanto de Francia como de Alemania han quedado acorralados por las consecuencias de su propio idealismo.
Los franceses se consideran los custodios de los ideales de los derechos humanos y los alemanes parecen estar decididos a demostrarle al mundo que Hitler fue una aberración terrible dentro de un pueblo cuyos logros artísticos y científicos han contribuido notablemente a la modernidad. (Aunque Hitler naciera en Austria, los alemanes saben que es su país el que siempre se asociará con el dictador).
Pero ese digno proyecto que consistía en construir una Unión Europea sobre las normas morales más altas se ve desafiado por un electorado que reacciona de forma negativa contra los inmigrantes y los refugiados.
En Francia, esto ha supuesto el auge del Frente Nacional, un partido reaccionario que se ha convertido en una de las fuerzas más importantes y que se ha ganado la simpatía de más de un cuarto del electorado de un país con una variedad de opiniones muy fragmentada.
El Frente Nacional apoya la campaña "anti norma establecida" de Donald Trump. Pero su presidenta, Marine Le Pen, que ahora se va moviendo hacia el centro para intentar ganar en las elecciones presidenciales de 2017, rechaza cualquier tipo de comparación con el millonario.
"No soy estadounidense… defiendo a todo el pueblo francés, sea cual sea su religión", afirma Le Pen, en un intento por establecer las diferencias entre ella y Trump, que ha demostrado abiertamente una actitud hostil hacia los musulmanes.
Se asocia más con Trump y sus provocaciones al anterior presidente del Frente Nacional, Jean-Marie Le Pen -el padre de Marine-, que banaliza el Holocausto y aseguró que votaría a Trump si pudiera.
Pero otros están intentando asumir la responsabilidad trumpiana, como es el caso del expresidente de Francia, Nicolas Sarkozy.
Aunque lleva las de perder en las inminentes primarias de su partido, Sarkozy tiene la esperanza de vencer al candidato más clintoniano, Alain Juppe. Su objetivo es acortar distancias mediante una campaña basada en la inmigración y en la identidad francesa.
Aunque puede que no apruebe la conducta grosera de Trump ni sus ideas incendiarias, Sarkozy ve potencial en la estrategia general del multimillonario.
"Miren a los candidatos estadounidenses, que cuentan con el apoyo del sistema y de los medios de comunicación: los candidatos populistas son los que arrasan", comenta Sarkozy. "Ya verán qué pasa en Francia [en las primarias de noviembre]".
En Alemania, la canciller Angela Merkel se ha jugado su carrera -y el futuro de la UE- en lo respectivo a la obligación moral de admitir refugiados de Siria y de otros países azotados por la guerra.
Inevitablemente, se desató una reacción violenta en el estado federado alemán de Baviera, que contó con el apoyo de Joachim Herrmann, un miembro del parlamento estatal que quiere cerrarles la puerta a los inmigrantes en general y a los refugiados en particular.
En vez de tener un solo Trump, se podría decir que en Alemania hay pequeños Trumps repartidos por cada estado federado, y que, además, han conseguido logros históricos en las elecciones estatales de este año. Sus estrategias en los medios de comunicación resultarán familiares a aquellos que sigan la campaña -llena de equivocaciones e insinuaciones- de Trump: primero, hacen declaraciones provocativas para acaparar los titulares y, después, reducen la intensidad.
En Austria, que tiene su propia historia oscura relacionada con el nazismo -pero no cuenta con una líder de la altura de Merkel-, han ido más allá que los otros países mencionados. El partido antinmigración Partido de la Libertad de Austria se ha posicionado entre los primeros en muy poco tiempo y, el mes pasado, a su líder, Norbert Hofer, le faltó menos de un 1% para llegar a ser presidente.
¿Y ahora qué?
El líder del Partido de la Libertad de Austria, Norbert Hofer, junto a Marine Le Pen.
A pesar de su rápido ascenso, los trumpianos no tienen por qué triunfar.
En Reino Unido parece probable que se impongan los que quieren que el país siga perteneciendo a la UE, especialmente tras el asesinato de la parlamentaria del Partido Laborista Jo Cox, que era una de las principales partidarias de que Reino Unido permanezca en la UE.
En Francia puede que Le Pen y Sarkozy, entre otros, no sean capaces de avanzar a menos que se desplacen tanto hacia el centro que acaben perdiendo sus cualidades trumpianas.
Y en Estados Unidos la egocéntrica falta de respeto por la decencia e incluso por la ley de la que hace gala Trump parece estar teniendo consecuencias negativas para él.
En un lapso de 10 días, Trump ha acumulado una cantidad considerable de errores involuntarios. Acusó a un juez estadounidense de ser parcial solo por tener herencia mexicana. Añadió al Washington Post, uno de los periódicos más importantes de Estados Unidos, a su creciente lista negra de medios de comunicación. Y, tras la terrible masacre en el pub gay de Orlando, Trump no dio la talla como candidato a la presidencia: lejos de dedicar palabras de alivio y de unión, intentó aprovechar para acentuar más las divisiones.
Cuando se escriba la historia, probablemente se perciba a Trump y a los de su calaña como una coda y no como una obertura; como un grito de desesperación en vez de como un augurio de nuevos acontecimientos.
La tecnología lo ha dejado claro y ha hecho que sea inevitable: después de todo, vivimos en el mismo planeta y somos parte de una única raza humana. Pero aún no se ha escrito la historia sobre la transición y, de momento, los Trumps del mundo no van a dejar de hablar de sí mismos.
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Para la redacción de este post se ha contado con los reportajes de Owen Bennet desde Reino Unido, los de Geoffrey Clavel desde Francia y los de Reuter Benjamin desde Alemania y con contribuciones de otras ediciones del 'Huffpost'
Este post fue publicado originalmente en la edición estadounidense de 'The Huffington Post' y ha sido traducido del inglés por Lara Eleno Romero