Muguza Ali: "Prefiero ser un león muerto que un perro vivo"
Acostumbrado a la muerte que le ha rondado desde que con apenas 20 años abandonara por problemas políticos su Costa de Marfil natal, Muguza Ali, de 31 años y ojos tristes, solo teme a Dios.
Ni siquiera al mar que hace mes y medio se tragó la patera en la que viajaba rumbo a Lampedusa (Italia) con otros 87 inmigrantes subsaharianos, tres de los cuales perecieron bajo las olas tras 72 horas a la deriva.
"No puedo volver atrás. Mi familia depende de mí. Hay que ganar dinero y prefiero ser un león muerto que un perro vivo", explica a Efe con voz temblorosa en el puerto meridional tunecino de Zarzis, donde fue recogido por la Media Luna Roja de Túnez.
Allí convive con decenas de náufragos más, que escuchan con emoción su sentido relato, y con colegas prestos a correr su misma aventura, ansiosos por cruzar el mar pese a que la experiencia les diga que las opciones son mínimas.
"Yo también vine a Libia escapando de la guerra y me encontré con una revolución que me convirtió en un perseguido", explica uno de ellos, que prefiere no ser identificado.
"No puedo volver a casa y Libia está destruida. Nadie se ocupa de nosotros. Solo en Europa hay seguridad", explica el joven, que ya ha pagado a la primera de las mafias, la que le devolverá a Libia en plena noche.
Soldador de profesión, Muguza escapó de Costa de Marfil en 2002, año en el que las Forces Nouvelles se alzaron en armas y estalló una guerra civil que sumió a la población en el terror y la pobreza.
"Había que militar en el partido del presidente (Laurent) Gbagbo. El trabajo se acabó y me encontré en la calle vagando y sin dinero por lo que pensé en trabajar fuera, primero en Burkina Faso y después en Níger, afirma.
Pero allí tampoco había demasiado futuro, así que aceptó una propuesta para cruzar el desierto a pie y trabajar en la Libia de Muamar al Gadafi, que los años previos a su caída pretendía erigirse en el padrino de África.
Sobrevivió a la sed y al cansancio, que se llevó la vida de varios compañeros, y a la violencia de los nómadas tuareg, que les ametrallaron y les robaron los teléfonos y la escasa comida conseguida.
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Ya en Libia, su suerte no cambió: aunque comenzó a trabajar, una noche la casa compartida fue asaltada por pistoleros y resultó herido en una pierna. Una vez curado, otro grupo armado lo capturó y lo recluyó diez días hasta que un hombre accedió a pagar su liberación (700 euros) a cambio de trabajo.
La violencia en esa ciudad, que no quiso nombrar, era tal "que decidí ir a Trípoli donde fue peor", rememora mientras agita con dolor sus manos.
Gadafi había desaparecido y un sentimiento de odio y racismo perseguía a todos los subsaharianos, que durante años habían trabajado en aquello que los libios consideraban indigno.
"Lo que pasaba en la calle era ignorado por el mundo entero, que solo prestaba atención a lo que pasaba a alto nivel, a los bombardeos de la OTAN y todo eso", denuncia.
"Una noche nos atacaron y tuvimos que huir. Un compañero fue asesinado allí mismo", relata el joven, que recuerda que fue entonces cuando un hombre le propuso, por primera vez, embarcarse a Europa por mil dinares (unos 500 euros).
"Acepté porque no podía volver atrás y quería salvar mi vida", resalta Maguza, que admite nunca esperó lo que en los siguientes días iba a vivir, denigrado como persona y tratado como un animal.
Llegada la noche de la partida "fuimos transportados como bestias" hasta la playa. "Protesté y recibí una tanda de puñetazos", señala.
"Subí al barco, aunque estaba en muy mal estado, porque presentí que si no lo hacía me matarían sin piedad allí mismo, en la orilla del mar", como dice que hicieron con algunos de los que protestaron.
"Hacia la medianoche, el barco zarpó y al poco ya hacía agua por un agujero. Sin poder ni avanzar ni retroceder en aguas tunecinas, comenzó a hundirse", rememora con horror.
"Sacábamos agua pero no servía de nada, muchos empezaron a ahogarse, comprendimos que nuestra hora había llegado y moriríamos. Estuvimos sin comida ni agua tres días, a la deriva", narra.
La providencia llegó personalizada en un grupo de pescadores de Zarzis, que sin embargo les exigieron dinero para sacarlos del mar.
Recuperado y firme, Muguza cree que solo Dios, ese Dios al que no teme, le salvó y que únicamente la comunidad internacional tiene la culpa de que la muerte que le ha rondado toda su vida esté ahora encarnada en el mar.
"Si en Libia la situación hubiera estado bien, nadie, nadie, habría tomado el barco", argumenta.