Puede que la democracia y el capitalismo estén a punto de divorciarse
Los mercados no son fuerzas físicas independientes y sin gobierno. Están determinadas por los regímenes políticos, y el pueblo puede sentar las bases en sus mercados para que tengan beneficios políticos y democráticos.
El cataclismo económico que tuvo lugar en 2008 dejó patentes los problemas de la economía mundial. El problema se ha agudizado y se ha convertido en una crisis política que pone en riesgo la relación entre las economías de mercado y la democracia representativa.
Es lo que defiende Martin Wolf, el analista económico británico más influyente, en una columna que escribió para el Financial Times cuyo titular era "Capitalism and Democracy: The Strain is Showing" [Capitalismo y democracia: el desgaste se nota]. Cambiar las normas económicas de lo que la mayoría de la gente conoce como "capitalismo" va a ser difícil, según Wolf. Pero el primer paso exige reconsiderar lo que las élites llevan llamando durante décadas "mercado libre" o "globalización".
"Aquellos que queremos conservar la democracia liberal y el capitalismo tenemos que considerar unas cuestiones serias", escribe Wolf. "Una de ellas es si tiene sentido fomentar más acuerdos internacionales que limiten más la discreción nacional de reglamentación de los intereses de las empresas existentes. Mi punto de vista cada vez se parece más al del profesor de Harvard Lawrence Summers, que argumenta que 'los acuerdos internacionales deberían ser juzgados no por las barreras que derriben o la armonía que creen, sino por si los ciudadanos están empoderados'. El comercio reporta ganancias, pero no puede buscarse a cualquier precio".
El orden económico mundial de las pasadas tres décadas ha favorecido a algunas élites -que han visto cómo se expandían sus ingresos y su poder político- a costa de un número bastante mayor de personas de clase trabajadora, que han visto cómo se estancaban sus ingresos y menguaba su influencia política. Las reglas de la economía global permiten que se deslocalicen los puestos de trabajo y que el capital se redistribuya de forma que no beneficie a la gran mayoría de gente que vota en las elecciones. La idea de que los mercados que fomentan las decisiones individuales son compatibles con las formas democráticas de gobierno se ha convertido en una cuestión abierta, según Wolf.
Estas palabras son un ataque intelectual a la Asociación Transpacífica (TPP por sus siglas en inglés) y a la Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión (TTIP), dos pactos internacionales iniciados por el presidente de Estados Unidos, Barack Obama. La polémica que rodea al TTIP se limita a la Unión Europea de momento, pero la TPP se ha convertido en uno de los asuntos más importantes de las elecciones presidenciales de Estados Unidos, aunque rara vez se hace eco de ello la televisión por cable.
La TPP se inspira en el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) y los tratados de la Organización Mundial del Comercio que la preceden. El acuerdo garantizaría a las empresas el derecho a desafiar las leyes y regulaciones de los Gobiernos soberanos ante un tribunal internacional reservado. A los sindicatos, los ecologistas y otros representantes de la sociedad civil no se les concederá el mismo privilegio. El acuerdo se concibe como un esfuerzo por darle a las empresas multinacionales un mayor poder sobre la toma de decisiones políticas.
Wolf y Summers no son revolucionarios armados con mazas y antorchas. Son personas respetadas de la élite económica global, tanto que los estadounidenses progresistas contemplan a los dos -y en el caso de Summers, a menudo con hostilidad manifiesta- con escepticismo.
La mayoría de los millennials que buscaban trabajo en vano durante la Gran Recesión son demasiado jóvenes como para acordarse de las revueltas que hubo en Seattle en 1999, en las que miles de manifestantes tomaron la ciudad estadounidense para hacer visible la oposición a la Organización Mundial del Comercio, que, a pesar de sus esfuerzos, acabó convirtiéndose en un pilar principal de la arquitectura económica global actual. Por aquel entonces, los manifestantes argumentaban que la OMC degradaría las normas laborales, diezmaría los sindicatos, contaminaría el medio ambiente y dañaría la salud pública. Además, minaría la democracia, reemplazando los juicios de los gobiernos democráticos por los de un organismo internacional no responsable.
Durante la década posterior, estos manifestantes fueron ridiculizados como si fueran unos ludistas ignorantes incapaces de comprender los complejos beneficios del comercio internacional. Wolf -autor del libro Why Globalization Works [Por qué funciona la globalización]- ahora parece estar empezando a aceptar su causa, pero no sus métodos.
Wolf hace describe dos aterradoras alternativas en expansión para restablecer el actual sistema capitalista internacional gobernado por las élites. La primera es una plutocracia globalista en la que "como en el Imperio Romano, las formas de república quizá aguantarían, pero no la realidad". La otra opción para la situación política mundial consiste en "democracias intolerantes o dictaduras abiertamente plebiscitarias en las que el gobernante electo ejerce el control tanto sobre el Estado como sobre los capitalistas". Otra manera más políticamente incorrecta de llamar a esta forma de gobierno es "fascismo".
Es difícil ver la luz de las elecciones presidenciales de Estados Unidos de este año según el pensamiento de Wolf. Donald Trump ha llevado a cabo una campaña fascista, a la que los republicanos han respondido retorciéndose las manos de impotencia. Los demócratas, mientras tanto, han pasado el último año defendiendo los discursos pagados de Hillary Clinton ante Goldman Sachs y l flujo de dinero proveniente de dictaduras deshonestas a la Fundación Clinton. Sus argumentos -que defienden que aceptar dinero sucio no es prueba de corrupción-, se parecen mucho a la lógica que hay detrás de la impopular ley Citizens United (ciudadanía unida) que promulgó el Tribunal Supremo y según la cual la corrupción no es un problema que deba preocupar a las sociedades democráticas. Estas defensas se dan algo más que un aire a una plutocracia globalista.
Es habitual que las economías de mercado se enfrenten a la crisis política. Lo hicieron en Europa después de la Primera Guerra Mundial, y a lo largo y ancho del mundo durante la Gran Depresión. Europa respondió encogiéndose de hombros a lo que Wolf se refiere indirectamente como "los años treinta".
Pero el New Deal en Estados Unidos y la remodelación similar que sufrió la política económica europea tras la Segunda Guerra Mundial redemocratizaron las economías de todo el mundo. Hoy en día se podría hacer lo mismo. Rechazar el orden económico global existente no implica rechazar los mercados completamente. Como escribe Barry Lynn, director del programa Open Markets en la New America Foundation, en su libro Cornered. Los mercados no son fuerzas físicas independientes y sin gobierno. Están determinadas por los regímenes políticos, y el pueblo democrático puede sentar las bases en sus mercados para que tengan beneficios políticos y democráticos.
Como dice Wolf, "si la legitimidad de nuestros sistemas políticos democráticos se ha de mantener, la política económica debe estar orientada a promover los intereses de la mayoría, y no de la minoría".
Este artículo fue publicado originalmente en la edición estadounidense de 'The Huffington Post' y ha sido traducido del inglés por Irene de Andrés Armenteros y Lara Eleno Romero.