'Memorias del subdesarrollo'
Mientras las víctimas de un atentado en el primer mundo son noticia, los miles de muertos en las guerras del tercer mundo son apenas una estadística. Aunque en nuestros países creemos gozar de las mismas ventajas que el primer mundo, podríamos estar muy equivocados.
Imagen de la película Memorias del subdesarrollo, de Tomás Gutiérrez Alea
A comienzos de la década del 90, cuando los celulares eran todavía un artilugio exclusivo de Dick Tracy, el principal medio de comunicación instantánea era el teléfono fijo. A los que llegan tarde, les cuento que hubo una época en que la mayoría de los teléfonos tenían un auricular inmenso, que se conectaba por medio de un cordón o cable enroscado en forma de espiral a una base, en la cual, dependiendo del modelo, se encontraba el disco o el teclado desde el cual se hacía la marcación del número deseado.
Sin embargo, había una pequeña diferencia entre los teléfonos de los países desarrollados y los aparatos del tercer mundo: en nuestros países, cuando uno levantaba la bocina para hacer una llamada, antes de marcar tocaba esperar hasta que el aparato diera un tono, cuestión que por lo general tardaba unos instantes, pero que a veces se prolongaba inexplicablemente. En cambio, en Europa o en Estados Unidos, apenas uno descolgaba el teléfono el tono sonaba de inmediato y uno podía marcar sin ninguna demora.
Ese ínfimo detalle, muy sutil pero muy diciente, era apenas un recordatorio de la brecha de progreso que siempre nos ha separado, y nos seguirá separando, a pesar de la pregonada globalización, de los tratados de libre comercio, de los acuerdos multilaterales, etcétera; porque por mucho que corramos, siempre habrá cuestiones que van a delatar nuestra condición de países de estrato inferior o subdesarrollados, así nos cambien el nombre para denominarnos en vías de desarrollo o emergentes.
Si bien hoy por hoy, tecnológicamente hablando, creemos gozar de las mismas ventajas que tienen los ciudadanos del primer mundo, hay varios indicios que nos muestran cuán equivocados podemos estar. Una de esas pistas son los cortes de luz, que en nuestras latitudes son tan cotidianos como sorpresivos. Mientras en ciudades como Berlín o Nueva York un apagón es noticia de primera página, por estos lares nadie se entera; casi ni uno mismo, pues solo nos damos cuenta de que se fue la luz porque al volver a casa encontramos el display del microondas lleno de ochos. Y algo similar ocurre con la suspensión del servicio de agua --en aquellos municipios donde hay acueducto, por supuesto, pues hay aún muchos lugares de nuestro territorio que no cuentan con algo tan básico como un acueducto--.
Pero los problemas del subdesarrollo van mucho más allá y no solo salen a relucir en la deficiencia de los servicios públicos que caracteriza a los países menos ricos y que perjudica el acceso a la educación, a los sistemas de salud o a la información. También se reflejan en cuestiones intangibles como el clima social, que afecta la convivencia y el respeto a la vida.
En este aspecto, un rasgo que denota nuestra condición de países de segunda o tercera categoría es la virulencia de los conflictos ideológicos o sociales. Si bien en los países más avanzados hay manifestaciones de descontento y se dan grandes disputas políticas, solo en los países más pobres tales discrepancias derivan en guerras civiles, enfrentamientos armados, bombazos y otros actos violentos que solo son registrados por la prensa internacional cuando las víctimas son muchas.
En nuestros propios medios, el asesinato de dos policías a duras penas merece un párrafo en páginas interiores, pero si algo similar ocurre en París o en Londres, los medios tienen tema para muchos días.
Sin ir más lejos, ¿dónde están las movilizaciones mundiales por los casi cien muertos de las explosiones de este fin de semana en Ankara? No las hubo y no las va a haber porque mientras las víctimas de un atentado en el primer mundo son noticia, los miles de muertos en guerras como las de Irak, Siria o Colombia, son apenas una estadística.