Las cosas por el nombre
En Colombia, describimos como complicada a una persona que es insoportable; de la dama que se acuesta con cualquiera, decimos que es una mujer muy loca, y el tipo promiscuo resulta que es un señor muy inquieto. La lista es casi interminable... No sé si ese uso reiterado de eufemismos obedece a una mal entendida elegancia, al simple temor a llamar las cosas por el nombre
Con motivo de la presentación en Colombia del libro Escribir en internet. Guía para los nuevos medios y las redes sociales, editado por La Fundación del Español Urgente (Fundéu BBVA), desempolvé un texto de hace unos años que recobra vigencia, al ver cómo nos expresamos los colombianos, en general, y los periodistas, en particular.
A pesar de que tenemos tan buena fama en el vecindario latinoamericano por el uso que hacemos del castellano, lo cierto es que es lamentable que no hubiéramos aprendido a ser más directos con el lenguaje, tal como lo hacen los españoles, que a veces nos parecen demasiado crudos, sobre todo cuando mencionan ciertas partes del cuerpo. Por ejemplo, aquí a las nalgas les decimos cola; pues culo es una palabra proscrita en el lenguaje formal.
Sin embargo, más allá de las descripciones anatómicas, ese modo de hablar nuestro tan particular es mucho más grave que una simple falta de precisión, y deriva en descalificaciones, segregación, referencias odiosas e incluso en distorsión de los hechos y de la información.
En Colombia, describimos como complicada a una persona que es insoportable; de la dama que se acuesta con cualquiera, decimos que es una mujer muy loca, y el tipo promiscuo resulta que es un señor muy inquieto. Al cáncer -y seguramente al sida- se le dice penosa enfermedad; a la menstruación, la llaman indisposición, y al embarazo, estado interesante.
Los colombianos decimos que un asesino es un tipo tenaz; a la mafia le decimos crimen organizado y los narcos quieren que los llamen delincuentes políticos. A los indigentes, les dicen desechables; al contrabando, se le dice comercio informal; para referirnos a un ladrón, decimos que es alguien indelicado; a los asesinatos, se les dice ajusticiamientos; a los secuestros, les dicen pescas milagrosas; a los muertos inocentes, los denominan víctimas colaterales; a los rehenes, prisioneros de guerra; y al conflicto armado le dicen amenaza terrorista.
Cuando hablamos de un homicida, decimos que es un tipo tenaz; de los testaferros decimos que es gente que anda en negocios raros. A la corrupción la llamamos carrusel; a los asesinatos de jóvenes ingenuos, a manos de militares, los denominamos falsos positivos, y al empleo informal le decimos rebusque.
A los banqueros estafadores los califican como inversionistas audaces; a la discriminación en establecimientos públicos la llamamos derecho de admisión; a las masacres en barrios pobres las denominan limpieza social; a la impunidad, le decimos justicia y, hasta hace poco, a los contradictores del gobierno nos señalaban como enemigos de la patria.
La lista es casi interminable... No sé si ese uso reiterado de eufemismos obedece a una mal entendida elegancia, al simple temor a llamar las cosas por el nombre o al deseo de creernos mejores de lo que somos. Como si fuera poco, en este país siempre sorprendemos a los extranjeros con la manía de usar diminutivos para todo, pero eso daría para un articulito diferente.
Por todo lo anterior me parece algo inmerecido ese prestigio que tenemos en el manejo del idioma. Aquí, en vez de evitar los rodeos, preferimos acudir a palabras huecas, que no significan nada, con las que tal vez tratamos, sin éxito, de negar la realidad. Debe ser por eso que siempre clasificamos como uno de los países más felices del mundo.