Recortemos los chalets
Debemos recuperar los valores tradicionales de nuestro urbanismo: pensar más en clave de ciudad. Recordar que somos el país de Barcelona y Valencia y no el de Los Ángeles y Houston; asumir que el territorio es limitado y revalorizar la densidad.
El urbanismo contemporáneo es el del elogio de la densidad. Con la vista puesta en la sostenibilidad en todas sus dimensiones, la ocupación intensiva del territorio -nuestro bien menos renovable- es la única forma de crecimiento que garantiza que las generaciones futuras podrán desarrollar su vida en el planeta. Los urbanistas de todo el mundo coinciden en la necesidad de densificar las ciudades, de hacerlas abarcables a pie (de ahí el movimiento de las walkable cities estadounidense), siguiendo un modelo que en España no es nuevo, sino más bien al contrario: la ciudad compacta mediterránea es ejemplo de sostenibilidad urbana desde hace más de 2.000 años.
La ciudad tradicional española tiene una gran diversidad urbana, mezcla de usos y gran densidad, haciéndola ambientalmente más respetuosa, ocupando más intensivamente el territorio y permitiendo una movilidad más sostenible (y de hecho, las ciudades españolas tienen las tasas de movilidad sostenible más altas del mundo desarrollado, en buena medida, porque es muy sencillo desplazarse a pie en ellas). Pero a pesar de ser los autores del paradigma de la ciudad sostenible, la urbanización española en los últimos años ha respondido a cualquier principio menos a esos: hemos crecido extensivamente en base a grandes áreas dispersas de viviendas unifamiliares y desdeñado -incluso en los discursos políticos y ecologistas- la ciudad densa.
Los opinólogos de nuestro país, en definitiva, han pervertido la realidad que presentaba unánimemente la ciencia urbanística: han izado la pancarta contra la ciudad, criminalizado al rascacielos y desacreditado el ensanche mientras que, defendiendo la ideología clorofila han sobrevalorado la falsa ruralidad de viviendas unifamiliares dispersas, durante kilómetros a lo largo de autovías -que la conectan con la ciudad real, de la que no se puede prescindir-, que han surgido como setas rebajando la densidad edificatoria española, intensificando las necesidades de movilidad de los ciudadanos y ocupando innecesariamente nuestro recurso menos renovable, el territorio, con todas las consecuencias ambientales negativas que ello aporta (impermeabilización, mayor peligro para la población derivada de los riesgos ambientales, costes infinitamente mayores para la prestación de servicios públicos, dependencia casi absoluta del vehículo privado...).
Si toda la población humana viviese con la densidad demográfica de la provincia de Soria necesitaríamos cinco planetas (y por el momento tenemos sólo uno), mientras que si todos los habitantes de la Tierra decidiesen vivir en uno de los barrios más densos de Barcelona toda la humanidad cabría en un país pequeño como Grecia. De modo similar podríamos ver que si todo el turismo del mundo tuviese que acudir a resorts como los del Caribe mexicano o a urbanizaciones extensivas la repercusión ambiental sería infinitamente peor que si el modelo a imitar fuese Benidorm.
Debemos recuperar los valores tradicionales de nuestro urbanismo: pensar más en clave de ciudad. Recordar que somos el país de Barcelona y Valencia y no el de Los Ángeles y Houston; asumir que el territorio es limitado y revalorizar la densidad. Así conseguiremos un país más sostenible y unos servicios públicos mejores y más cercanos a los ciudadanos con un gasto mucho menor, algo muy a valorar en estos tiempos de búsqueda incesante de la eficiencia. Las consecuencias -ambientales, sociales, económicas- de la baja densidad las pagamos todos, no solo quienes la disfrutan ni quienes, desde unos planteamientos falsamente ecologistas, la defienden.