Gibraltar: la excepción forzada en la Europa sin fronteras
Las autoridades gibraltareñas no pueden poner el grito en el cielo frente a las colas de los últimos días en el control policial cuando sobre ellos recae la máxima responsabilidad: llevan años prometiendo un túnel que salve la pista del aeropuerto para permitir mayor fluidez en el tráfico.
Hace 300 años que un peñasco de 6,8 km2 al sur de la península ibérica ocupado por andaluces anglófonos, unos cuantos monos y algún señor con bombín pasó a la soberanía de la Corona británica. Es irrelevante económica y estratégicamente, pero de vez en cuando salta a las portadas de la prensa española y británica, como el único punto de desencuentro de dos grandes socios y aliados, en estas fechas por los controles aduaneros. Gibraltar no forma parte de la unión aduanera, la zona euro o el área de Schengen, por lo que las autoridades españolas tienen la obligación de controlar el tránsito entre el territorio británico y La Línea de la Concepción, a través de unas aduanas que son un auténtico coladero de contrabando de tabaco y alcohol. No en vano, según las estadísticas Gibraltar es un consumidor de tabaco de tal envergadura, que con solo 30.000 habitantes iguala la cantidad de cigarrillos que fuman los casi tres millones de gallegos.
La pelea por la soberanía del peñón es estéril: ni a España le hace falta el pedrusco, ni al Reino Unido le vale para demasiado. Al fin y al cabo, deberían ser los gibraltareños los que decidiesen su futuro con un referéndum, tal y como la ONU le exige a Londres. La confianza española en que la retrocesión de Hong Kong a China en 1997 pueda repetirse en el caso de Gibraltar parece harto improbable. Y algo parecido pasa con las aguas territoriales, a las que Gibraltar tiene derecho al amparo de la convención de Montego Bay. Dejando de lado la cuestión que seguramente no se resolverá en décadas sobre las aguas y la soberanía, lo que preocupa a los ciudadanos son los asuntos del día a día, que se dificultan por la trifulca constante. El Gobierno de Gibraltar es el mayor culpable: pinchar a España para resarcirse del desinterés con el que son tratados por el Reino Unido es el deporte de moda entre los políticos locales. Un poco de vocación por la cooperación no estaría de más por parte de los que deberían ser los principales interesados: las autoridades del peñón.
El mayor ejemplo de cooperación transfronteriza en Europa excede incluso los límites de la Unión Europea y se da en la eurorregión TriRhena, entre Francia, Alemania y Suiza, constituida tomando como núcleo al área metropolitana de Basilea; en un territorio caracterizado, durante mucho más tiempo que Gibraltar, por las disputas y los intercambios territoriales (Alsacia ha pasado de manos varias veces entre Francia y Alemania) y por las guerras cruentas -algo que nunca ha ocurrido en Gibraltar, afortunadamente. Si tras la Segunda Guerra Mundial los Gobiernos de Berlín, París y Berna pudieron ponerse de acuerdo para concertar políticas hasta el nivel de construir un tranvía o una red de cercanías internacional, o para gestionar entre las autoridades de los tres países los puertos del Rin, Londres, Madrid, Sevilla y Gibraltar no tienen excusa para no cooperar.
Con cooperación podrían resolverse los retos más importantes para la región: los ambientales y los de movilidad. El enorme tráfico marítimo, las actividades de repostaje de buques y las de los pescadores en la bahía de Algeciras, partida entre las aguas territoriales españolas y británicas, suponen un obstáculo para la protección ambiental de este delicado espacio. Son necesarias políticas conjuntas, por parte de las autoridades españolas, británicas, andaluzas y gibraltareñas, para desempeñar de forma concertada sus competencias en materia ambiental sobre las aguas circundantes al peñón, pues el medio ambiente no entiende de artificiales límites disputados.
La movilidad es otro aspecto fundamental por varios motivos: mientras las demandas de movilidad pendular, por los españoles que trabajan en Gibraltar y los británicos que residen en España pero se desplazan diariamente al peñón son enormes, la existencia de los controles fronterizos y aduaneros -a los que ya no estamos acostumbrados en Europa más que por el empecinamiento británico contra el acuerdo de Schengen- suponen una merma enorme de la capacidad de la única vía de comunicación que une los dos lados de la verja, y que para más inri se corta cada vez que un avión aterriza o despega del aeropuerto gibraltareño ya que se cruza a nivel con la pista del aeropuerto.
Las autoridades gibraltareñas no pueden poner el grito en el cielo frente a las colas de los últimos días en el control policial cuando sobre ellos recae la máxima responsabilidad: llevan años prometiendo un túnel que salve la pista del aeropuerto para permitir mayor fluidez en el tráfico que nunca ejecutan y además no desean formar parte de la unión aduanera -lo que obliga a España a establecer estos controles impuestos por la normativa europea- porque se benefician de ello. Por ejemplo, sus ciudadanos no pagan IVA por los productos que adquieren en España, como si no fueran ciudadanos de la Unión Europea, pese a serlo. Gibraltar debe mejorar urgentemente sus accesos y buscar, conjuntamente con La Línea de la Concepción, Andalucía y el Gobierno español políticas concertadas de movilidad sostenible que eviten que prácticamente todo el tráfico entre ambos lados de la verja se produzca en vehículo privado. Entre los peatones, lógicamente, no hay colas, pues no hay vehículos que revisar.
Un servicio de autobuses lanzadera, un people mover subterráneo (ya que tiene que salvar la pista del aeropuerto)... las soluciones son infinitas, y para poder escoger la acertada hay que conocer las cifras reales con datos que son fácilmente obtenibles (basta contar a las personas que pasan por la aduana) y que las autoridades del peñón hagan una apuesta económica adecuada a las necesidades de su territorio. Son medidas imprescindibles para los ciudadanos hartos de vivir las dificultades de la frontera en una Europa dónde ya no existen las fronteras.