Nos queda Boston
Desde el lunes estamos en estado de ansiedad, desconcertados por un atentado que nos ha dejado consternados y nos hace ver la ciudad y la vida desde una perspectiva diferente. Las cosas más sencillas se ven de otra manera, nos encontramos todos en un estado mayor de alerta, y se ve a la gente preocupada.
Escribo desde el salón de mi casa en Medford a unos minutos de Boston donde estamos todos pegados a la televisión esperando el desenlace de una tragedia que empezó el pasado lunes. La ciudad está literalmente cerrada (en lockdown) y tenemos instrucciones de quedarnos en nuestras casas y no salir a la calle. Los negocios, universidades y colegios están casi cerrados, a la espera de que termine la búsqueda del segundo sospechoso de los atentados del lunes. Nunca habíamos vivido una situación así, ni siquiera en los días que siguieron a los atentados del 11 de septiembre de 2001, cuando dos de los aviones que usaron los terroristas partieron desde el aeropuerto de Logan, en Boston. Es muy extraño no oír coches por las calles, y en cambio si oír el sonido constante de los rotores de los helicópteros y el de las sirenas de la policía.
Desde el lunes estamos en estado de ansiedad, desconcertados por un atentado que nos ha dejado consternados y nos hace ver la ciudad y la vida desde una perspectiva diferente. Las cosas más sencillas se ven de otra manera, nos encontramos todos en un estado mayor de alerta, y se ve a la gente preocupada y hablando incesantemente de lo que ha pasado. La ciudad ha estado tomada por policía desde el lunes, con controles por todos lados, incluyendo las entradas del metro, recordándonos a todos, por si lo podíamos olvidar, la precariedad de la situación y el precio a pagar por una mayor seguridad.
El manhunt empezó ayer por la noche. Salía de un concierto en el estadio donde juegan los Boston Celtics, y pasé las extraordinarias medidas de seguridad que había para entrar y dentro del estadio; al salir me sorprendió ver docenas de coches de policía que se dirigían hacia el MIT. Al poner la radio en el coche ya empezaban las noticias sobre la persecución de dos sospechosos, y pronto anunciaron el asesinato de un policía de la universidad MIT. Desde entonces hemos estado pegados a la televisión y la radio.
Ayer en un memorial por las víctimas en mi universidad, Suffolk University, recordábamos al niño de 8 años que ha perdido su vida en otro atentado sin sentido. Su padre estudió en mi universidad, y la tragedia para esta familia no acaba más que empezar: una hija también herida en el atentado ha perdido una pierna y es posible que pierda ambas, y la madre ha sufrido daño cerebral que se teme sea permanente. Durante la vigilia un estudiante nos pedía a todos que recordásemos y celebrásemos a las víctimas y no pensásemos sólo en los asesinos, ya que sería la victoria del terror sobre el amor; y el presidente de la universidad nos recordaba los valores que han hecho de esta ciudad un baluarte de las libertades.
El atentado ha dejado secuelas que ya no se podrán borrar. Las huellas físicas se muestran en una de las calles más emblemáticas de la ciudad, la Boylston Street, donde se terminaba la Maratón, ha quedado ya marcada por el atentado. Las bombas explosionaron a tan solo unos metros de uno de los edificios más emblemáticos de la ciudad, la Biblioteca Pública de Boston, un edificio que representa todo lo que los terroristas odian: la tolerancia, la educación, y el civismo. Fue la primera biblioteca municipal que se fundó en EEUU en 1848, y como recordaba Simon Schama, dentro tiene uno de los más bellos murales que se han pintado en este país, obra del gran Singer Sargent, titulado El Triunfo de la Religión que representa, pese al título, el triunfo de la tolerancia y de las convicciones morales individuales que tan importante son en la historia de este país. Es una lástima que los terroristas, pese a llevar años en Boston, no debieron aprender de estos valores.
También han quedado las secuelas psicológicas. Todos conocemos a alguien que corría la maratón o que estaba cerca de la línea de meta. Durante la semana hemos oído historias imborrables de primera mano de testigos del atentado. Muchas de ellas historias de heroísmo, de personas que arriesgaron sus vidas para ayudar a otros, historias que muestran una vez más la generosidad de las personas y que muestran el claro contrapuesto a la de los terroristas a los que ya hemos visto en imágenes de TV corriendo cobardemente para huir del lugar de su indescifrable fechoría. Dos de las personas que trabajan conmigo en Suffolk University estaban en la línea de meta cuando explosionaron las bombas, y una no ha podido dejar de llorar toda la semana recordando lo que vivió.
También queda el miedo a perder nuestras costumbres y tradiciones. Obama se comprometió ayer a volver a celebrar la maratón el año que viene. Pero el ataque no fue sólo contra una maratón histórica, o contra una celebración de la comunidad, si no también contra un día histórico que es emblemático en esta ciudad, Patriots Day, es el día en que celebramos el inicio de la batalla por la independencia de este país, el 19 de abril de 1775, cuando los chaquetas rojas británicos entraron en Lexington en busca de un cache de armas y se encontraron con una milicia de Minutemen preparada para detenerles. Ocho de los miembros de la milicia murieron durante ese enfrentamiento, que supuso la primera batalla a favor de la libertad y en contra de la opresión. Todos los años se celebra en Lexington una recreación casi exacta de esta batalla que nos recuerda la sangre derramada por aquellos que defendían nuestras libertades. Estos salvajes han tratado de mutilar esta celebración.
Llevo casi 22 años viviendo en Boston y en todo este tiempo he aprendido a apreciar lo que hace esta una ciudad extraordinaria y única. Famosa por sus universidades, hay tras muchas cosas que hacen esta ciudad especial (¡una de ellas los horribles inviernos!). Una de las cosas más importantes que he aprendido a valorar en estos años han sido la diversidad y la tolerancia. Espero que este acto sin sentido de crueldad no cambie lo que hace de esta ciudad y de este país (con todos sus defectos e imperfecciones) un símbolo de libertad, la luz en la colina.