Tuve que vestirme de chico para poder ir a la escuela
Nací en el distrito de Waras en 1993. La primera reacción de mi familia a mi nacimiento no fue alegría, sino pena. Si hubiera nacido chico, lo habrían celebrado con una antigua ceremonia. Día sí día también, mi familia hacía resonar mi llanto, repitiendo cada lágrima mientras maldecían a mi madre por traer a otra mujer al mundo.
La vida para una mujer afgana es dura, como una guerra constante. El país se parece a un horno incandescente, donde se puede sentir el calor de la discriminación en cada suspiro.
Quiero contaros una historia sobre las adversidades a las que nos enfrentamos las mujeres. Tristemente, mi historia no difiere de las de muchas otras. Compartimos el mismo destino.
Nací en el distrito de Waras en la parte sur de la provincia de Bamyan, en 1993. La primera reacción de mi familia a mi nacimiento no fue alegría, sino pena. Si hubiera nacido chico, mis familiares lo habrían celebrado con una antigua ceremonia.
Día sí día también, en la casa de barro de mi padre mi familia hacía resonar mi llanto, repitiendo cada lágrima mientras maldecían a mi madre por traer a otra mujer al mundo.
Durante mi infancia, los talibanes gobernaban en Afganistán. Aunque el grupo militar no tenía una presencia directa en Waras, se aplicaban e imponían duramente sus leyes. En mi empobrecido pueblo, a la gente le preocupaba su supervivencia, no la educación, especialmente no para las mujeres ni las niñas.
Aun así, contrataron al imán de la mezquita local para educar a sus hijos (chicos). Dos miembros de mi propia familia, mis tíos, estudiaron en una mezquita. Sin embargo, las normas sociales tradicionales dictaban que las chicas no tenían permiso para entrar a la clase de los chicos. Además, los talibanes habían prohibido explícitamente escolarizar a las niñas. Uno de mis deseos de infancia era estudiar como mis tíos. Con ayuda de uno de ellos, pude encontrar la forma.
Pero la solución no fue sencilla. No sólo tuve que cambiar mi actitud, sino también la ropa. A los cinco años, decidí reescribir mi destino.
Me convertí en un chico para poder ir a la escuela.
Según los estándares occidentales, un niño de cinco años es inocente, pero a esa edad yo ya había visto con mis propios ojos lo que había sufrido mi madre, y me había acercado a la edad adulta. Había llegado a creer que si no tenía acceso a la educación y seguía ignorando mis derechos, me enfrentaría al mismo destino que mi madre, mi abuela y el resto de mujeres de mi pueblo.
Mis familiares y vecinos no reaccionaron bien a mi decisión. Pero mi edad contribuyó a que no me afectaran las críticas.
Este era el camino que había elegido para alcanzar mi objetivo, mi último recurso.
Para mí, la ropa masculina simbolizaba la esperanza de un futuro de mejor. Me vestía con ropa característica de chico y me cambié el nombre de Zahra al de Mohammed.
Desde mi primer día de escuela, me reconocieron como chico. Sabía que si alguien descubría mi verdadera identidad, provocaría un escándalo. Aunque gracias a mi recién descubierto amor por la educación estaba increíblemente feliz, mi lucha interna continuaba.
Muchos hombres afganos tienen un comportamiento agresivo. Para adaptarme a este entorno masculino, me vi obligada a mantener a raya mis emociones. Durante seis años, estuve obligada a ir en contra de lo que para mí era natural; no sólo en la forma de vestir, sino también de hablar y de andar. Durante seis años, abandoné a Zahra por Mohammed.
En ese tiempo, pese a las continuas peticiones de mi familia, me negué a ponerme ropa de mujer, aunque estuviera fuera de la escuela. El motivo es que quería que llegara el día en que las chicas pudieran ir a la escuela. Quizá ese día tan esperado volvería a ser una chica de nuevo.
Y el día por fin llegó. Cuando estaba en sexto, derrocaron a los talibanes. Con el presidente Hamid Karzai, los colegios reabrieron sus puertas a las estudiantes. Pero los padres seguían teniendo miedo a mandar a sus hijas a la escuela. Como consecuencia, varias organizaciones empezaron a crear programas incentivos -que incluían paquetes de comida- para convencer a las familias.
El primer día que fui a la escuela como Zahra, todos mis amigos estaban en shock. ¿Y cómo no iban a estarlo? Curiosamente, fue ahí cuando empezaron mis problemas. Las chicas no me aceptaron como una de ellas, mientras que los chicos se burlaban de mí por cambiar de sexo de la noche a la mañana. Costó acostumbrarse a esto.
Por otro lado, gracias a mis anteriores años de escuela, iba por delante de las chicas del pueblo, que eran analfabetas. Yo sabía leer, escribir y expresar mis puntos de vista. Y así continué mi educación con fervor hasta que completé la escuela.
No sabía que tenía por delante otro período oscuro en mi vida, ya que mi familia no me dejaba hacer los exámenes de ingreso a la universidad.
Sin embargo, mi padre no pudo soportar mis lágrimas. Un día me dijo que aunque él no podía permitirse pagar las tasas de la educación superior, si yo era capaz de conseguirlo por mí misma, podría ir a Kabul y seguir mis estudios en una universidad privada.
Su permiso fue mi boleto dorado. En la primavera de 2011, me fui de Bamiyan a Kabul. A mi llegada, entré en el departamento de Derecho del Instituto de Educación Superior de Gawharshad. Pero esto no fue en absoluto el final de los retos a los que tendría que enfrentarme. Al fin y al cabo, era una chica de pueblo en una gran ciudad. Además, no tenía dinero. Ni siquiera podía permitirme la tasa de transporte a la universidad, así que acabé recorriendo grandes distancias a pie. Tenía también una profunda sensación de aislamiento. Por primera vez en mi vida, estaba viviendo sola en una pequeña habitación, sin nadie con quien hablar aparte de mi propio reflejo.
Aunque no duró para siempre. Pronto conocí a Zahra Yusufi, que también vivía lejos de casa. También era del distrito de Waras. Esta mujer buena y trabajadora se convertiría en alguien a quien hoy me alegra considerar mi amiga. Zahra trabajaba a tiempo parcial en una oficina. Cuando se enteró de mis problemas se sintió conmovida y prometió ayudarme.
Necesité su ayuda antes de lo esperado. El estrés que tenía al final me pasó factura, y mi salud empezó a deteriorarse. Me daba miedo acabar derrotada por mi enfermedad, la fiebre tifoidea, y tener que volver a casa con mi familia. Pero mi mayor miedo era correr la misma suerte que el resto de chicas de mi pueblo: terminar casada y sin un futuro real.
Cuando más vulnerable me sentía, Zahra me dio un atisbo de esperanza. Ayudó a pagar mi tratamiento y prometió conseguirme un trabajo en su oficina. Volví a sentirme fuerte y no sólo pude seguir adelante con mi educación, sino embarcarme en la carrera de Periodismo con Zahra como mentora.
Después de cuatro años, pude traer a mi familia a Kabul. Quería que mis tres hermanas tuvieran las mismas oportunidades que yo. Hay momentos en los que me gustaría gritar desde el tejado que estoy orgullosa de todos mis logros, pese a los obstáculos a los que me he enfrentado. Pero mi futuro sigue siendo incierto.
Como mujer, sigo temiendo la opresión y soy consciente de las líneas rojas que no puedo cruzar por mi sexo, ya tengan que ver con mi ropa o con mi estilo de vida. Me da miedo avergonzar a mi familia por mi risa o mi llanto a partes iguales.
Pero vivo con la esperanza de corazón de que algún día podré llevar la vida que yo misma elija.
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Sahar Speaks es un proyecto que dota a mujeres periodistas de la formación, las redes y las oportunidades de publicación necesarias para dar voz a las mujeres de Afganistán. 'The Huffington Post' presenta a las protagonistas y publica sus historias en formato multimedia.
Este post fue publicado originalmente en 'The WorldPost' y ha sido traducido del inglés por Marina Velasco Serrano