Adiós al glifosato en Colombia, bienvenida la paz

Adiós al glifosato en Colombia, bienvenida la paz

No todo es desasosiego en los campos de Nariño, Colombia. Pese a la contaminación de ríos y tierras, a la violencia o a los acaparadores de tierras, las matas de cacao de esta vereda lucen esplendorosas. Y sus gentes cada día se sienten más fuertes.

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En una pequeña aldea de la zona rural de Nariño (Colombia) las hojas del cacao reverdecían y se amustiaban cada noventa días. Es el tiempo que pasaba entre una y otra fumigación aérea de las fuerzas de seguridad colombianas, que desde el aire, hasta el 1 de octubre, destruían las plantaciones de coca que se extienden por el territorio, en la costa pacífica del país sudamericano.

Las avionetas surcaban el aire y soltaban litros de veneno, fabricado por la multinacional Monsanto, que revoloteaba al vaivén del viento hasta acabar aleatoriamente sobre la tierra. Eran los aspersores de la pobreza, y en pueblos campesinos de afrocolombianos, como es este pequeño enclave -cuyo nombre no se puede publicar por seguridad-, el impacto de su rastro les dejaba sin resuello durante meses. Datos del Ministerio de Justicia reconocían que sólo el 9% de las cantidades que se fumigaban acababan sobre la planta de la droga. Finalmente, en mayo pasado, tras un informe de la Organización Mundial de la Salud hablando de sus riesgos cancerígenos, el Gobierno de Juan Manuel Santos decidió que a partir del 1 de octubre de 2015 se acabaran las fumigaciones. Una buena noticia a la que pocos días antes se sumó otra: el anuncio de un acuerdo de paz con las FARC que se quiere definitivo.

La aldea que visito con la ONG española Alianza por la Solidaridad la componen apenas unas casas de madera dispersas a las orillas del río Mira, un pueblo agrícola de tantos en el conflictivo sureste colombiano: "Aquí tuvimos entidades armadas hace unos años, y ahora están cerca. Los jóvenes son seducidos por estos grupos, en buena parte porque no ven futuro aquí, porque el Gobierno no hace nada por formarles para que salgan adelante. En esta comunidad somos 45 familias y estamos muy organizados, pero aun así, de noche no podemos salir de los alrededores; es peligroso. Hay muchas minas antipersona en las cercanías que han causado ya muchas víctimas... ". El relato de un líder comunitario de este pequeño enclave pone los pelos de punta, mientras su voz, sin estridencias, retrata la vida de su vereda.

Hace apenas tres meses, el atentado en un oleoducto que cruza el departamento y transporta el crudo del interior del país a la costa, provocó un derrame de 1.700.000 litros al río Mira. Una costra negra de seis centímetros segó la muerte en el cauce que les alimenta. "Aún hoy, los peces nos saben a petróleo", apunta María, una vecina campesina que también mantiene su identidad real oculta.

La catástrofe no es la primera provocada por una acción humana que ha puesto a su río en peligro. Hace seis años, el cauce se desbordó y arrambló con la aldea que había en la otra orilla, por otro desastre que no fue fortuito. Durante años, el fondo había sido esquilmado para sacar material de construcción. Un día, recuerdan, como si se hubiera enfurecido ante tanta sangría, se llevó todo por delante: cultivos, casas, animales... "Las familias nos tuvimos que cambiar de orilla y empezar de cero la vida. No fue fácil, sin apoyo del Gobierno, con los grupos armados aquí cerca. Pero gracias a la cooperación internacional vamos saliendo adelante, salvo cuando vuelven los ataques y sus consecuencias", reconoce otro de los líderes, que fue afectados por aquel desastre.

Esa cooperación internacional toma cuerpo ante los ojos con el proyecto para el cacao que varias familias han iniciado gracias al apoyo de Alianza por la Solidaridad. Esta zona de Colombia es la cuna de esta planta que tanto endulza la vida en el planeta. Y es que, pese a que surgió allí porque era su ecosistema perfecto, hoy se encuentra amenazada por otra planta llegada de muy lejos: la palma africana, tan necesaria para el biodiesel que tragan los vehículos a motor, y tan extendida por todo Nariño, donde se estima que hay plantadas 17.000 hectáreas.

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En esta pequeña aldea cercana a Tumaco creen en su cacao, y por ello los secaderos que les proporcionó Alianza, los cursos de mejora técnica, las herramientas, los contactos y papeleos con los que les apoyó, los muestran como un auténtico tesoro. "Mira, así seleccionamos los granos", explican mientras una gran batea se mueve a ritmo vertiginoso. "Y mira, aquí se seca hasta el punto exacto, y aquí se fermenta".

No sacan más de 500 kilos al año, que a poco menos de dos euros el kilo, no les sacan de pobres, pero mientras resbalan los frutos del cacao entre sus dedos, los miran con el brillo del orgullo en los ojos. Este año, por vez primera, lograron que tuviera fuera clasificado como uno de los de mejor de calidad. ¿Quién se lo hubiera dicho hace cuatro años?. "Ahora, cuando vendamos la próxima cosecha, ya saben que el producto de esta zona es del bueno, premium". Y sin el peligro del glisofato, que tantos disgustos les ha dado.

La visita se alarga. El grupo se agranda. Y a la orilla del río, que aún huele a gasolina, recuerdan la ayuda de emergencia, en comida, en materiales para los hijos, en higiene, que esta ONG les proporcionó cuando quedaron sin nada tras la salida de los grupos armados de su territorio. Todos quieren mostrar los filtros que tienen en casa y les permiten beber sin problemas el agua de lluvia, y las granjas de cerdos, y los estanques para picisfactorías, hoy vacías de alevines de cachama porque se llenan con ese mismo agua del Mira aún petroleada.

"Fue importante trabajar aquí un plan de contingencia para casos de desastres naturales y de conflicto. Formarles en cómo debían reaccionar, en reforzarles en sus vulnerabilidades. También les dimos talleres de higiene, de reciclaje, de escuela saludable. Y ahora están organizados, y salen adelante con su cacao, aunque deben también buscar otros trabajos complementarios", explica Alejandra Manzano, coordinadora de Alianza en Nariño, que recuerda que estos proyectos fueron posibles gracias a fondos del Departamento de Ayuda Humanitaria Europeo (ECHO) y de ayuda española (Aecid).

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Los vecinos y vecinas que se han ido acercando van desgranando sus deseos como una carta de peticiones al mundo, a los líderes que hace apenas unos días se reunieron para discutir los nuevos Objetivos de Desarrollo Sostenible en Nueva York. Ninguno ha oído hablar de ellos, pero desde esa sabiduría que da la vida van enumerando aquello que debiera figurar en el tratado final de esta cumbre: "Queremos mantener nuestro cacao criollo tradicional, porque se secaba en cuatro días y con las nuevas semillas que nos venden las empresas tarda ocho, y queremos que las empresas grandes de palma africana nos devuelvan nuestro territorio. Queremos que nuestros niños caminen sin riesgo a pisar una mina, y que nuestros jóvenes tengan más futuro que enrolarse en un grupo con las armas al hombro. Y además queremos que el cacao tenga un precio justo, porque nos lleva mucho trabajo y no podemos competir con las grandes empresas".

Estos días, en los que se han discutido esos 17 objetivos de la humanidad para los próximos años, la pequeña aldea afrocolombiana bien podría ser el escaparate de tantos miles de aldeas parecidas del mundo que hasta ahora, para Estados y empresas, no han sido ni un objetivo, ni han tenido desarrollo, ni éste ha sido sostenible. En sus manos está cambiarlo.

Salimos camino de Tumaco. Adivinando, más allá de las palmas, los cultivos de coca. Celebrando que quizás pronto ya nadie armado espiará tras una rama. Esquivando los baches que en la pista dejan las obras de una carretera que enlazará Colombia con Ecuador, la binacional, y que nadie aventura cuándo podrá estar terminada. Observando el cielo por donde, afortunadamente, ya no habrá más avionetas esparciendo el peligroso glifosato.

No todo es desasosiego en los campos de Nariño. Pese a la contaminación de ríos y tierras, a la violencia o a los acaparadores de tierras, las matas de cacao de esta vereda lucen esplendorosas. Y sus gentes cada día se sienten más fuertes.

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Soy periodista de divulgación científica y ambiental, también interesada en temas de índole social. Durante 21 años he trabajado en el diario 'El Mundo', hasta que llegó el último ERE. Ahora, colaboro con 'Reserva Natural', de RNE 5, el periódico 'Escuela', la Fundación Félix Rodríguez de la Fuente y otros medios como 'freelance', a la espera de tiempos mejores. Autora del blog Laboratorio para Sapiens.