Crecí jugando a videojuegos violentos y mi moralidad sigue intacta
"Mis padres se aseguraron de que supiera distinguir en el mundo real qué es correcto y qué no lo es, y eso es lo que de verdad importa".
A lo largo de los años, han surgido muchas investigaciones que han tratado de vincular los videojuegos con la violencia. En concreto, han intentado averiguar si los videojuegos violentos pueden provocar que los niños sean más agresivos o si tienen alguna influencia en su grado de empatía. Dado que ese vínculo ya ha sido refutado en múltiples ocasiones, (la vez más reciente, en un estudio longitudinal en los Países Bajos) pensaba que esta retórica del miedo ya se había disipado.
Y así lo creía hasta que un hombre de mediana edad intentó convencerme de que mis padres habían sido unos "irresponsables" por dejarme jugar a Grand Theft Auto cuando era una "niña pequeña". Por lo que se ve, los videojuegos siguen estigmatizados.
Lo que me dijo me irritó por varios motivos. En primer lugar, por el énfasis que puso en lo de "niña pequeña", como si a mí no me correspondiera jugar a videojuegos. En segundo lugar, por el hecho de juzgar a mis padres y a su capacidad de educar niños. Pero, ante todo, porque ese hombre de verdad creía que este videojuego oculta el poder de volverme violenta y porque, al fin y al cabo, no sabía qué videojuegos tenía ni la clase de persona que soy.
Durante mi infancia, jugué a una enorme variedad de videojuegos. El primero que probé iba de un hombrecillo con un casco amarillo y un ejército de babosas venenosas: Commander Keen. Me encantaban sus escenarios de colores psicodélicos, el argumento abstracto, su estructura simple y sus controles sencillos. También me gustaba poder curar a Keen tomando barritas de chocolate o refrescos. ¿Y sabéis qué? No me animó a tomar caramelos ni refrescos cada vez que me tocaba reponer fuerzas.
A principios de los 90, me volví prácticamente adicta a un videojuego de DOS: Race the Nags, que iba de apuestas de caballos. Recuerdo que me levantaba temprano solo para conquistar el ordenador antes que mis hermanas y jugar sin interrupción durante horas. Y, aparte de participar en el trabajo en una apuesta de dos dólares de la Melbourne Cup, no soy una ludópata.
Conforme me iba haciendo mayor, me iban gustando cada vez más los videojuegos creativos y poco estresantes, los juegos en los que podía pasarme el tiempo diseñando escenarios o creando personajes. Theme Hospital era mi favorito. Me encantaba su extravagancia y su humor, ya fueran los mensajes del personal del hospital hablando de "un sutil olor a repollo" o las enfermedades ficticias que se inventaban, como "cabeza hinchada" o "lengua desatada" por "excesivo cotorreo crónico sobre telenovelas".
Me producía una genuina satisfacción despedir a los encargados de mantenimiento cada vez que dejaban sin limpiar los vómitos, y no, no me he convertido en una directora general sociópata y, evidentemente, no le deseo esa suerte a la gente con la que trato en mi día a día.
Luego llegaron Los Sims. Me pasaba horas diseñando mis personajes y mi familia y luego ponía a todo el mundo a ligar o a discutir en esa jerigonza que hablan ellos. Podía jugar a ser Dios, controlarlo todo. Solía mandar a la piscina a los sims que me caían mal y luego les retiraba la escalera para que se ahogaran, les hacía apagar incendios que sabía de antemano que eran demasiado grandes para ellos y les obligaba a mantener conversaciones con otras personas durante tanto rato que acababan meándose encima.
De modo que sí, tengo una vena sádica oculta y un humor muy negro. Es curioso que haya sido más violenta jugando a Los Sims que a Grand Theft Auto, con el que me limitaba a dar vueltas en coche escuchando la emisora Flash FM. Y no tengo ninguna tendencia violenta ni soy una asesina en la vida real.
Para ser sincera, soy una persona abiertamente pasiva. El único comportamiento violento que puedo achacar a mis videojuegos es cuando le pegué a mi hermana mientras jugábamos a la Nintendo porque no me dejaba elegir a Oddjob en Golden Eye.
De hecho, diría que algunas experiencias que he vivido gracias a los videojuegos me han ayudado a conocer mejor el mundo y a ser una persona más empática. Todo sim que murió recibió sepultura y cuidé de su marido o mujer, y aunque puede que no me imaginara a los caballos perdedores de Race The Nags sacrificados para la industria del pegamento, sí que era capaz de ver la crueldad de la industria de las apuestas de caballos y percibí lo adictivo que podía llegar a ser.
En cuanto al hombre que estaba preocupado porque jugué a Grand Theft Auto, le diría que lo único malo que me ha provocado ha sido una pequeña obsesión con la canción Dance Hall Days y un ferviente deseo de viajar a Vice City, una ciudad ficticia basada en Miami.
Me alegro de que mis padres me hayan dejado crecer jugando a videojuegos. Se aseguraron de que tuviera una concepción estable de la realidad y de que supiera distinguir en el mundo real qué es correcto y qué no lo es, y eso es lo que de verdad importa.
Este post fue publicado originalmente en el 'HuffPost' Australia y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.