De Lázaros y Quijotes
Muchos dicen que este es un país de Quijotes. Es cierto, sí, que los hay, pero, en realidad, es un país de Lazarillos. Si fuera de Quijotes nuestro recorrido histórico sería muy otro, seríamos atrevidos y respetuosos, nuestra palabra sería ley y creeríamos en la bondad de las personas.
Esto lo decía un poderoso personaje de la política española hace un par de meses, pero no es más que un caso entresacado del amplísimo y variado muestrario de cinismos, engañifas y estafalmios que pueblan, desde tiempo casi inmemorial, nuestro patio peninsular. Bueno, también insular, ya me entienden.
Todos los pueblos tienen un relato y un héroe. Lo mejor es ser conscientes de ello, y si ese relato y ese héroe resultan dañinos, o inútiles para propios y extraños, cambiarlos por otros mejores y santas pascuas. Son gratis y depende de nuestra decisión y voluntad el hacerlo.
¿Qué nos impulsa a comportarnos como lo hacemos? ¿Cuál es el relato al que nos ceñimos, el que penetra nuestras células y se acomoda entre ellas, aquél que condiciona más que ningún otro a través de los tiempos nuestro comportamiento y, a la postre, nuestro devenir como nación en el mundo? ¿Qué hay detrás de este sino que nos impide avanzar, poner lo mejor de nuestra capacidad al servicio de una estructura civilizada de convivencia y prosperidad, que pueda ser respetada por nuestros vecinos, cercanos o lejanos, y por nosotros mismos?
Separados por unos cincuenta años se publican en la España del XVI y XVII dos libros que van a pugnar, durante un tiempo, por apoderarse de nuestro relato como pueblo y que son, a mi entender, El Lazarillo de Tormes, en 1554, y Don Quijote de La Mancha, en 1605.
Campo de Montiel. Foto: Pedro Mari Sánchez.
Lazarillo salió vencedor de esta pugna, también a mi entender, y me explico.
Lazarillo, humilde desde siempre, inocente en sus comienzos, aprende pronto la crudeza de la vida y la maldad y el desapego del ser humano para con sus congéneres. Tanto y tan duramente es así que, desengañado por esa negra condición, asume la imposibilidad de amejoramiento en los hombres -como diría Casona- y decide hacer lo que ve en los demás y lo que el hambre y la necesidad le impelen a hacer. Tanto renuncia a su dignidad y posibilidad de lucha que se convierte no en uno más, sino en el más hábil, el paradigma de los tramposos, en repetidos engaños; siempre a salto de mata, librándose de las malas por los pelos y de cualquier manera. Es listo, sí, pero en lo inmediato; no puede llegar a nada más allá de la desnuda supervivencia porque todo en su mundo, imaginario y real, es zafio, improvisado y completamente previsible. Un personaje que acaba confesándose feliz tras casarse, como solución a su vida, con una de las criadas del arcipreste de la iglesia de San Salvador a pesar de conocer los rumores fundados de que su mujer sigue siendo amante del arcipreste.
Este relato, costumbrista y sombrío, a pesar de la gracia que este pícaro produce en el lector desde siempre, no ofrece más enseñanza que la castración, el acomodamiento y la sumisión a un estado de las cosas que su autor y su protagonista dan por inamovible.
El posible religioso (o no, que para todos gustos hay) que se esconde tras su anónima autoría, desencantado al extremo, retrata con exactitud comportamientos en verdad deplorables del ser humano y este retrato se acepta como más cierto que las Tablas de la Ley para Moisés. Pero El Lazarillo no es otra cosa que el triste lugar de decepción personal a que ha llegado su autor, no la verdad inmutable sobre la existencia humana. No es, en modo alguno, un modelo a seguir.
Balcón. Foto: Pedro Mari Sánchez.
Asumiendo así la vida no es de extrañar nuestra secreta complicidad con todo tipo de bajezas y comportamientos vergonzosos de quienes tienen oportunidad de llevarse cuanto pueden a sus propias arcas, de cualquiera de las maneras, pisando vidas, recursos y haciendas ajenas, amparados en la más absoluta impunidad, en ocasiones, y con el mayor sigilo en otras.
Nosotros, en su caso y, sobre todo, si nos garantizaran la cuasi impunidad, ¿qué no haríamos? ¿Seríamos los únicos en no aprovechar la ocasión? ¿Íbamos a cambiar algo en el mundo? ¡Quiá...!
Esa es la herencia y el Credo que Lazarillo nos ha dejado. Cierto que hay un gran número de espíritus -pocas veces reconocidos y casi siempre sojuzgados- generosos, abnegados y nobles que realizan actos extraordinarios, puntualmente o a lo largo de toda una vida, pero ese no es el comportamiento tipo, no el que marca la ruta y lleva las riendas de nuestro destino como nación.
No hace mucho, en una entrevista a pie de calle para una cadena de televisión, en la que se preguntaba si conocían el Quijote, un joven de unos 15 años decía esto, con bastante aproximación: "Sí, ese es un pavo que sale en un cuento, ¿no? Un menda que estaba p'allá y estaba todo el día alucinando y no decía más que gilipolleces y mierdas así..."
Y a continuación se descojonaba de risa, entre inseguro y orgulloso. En realidad, no es culpa suya. Al fin y al cabo no decía cosa muy distinta de lo que piensa el común de los españoles, pero con otros términos, y aquí se puede incluir, con las debidas distancias, incluso algún estudioso. ¿Cuántos no piensan que Don Quijote de La Mancha es un libro muy antiguo que, sí, será muy bueno y todo lo que tú quieras, pero que es un coñazo? ¿Y quién no dice que habla de un viejo que pierde la cabeza y de las tonterías que hace hasta que por fin recupera la cordura poco antes de morir? Sí, es un idealista, pero ¿de qué le vale, eh? Y ya está.
Eugène Mihaesco para portada de 15 agosto 1988, The New Yorker.
Eso es a lo más que llega el análisis de tantos millones de españoles que, además, hablan de oídas, porque casi nadie lo ha leído y que, si lo han hecho, probablemente se lo enseñaran en el colegio, sin relacionar su profundo contenido con nuestra vida cotidiana, con nuestro hoy, que es como debe darse a conocer este libro.
Bueno, todo esto en secreto, salvo ese chaval de la tele, porque atreverse a decir en público que no te gusta ni entiendes el Quijote requiere una dosis de valor casi tan grande como la de su mismo héroe protagonista.
La cosa es que muchos dicen que este es un país de Quijotes. Es cierto, sí, que los hay, pero, en realidad, es un país de Lazarillos.
Si fuera un país de Quijotes nuestro recorrido histórico sería muy otro, seríamos atrevidos y respetuosos, nuestra palabra sería ley y creeríamos en la bondad de las personas, viviríamos consagrados al ideal de la libertad. Libertad, sobre todo, para pensar el mundo de una u otra forma: ¿Cambiamos el mundo? ¿Es lícito hacerlo? ¿El mundo nos cambia a nosotros...? Nos atreveríamos a pensar, actuar y cuestionar la naturaleza de la realidad, moldeándola, saltándonos lo que se supone que es el marco lógico de la vida. Esto, que está contenido en el arquetipo barroco, y la cuestión erasmiana de la locura -o no locura en este caso de Don Quijote- deviene en la búsqueda del Ideal del Amor, el Ideal de Justicia, el Ideal Político, el Ideal Literario.
Fotograma de la película Don Quijote de Welles.
Don Quijote, que ha influido como ningún otro personaje literario en toda la cultura, contiene tanta civilización, tanta inocencia, tanta honradez, tanto posible, desde el extraordinario conocimiento de la condición humana que poseía Cervantes, que debería convertirse en nuestro relato y nuestro héroe. Cervantes no describe un personaje loco y desde luego que no hace el retrato costumbrista de una época o lugar, cosas insignificantes dentro del contexto cosmogónico de su obra. Quijote es su propio pensamiento del Mundo, es él mismo y todos y cada uno de los hombres de la Tierra; todo su vastísimo recorrido filosófico y vital. Si ya los cuánticos nos hablan de la naturaleza de la realidad como algo distinto a lo que acostumbraba a ser, Quijote plantea eso mismo, con exactitud: crea su realidad, total y corpóreamente. Esto es, sencillamente, asombroso.
Nadie más cuerdo que Quijote, que no muere hasta que ha cumplido esas experiencias, creadas por él mismo. ¿Y qué decir de la gran enseñanza que nos ofrece este texto luminoso, ya hacia su final, con un Sancho quijotizado y un Quijote sanchotizado, que funden en un abrazo los dos aspectos que conforman el equilibrio de nuestra psique? Ambos son como nuestros Eidolón y Daemón, tan distintos y tan uno para conformar cada ser humano.
Estación con vías. Foto: Pedro Mari Sánchez.
Tantos misterios y lecturas encierra este relato... Hay cabalistas que entienden que Cervantes proponía con este libro un inmenso proyecto de cultura con la palabra en su centro como energía creadora y ven en él -yo también lo veo así, en este caso- un recuerdo nostálgico de aquella España en la que convivieron, por un corto espacio de tiempo, las tres religiones reveladas. Q'jot, en arameo, significa verdad.
Conformar un proyecto de pueblo alrededor de este héroe de libertad total, de conocimiento, de fe en el ser humano, de honradez, de justicia y de amor nos proporcionaría las claves, ocultas aún para todos nosotros, de un futuro verdaderamente civilizado, en respetuosa armonía con la vida.
Abracemos a Quijote y despidamos, de una buena y puñetera vez, a Lazarillo, si queremos regenerar este país -tanto que hablamos de regenerar sólo la vida pública olvidándonos de la privada- y hacer algo que merezca la pena, por una vez, para nosotros y para nuestros hijos.
"Yo, como Don Quijote, me invento pasiones sólo para ejercitarme". Claro que esto lo dijo Voltaire, un francés, tengo entendido...
Nuevas Dulcineas. Foto: Pedro Mari Sánchez.
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